
La imagen de lo andino: Las artes indígenas y rurales y el cuestionamiento a los imaginarios de la modernidad en el Perú del siglo XX
Andean Indigenous and rural arts and the questioning of the imaginaries of modernity in 20th century Peru
Gabriela GermanáPontificia Universidad Católica del Perú, Perú
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> autores
Gabriela Germaná
https://orcid.org/0000-0001-7302-0764
Gabriela Germaná es doctora en Historia y crítica del arte por la Florida State University. Se especializa en arte latinoamericano moderno y contemporáneo con enfoque en las artes andinas indígenas y rurales y su relación crítica con el contexto artístico global. Ha sido becaria de investigación del proyecto “Vinculando lo sagrado: corrientes espirituales en el arte latinoamericano y caribeño del siglo XX, 1920-1970” del Instituto Cisneros - Museo de Arte Moderno de Nueva York. Actualmente integra el Comité Académico del Museo de Arte de Lima, es docente en la Pontifica Universidad Católica del Perú, y becaria postdoctoral del seminario “Conectar la frontera amazónica: fluidez artística y cultural en la modernidad temprana”, financiado por la Fundación Getty.
Recibido: 10 de marzo de 2025
Aceptado: 3 de julio de 2025
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> como citar este artículo
> resumen
En América Latina, las producciones de arte rural e indígena han sido clasificados usualmente como arte popular, arte turístico o artesanía tradicional. Desde esta perspectiva esencialista son presentados como formas de creación repetitivas, arraigadas en formas de vida “primitivas” e incapaces de hacer frente a la modernidad, estableciendo una marcada diferencia con los objetos considerados como “arte”. Esta concepción implica una oposición binaria entre lo rural y lo urbano, característica del pensamiento modernista. Este ensayo argumenta, por el contrario, que los artistas indígenas y de contextos campesinos, aunque rara vez se les reconozca como tales, han contribuido activamente en la construcción de los imaginarios de la modernidad y han elaborado diferentes ideas de contemporaneidad. A partir del análisis de las ideas indigenistas sobre el arte popular en la primera mitad del siglo XX en el Perú, de las reivindicaciones del campesinado durante el gobierno velasquista en los setentas, y de las respuestas y estrategias de los artistas indígenas y rurales, el ensayo examina cómo la construcción de una visión idealizada de lo andino no solo fue un producto de discursos externos, sino también el resultado de dinámicas y apropiaciones surgidas desde el propio ámbito rural e indígena.
Palabras clave: región andina, indigenismo, arte moderno, indigeneidad, siglo XX
> abstract
In Latin America, rural and Indigenous art objects have typically been classified as folk art, tourist art, or traditional crafts. From this essentialist perspective, they are presented as repetitive forms of creation, rooted in «primitive» ways of life and incapable of coping with modernity, establishing a marked difference from objects considered «art.» This conception implies the binary rural/urban opposition characteristic of modernist thought. This essay, rather, argues that Indigenous and rural artists, although rarely recognized as such, have actively contributed to the construction of imaginaries of modernity and have elaborated different ideas of contemporaneity. Based on an analysis of indigenist ideas about popular art in Perú in the first half of the twentieth century, the vindication of the peasantry during the Velasco government in the seventies, and the responses and strategies of Indigenous and rural artists themselves, the essay examines how the construction of an idealized vision of the Andes was not only a product of external discourses, but also the result of dynamics and appropriations that arose from the rural and indigenous sphere itself.
Key Words: Andean region, indigenism, modern art, indigeneity, 20th century
La imagen de lo andino: Las artes indígenas y rurales y el cuestionamiento a los imaginarios de la modernidad en el Perú del siglo XX
Andean Indigenous and rural arts and the questioning of the imaginaries of modernity in 20th century Peru
Gabriela GermanáPontificia Universidad Católica del Perú, Perú
En América Latina, las producciones de arte rural e indígena son usualmente clasificadas como arte popular, arte turístico o artesanía tradicional. Suelen ser valoradas, desde una perspectiva esencialista, por su supuesto carácter repetitivo, su arraigo en formas de vida tradicionales y su presunta incapacidad para enfrentar la modernidad. Así se establece una marcada diferencia con aquellos objetos producidos en ámbitos urbanos y considerados como “arte”. Esta concepción implica la oposición binaria entre lo rural lo urbano que, como señalan los sociólogos Jonathan Murdoch y Andy C. Pratt, constituye un impulso modernista característico, según el cual la construcción de un espacio rural fijo y distante fue necesario para definir y consolidar la idea de lo urbano. Sin embargo, lo rural “de hecho es tan ‘moderno’ como lo urbano”.[1] Vinculados de manera dialéctica, ambos ámbitos se han definido mutuamente, otorgándose significado y poder entre sí.
La distinción rural/urbano ha marcado de diferentes maneras el discurso sobre las artes vernaculares en el Perú, y contribuido a la configuración de una imagen idealizada del área andina. En este espacio geográfico, definido por la cordillera de los Andes, coexisten poblaciones que, aunque comparten ciertas características derivadas de procesos históricos similares, exhiben importantes variaciones según contextos locales y condiciones históricas específicas. A inicios del siglo XX, sin embargo, el discurso de los artistas indigenistas, tanto en su producción plástica como en su relación con las artes indígenas y rurales, tendió a representar este espacio como un territorio homogéneo, ahistórico y desvinculado de los procesos de modernización. Mirko Lauer sostiene que estos artistas crearon una imagen homogénea de “lo indígena” como contraposición al proyecto moderno criollo y burgués, atribuyéndole valores de tradición, arraigo y comunión con la naturaleza, en contraste con un Occidente asociado exclusivamente al desarrollo.[2] Esta representación estereotipada ha persistido, con diversas modulaciones, hasta el presente.[3]
Desde un enfoque descolonial y a partir del concepto de “modernidades alternativas”,[4] este ensayo examina, por un lado, las ideas de los artistas indigenistas sobre el arte popular en el Perú en la primera mitad del siglo XX y las reivindicaciones del campesinado impulsadas por el gobierno velasquista en los setentas, pero también las respuestas y estrategias desarrolladas por los propios artistas indígenas y rurales. A través del estudio de la producción de objetos como los “retablos”, los “mates burilados”, los “toros de Pucará” y las “tablas de Sarhua”, se analiza cómo estos artistas no solo mantienen prácticas de larga data, sino que también las transforman y adaptan en diálogo con los nuevos contextos sociopolíticos en los que participan activamente. Al explorar estas manifestaciones, el ensayo destaca cómo los artistas vernaculares desafían la oposición dicotómica entre lo rural y lo urbano, así como los límites impuestos entre “arte” y “artesanía”. Además, evidencia cómo, aunque rara vez se les reconoce como tales, estos artistas han participado en la construcción de los imaginarios de la modernidad y han desarrollado distintas nociones de contemporaneidad. Lejos de representar vestigios de un pasado inmutable, estas producciones artísticas emergen como espacios de negociación y creación que cuestionan y amplían las concepciones hegemónicas de la modernidad.
La construcción de la arcadia andina: el imaginario moderno de lo rural
En la primera mitad del siglo XX, artistas indigenistas de formación académica y radicados en la ciudad de Lima, como José Sabogal, Alicia Bustamante y Enrique Camino Brent, recorrieron distintas ciudades y pueblos del Perú —especialmente del centro y sur andino— investigando las expresiones de la plástica vernácula y estableciendo los primeros contactos con sus productores. En la década de 1920, por ejemplo, Sabogal viajó a Junín donde conoció al burilador de mates Mariano Inés Flores; en la década de 1930, Bustamante y Camino Brent realizaron distintos viajes a Pucará, un pueblo de ceramistas en la región de Puno; y en la década de 1940, durante una visita a Ayacucho, Bustamante entabló contacto con el imaginero Joaquín López Antay. Como resultado de estas exploraciones, Sabogal escribió algunos de los primeros textos dedicados a manifestaciones como los mates burilados, los retablos o los toros de Pucará.[5] Alicia Bustamante, por su parte, inició una de las colecciones más significativas de arte popular, que exhibió en la Peña Pancho Fierro en Lima;[6] mientras que Enrique Camino Brent ofreció conferencias sobre temas como la cerámica de Pucará y las artes populares de Ayacucho.[7]
Los artistas indigenistas desarrollaron su trabajo e ideas durante la primera mitad del siglo XX, en el contexto de los movimientos nacionalistas en América Latina que buscaban la reivindicación de la población originaria como un componente fundamental de la nación.[8] En sus obras representaron principalmente a sujetos indígenas. Sin embargo, como han señalado Luis Eduardo Wuffarden y Natalia Majluf, su producción plástica no tuvo como objetivo representar las condiciones sociales de estas personas —es decir, no adoptó un carácter documental ni descriptivo—. Su objetivo fue más bien construir una imagen alegórica y emblemática del indígena, reivindicándolo simbólicamente dentro del imaginario nacional, del que previamente había sido excluido. En consecuencia, las figuras de hombres y mujeres de comunidades campesinas andinas aparecen como cuerpos inmóviles, anónimos y frontales, condensando una noción racial y cultural de peruanidad.[9]
Un aspecto central en el pensamiento indigenista desde la década de 1930 fue el concepto de “mestizaje”, entendido como la base cultural de la identidad nacional. Desde esta perspectiva, los indigenistas peruanos propusieron que dicha identidad era el resultado de la fusión de elementos andinos prehispánicos y españoles, encarnada principalmente en la figura del indígena contemporáneo. En el caso de los artistas, esta perspectiva se manifestó tanto en sus obras —que incluían constantes referencias a esta síntesis— como en la revalorización del arte vernáculo, concebido como la expresión más acabada de esa integración cultural.[10]
En muchos de los objetos indígenas y rurales que llamaron la atención de los indigenistas, en efecto, es posible rastrear sus orígenes en el pasado prehispánico, así como la influencia de las artes europeas —los mates burilados son un buen ejemplo de ello—. Sin embargo, las formas que encontraron los indigenistas en sus viajes surgieron en el siglo XIX, cuando la autonomía que obtuvieron la burguesía rural y la clase campesina tras la independencia permitió el desarrollo de un universo estético propio que adaptó formas del arte colonial oficial a las necesidades locales.[11] Los mates burilados elaborados por artistas del Bajo Mantaro para las burguesías regionales y las clases campesinas acomodadas, por ejemplo, fueron cambiando sus escenas galantes por representaciones de festividades en las ciudades de la región y temas históricos importantes en la zona (Fig. 1). Los Cajones de San Marcos, por su parte, reconfiguraron las pinturas religiosas y las capillas de santero coloniales para presentar santos patronos del ganado y escenas festivas campesinas para ser utilizados por los campesinos como elementos propiciadores en la fiesta de la herranza (Fig. 2).
Los artistas indigenistas, sin embargo, más que comprender las complejas dinámicas y los usos que estos objetos tenían para los pobladores que los producían y usaban, los interpretaron principalmente como creaciones estéticas y como símbolos de “lo nacional”. Formados en la academia y bajo una mirada modernista, reubicaron el lenguaje visual de los creadores rurales dentro del sistema artístico, pero no en el ámbito de las bellas artes, sino como “arte popular”. El principal problema es que, según estas categorías construidas, mientras que el llamado “arte” era considerado moderno, innovador, altamente conceptual y producido bajo métodos críticos y técnicas revolucionarias, el “arte popular” se percibía como una práctica de larga data, repetitiva, y que requería solo habilidades manuales. Estas características se relacionaban con la perspectiva que tenían del mundo andino.
El interés de Sabogal por los mates, lo llevó, a fines de la década de 1920, a tomar algunos de esos diseños —en particular, escenas de músicos y danzantes— para realizar xilografías con las que ilustró las carátulas de varios números de la revista Amauta (Fig. 3) y también el afiche de su exposición en la Asociación Amigos del Arte en Buenos Aires en 1928.[12] Además, escribió algunos textos pioneros como “Los mates y el yaraví” y “Mariano Florez, artista burilador de ‘mates’ peruanos”. Sin embargo, bajo una mirada esencialista —como hace notar María Eugenia Yllia— en el primero de los textos abunda en adjetivos como “ingenuidad” o “sencillez” para caracterizar la labor de los buriladores;[13] y en el segundo, menciona que Florez “se mantuvo puro, simple, y será dentro del arte peruano uno de nuestros mejores ‘Primitivos’”. [14]
Por su parte, Alicia Bustamante, después del viaje que realizó a Pucará en la década de 1930, escribió el único texto que se conoce de su autoría: “El valor artístico, pedagógico y turístico de la cerámica indígena de Pucará”. Allí distingue entre las «fábricas modernas» (propiedad de residentes cultos de Cusco o Puno) y los “pequeños hornos” de los indígenas, a los que considera los verdaderos guardianes de la tradición local. En el texto, menciona: “Es en las chozas de los ceramistas indígenas… donde se encuentra la verdadera obra de arte: toda la fauna de la Puna, copiada con una maravillosa intuición de arte puro, sin malas ideas ni prejuicios, es un desbordamiento límpido de emoción artística”.[15] En 1943, en su segundo viaje a Ayacucho, preocupada por la inminente desaparición de los cajones San Marcos, Bustamante le sugirió al imaginero Joaquín López Antay que representara, bajo el mismo formato y técnicas, nuevas escenas de las costumbres y tradiciones ayacuchanas. López Antay adoptó la sugerencia con gran creatividad y produjo piezas que desde entonces fueron conocidas como “retablos” (Fig. 4). Las nuevas creaciones tuvieron un gran éxito y muchos imagineros ayacuchanos empezaron a producirlos también. José Sabogal, en un texto sobre los Retablos de 1945, menciona que en ellos se representa “cuanta escena lugareña se le ocurre al festivo artista, que se siente que goza como un niño al producir estas encantadoras piezas”.[16] Esta oposición entre lo indígena y lo moderno, lo puro y lo contaminado, lo sencillo y lo complejo, refleja una perspectiva modernista que idealiza al “otro rural”.
Tanto en sus pinturas como en sus discursos sobre las artes rurales, los indigenistas omitieron con frecuencia las transformaciones sociales y económicas que atravesaban las comunidades rurales, así como los problemas y reclamos que tenían lugar en los contextos campesinos. Desde principios del siglo XX, los proyectos de modernización liderados por las élites urbanas, bajo la narrativa de la modernidad del crecimiento y progreso económico, cambiaron las sociedades rurales. Pero, además, en muchos casos, los propios habitantes rurales, convencidos de que la modernización era una forma de resolver sus problemas, demandaron proyectos modernizadores para sus comunidades.[17] Asimismo, se produjeron varias revueltas y levantamientos indígenas, principalmente en respuesta a la explotación laboral, la pérdida de tierras y la falta de reconocimiento de sus derechos.[18] Los indigenistas, por el contrario, contribuyeron a establecer una imagen de lo andino como un lugar libre de conflictos, por completo alejado de lo urbano e “incontaminado” por los efectos nocivos de la modernidad y la industrialización, a pesar de que sus efectos eran claramente visibles para ese entonces.[19]
Durante las décadas de 1950 y 1960, el “arte popular” ganó creciente popularidad, impulsado por la aparición de nuevos coleccionistas y por la actividad de empresas dedicadas a la comercialización de artesanías. Retablos, mates burilados, toros de Pucará, entre otras creaciones, comenzaron a ser adquiridas por públicos de clase media y alta, tanto en el Perú como en el extranjero. Este fenómeno coincidió con el auge del turismo y con el interés del Estado peruano por promover el arte popular a nivel nacional e internacional, a través de entidades como Artesanías del Perú (ADEPSA) y la Empresa Peruana de Promoción Artesanal (EPPAPERÚ). La representación de escenas rurales, la fabricación manual de las piezas y el uso predominante de materiales naturales contribuyeron a construir un producto atractivo para sectores urbanos y turistas extranjeros, que buscaban consumir aquello que no encontraban en sus sociedades industrializadas. Así, se consolidó entre un público más amplio la imagen romantizada del mundo andino y del sujeto indígena, percibido como un “otro” radicalmente distinto y en un ámbito rural separado de las urbes y de la modernidad.
Los creadores indígenas, por su parte, empezaron a producir versiones cada vez más estilizadas de sus obras, desvinculándolas de las prácticas rurales que las originaron. Las transformaciones generaron preocupación entre artistas e intelectuales influenciados por el pensamiento indigenista, quienes las percibían como una amenaza a la autenticidad del arte popular: Enrique Camino Brent, en su curso de Introducción al Arte en la Universidad de Huamanga de 1958, señaló un “descenso de la calidad artística del toro de Pucará”; y un año después, el crítico Edgardo Pérez Luna denunció que la alfarería de Pucará estaba “amenazada de muerte”.[20] Asimismo, en 1964, la revista Caretas publicó un artículo titulado “La degeneración del toro de Pucará”, con comentarios de destacados especialistas como José María Arguedas, Alicia Bustamante, John Davies y Reynaldo Zamora, quienes, si bien reconocían la necesidad de la adaptación ante los cambios sociales, coincidían en advertir una pérdida de pureza y autenticidad en respuesta a las demandas del consumidor urbano. Subyacía en estas críticas la idea de que, al transformarse, lo indígena se desvirtuaba, perdiendo su valor como depositario de una tradición inmutable.
¿Fue esta una construcción realizada solo desde las élites y los sectores culturales urbanos? ¿Cuál fue agencia de los propios artistas y cómo se ubicaron frente a estas construcciones y demandas? Dos ejemplos son ilustrativos de la participación activa de los propios productores rurales en este proceso. Mientras en la primera mitad del siglo XX los mates burilados dejaban de producirse, en la zona de Ayacucho-Huancavelica, muchos buriladores comenzaron a vender sus objetos en la gran feria dominical de la ciudad de Huancayo, en la Sierra Central y poco a poco fueron estableciendo sus talleres en el pueblo de Cochas. Empezaron entonces a generar una nueva variante de los mates burilados que respondía a su nuevo contexto marcado por una fuerte economía campesina. En esta nueva versión lo que predominan son los temas agrarios, incluyendo escenas de siembra y cosecha, actividades rituales relacionadas al ciclo agrario, fiestas y bailes de la región (Fig. 5).[21] Los cajones San Marcos, por su parte, dejaron de producirse, pero gracias a la sugerencia de Alicia Bustamante, los imagineros ayacuchanos iniciaron una producción de retablos con escenas agrícolas campesinas de siembra y cosecha, escenas citadinas de procesiones y otras costumbres ayacuchanas, bailes y músicos, talleres artesanales, entre muchas otras (Fig. 6).[22] No hay tampoco en estas artes ninguna indicación de conflictos sociales y muy pocas referencias a los cambios producto de la modernización industrial.
Si bien las ideas de los indigenistas y las presiones del mercado influyeron en la selección de temas que caracterizaron a muchas artes de orígenes rurales a lo largo del siglo XX, otros factores también determinaron las decisiones tomadas por los artistas. Ruth B. Phillips y Christopher B. Steiner destacan cómo, a través de la selección de determinadas piezas y temas para el arte turístico, muchos grupos indígenas han logrado consolidar una identidad étnica resquebrajada por el colonialismo. Este tipo de arte, argumentan los autores, refleja la capacidad de las comunidades para adaptarse y negociar su identidad cultural en respuesta a los cambios y las demandas externas.[23] Las escenas idealizadas de estos objetos, por lo tanto, buscan mostrar al público foráneo lo que consideran representa mejor a sus comunidades y, al mismo tiempo, les permite mantener una identidad grupal.
La construcción moderna de un mundo rural idílico no fue un proyecto unidireccional impuesto desde las grandes ciudades o las élites intelectuales, sino el resultado de un diálogo complejo y bidireccional. Mientras los movimientos indigenistas y las élites urbanas buscaban revalorizar las culturas andinas como parte de un proyecto de identidad nacional y al mismo tiempo crear un mundo alejado de la modernidad, los artistas rurales adoptaron y adaptaron las representaciones idílicas para fortalecer sus economías locales y mantener sus prácticas culturales. Al hacerlo, estos productores participaron de forma activa en la construcción y circulación de imágenes del mundo andino, negociando constantemente entre las demandas externas y sus propias experiencias e identidades.
Entre el campesino politizado y el mundo andino idealizado
Durante la década de 1970, la supuesta separación entre lo urbano/moderno y lo rural, se volvió más porosa. La subida al poder del gobierno militar del general Juan Velasco Alvarado (1968-1975), caracterizado por una aspiración progresista y una fuerte revaloración oficial de la imagen del campesino y de sus formas de vida, llevó a importantes cambios en el mundo del arte. El gobierno de Velasco, en efecto, buscó eliminar la distinción entre arte y artesanía a través de festivales como Contacta e Inkari, en los que participaban artistas provenientes de diferentes contextos y disciplinas,[24] o el otorgamiento del Premio Nacional de Cultura en el área de Arte al retablista ayacuchano Joaquín López Antay.[25] A pesar de estos esfuerzos y de una perspectiva que otorgaba mayor agencia a los campesinos como participantes del cambio social, la visión de lo rural y campesino como un mundo idealizado no se desmanteló por completo.
Las artes gráficas fueron fomentadas por este gobierno para divulgar a nivel nacional sus políticas y reformas. A través de carteles, pancartas, anuncios en periódicos, revistas y otros materiales gráficos, se difundieron discursos sobre las transformaciones sociales, políticas, económicas y culturales impulsadas por el gobierno. La gráfica fluctuaba entre dos estilos predominantes. Uno de ellos adaptó las características visuales del Op y el Pop y fue desarrollado principalmente por el artista José Ruiz Durand en sus conocidos afiches sobre la Reforma Agraria y en el diseño de revistas como Educación (Fig. 7). Colores brillantes y contrastantes y solarizaciones son usados para representar imágenes de campesinos empoderados participando de la revolución o atendiendo a escuelas rurales. Al capitalizar la vitalidad del arte Pop y Op, estos diseños apelan a lo que Anna Cant denomina “modernidad inclusiva”, es decir, al potencial de la modernización del campo, resaltando la imagen del campesino politizado.[26] El otro estilo, usado sobre todo en la gráfica de revistas, estaba inspirado en los mates burilados, cuyos diseños lineales se adaptaban perfectamente a las técnicas gráficas, y representaba las típicas escenas de la vida en el campo (Figs. 8-9). Ambos estilos reflejan las tensiones del discurso velasquista, que oscilaba entre la promoción de una modernidad en la que la población indígena participara activamente y la exaltación de un mundo rural andino incontaminado e ideal.
A los diseños inspirados en los mates burilados se pueden añadir los de las publicaciones infantiles. Libros de lectura como Amigo (1973) y Paseo (1975) (Fig. 10) editados por el Ministerio de Educación, y los suplementos infantiles de los diarios La Prensa y Visión, como “Urpi” (1975) y “Visión Futuro” (1985) (Fig. 11), fueron ilustrados por artistas como Charo Núñez, Nobuko Tadokoro, Gredna Landolt, José Respaldiza, José Huerto y Lorenzo Osores, con un lenguaje visual inspirado en formas de arte rural para producir un estilo de ilustración infantil “peruana”. Charo Núñez, por ejemplo, basó sus dibujos en los diseños lineales y planos y en las escenas organizadas de manera narrativa de los mates burilados, y adoptó los colores brillantes de los textiles elaborados en la región de Junín, en los Andes centrales.[27] Aunque dirigidas a un público infantil, estas imágenes circularon ampliamente y contribuyeron a reforzar la asociación entre arte rural y arte para niños, así como a consolidar una imagen idílica del mundo andino.
Los artistas indígenas, por su parte, ya insertos en el mercado del “arte popular” a nivel nacional e internacional, continuaban representando escenas rurales sin referencias a conflictos o a su relación con el capitalismo industrial. Un caso significativo en esta época es el de las Tablas de Sarhua. Éstas son largos tablones de madera realizados con motivo de la construcción de una casa en la comunidad rural de Sarhua, Ayacucho. Pintadas con representaciones de los familiares cercanos de los dueños de la casa, se colocan en el interior del techo como símbolo de protección y como recordatorio de los lazos de ayuda mutua entre los miembros de la comunidad. Su aparición en Lima no está relacionada a los indigenistas, sino a la iniciativa de dos migrantes sarhuinos en esta ciudad: en 1973, Primitivo Evanán Poma y Víctor Yucra Felices,empezaron a elaborar versiones adaptadas de estos objetos para el público urbano. Las nuevas tablas, ahora de formato cuadrangular al modo de los cuadros de tradición occidental, representaban escenas narrativas de la vida en Sarhua (Fig. 12). En 1982, Evanán, junto con otros sarhuinos y sarhuinas, fundó la Asociación de Artistas Populares de Sarhua (ADAPS), en donde continuaron desarrollando el nuevo estilo y conformado un corpus de imágenes que incluye mitos y leyendas, rituales, danzas, labores agrícolas y ganaderas, labores comunales, entre otros temas de la vida rural sarhuina.[28]
El estilo de las nuevas tablas proviene de la experiencia que tenían algunos de los pintores en la confección de los antiguos tablones, pero también —aunque se trata de un aspecto aún poco explorado— de la formación artística que muchos de ellos recibieron en el colegio.[29] La historiadora del arte María Eugenia Yllia señala cómo, a través de las escuelas rurales en el Perú y del uso de libros y otros materiales impresos basados en sistemas educativos occidentales, diversos grupos indígenas han adoptado y reconfigurado la retórica visual occidental —incluidos sus esquemas compositivos e imaginarios— para formular nuevos lenguajes visuales.[30] Cuando Víctor Yucra y Primitivo Evanán produjeron las primeras Tablas en Lima, Evanán trabajaba como vigilante en una escuela. Por las noches, ambos usaban un espacio del colegio para pintar y, en algunas ocasiones, revisaban los dibujos de los libros escolares con el fin de lograr, según sus propias palabras, un acabado más elaborado que el de las antiguas tablas.[31] Julián Ramos, quien empezó a trabajar con Evanán y Yucra en 1978, afirma que fue el primero de los pintores en agregar fondos a las escenas y en desarrollar un tratamiento más sofisticado del color, conocimientos que había aprendido en el curso de arte de su colegio.[32] Lejos de representar una pérdida de autenticidad, estas transformaciones pueden entenderse como parte de procesos vinculados a las “modernidades alternativas”, en los que los artistas indígenas combinan las estéticas modernas que les fueron impuestas con tradiciones locales, produciendo así formas de expresión distintas, pero igualmente válidas.
A pesar de ser un arte producido para el mercado urbano bajo la influencia de estéticas modernas occidentales, por sus escenas rurales y la procedencia de sus productores, las nuevas tablas de Sarhua fueron clasificadas como “arte popular” y por lo tanto consideradas como una práctica repetitiva arraigada en formas de vida tradicionales y con una supuesta incapacidad para enfrentar la modernidad. Los pintores sarhuinos decidieron de alguna forma reforzar esta idea. Si bien en Sarhua había significativas disputas personales y comunales irresueltas, las pinturas muestran por lo general a la comunidad como un lugar rural ideal en el que naturaleza y cultura coexisten en perfecta armonía.[33] Además, en la década de los setenta ya se encontraban elementos como medicinas, pilas, prendas de vestir manufacturadas comercialmente y techos de calaminas o instituciones como la escuela y la municipalidad, pero las pinturas tampoco hacen referencia a ellos.[34] Es evidente que hay un intento de presentar a Sarhua desde una mirada en la que el campo no está relacionados con lo urbano-industrial.
Esta decisión se debió, por un lado, a la necesidad de adaptarse al mercado urbano del arte popular. Planteo, además, que estuvo motivada por un sentimiento de nostalgia hacia al pasado y la vida en Sarhua, que los pintores habían tenido que dejar atrás debido a la migración a Lima. David Lowenthal señala que los retornos nostálgicos al pasado pueden ser una manera de escapar del peso y de las aflicciones del presente: el apego a lugares familiares puede amortiguar la agitación social y la nostalgia puede reafirmar identidades dañadas.[35] En efecto, mientras realizaban las nuevas pinturas en las décadas de los setenta y ochenta, la comunidad sarhuina atravesaba profundos trastornos políticos, sociales y culturales. En Sarhua se sentían los estragos de la crisis económica, la violencia de la guerra interna y el abandono estatal, mientras que en Lima los migrantes enfrentaban la discriminación, la falta de trabajo y una profunda incertidumbre. La idealización del pasado y su representación nostálgica en las tablas habría ayudado a los sarhuinos a sobrellevar las dificultades del presente. Esta misma nostalgia contribuyó a que las pinturas se convirtieran en uno de los símbolos culturales más importantes de la identidad sarhuina en Lima.[36]
Durante el gobierno velasquista, las prácticas artísticas se transformaron en diálogo con las políticas estatales y los cambios sociales. Aunque hay, por un lado, un intento de mostrar al campesino como un sujeto con agencio política, muchas expresiones visuales continuaron reforzaron una imagen estereotipada de lo andino. Esta imagen no sólo fue consolidada por el gobierno y sus agentes, también evidencian las estrategias de los propios artistas para negociar su identidad y proyectar nuevas narrativas en un contexto cambiante y en conflicto.
Coda: del pasado ideal a la confrontación de un presente complejo
De manera habitual, la producción estética rural e indígena de los Andes ha sido estudiada como la continuación de una antigua e ininterrumpida tradición. Ha prevalecido una tendencia a encontrar vínculos entre estos objetos y el pasado prehispánico, más que en cómo ellos reflejan el contexto social cambiante y las decisiones particulares y la agencia de sus creadores. Más que una tradición andina inmutable, los retablos ayacuchanos, los mates burilados, los toros de Pucará, las Tablas de Sarhua y muchas otras manifestaciones de las artes rurales producidas a lo largo del siglo XX —con sus referencias al mundo y saberes de larga data las comunidades en las que han sido producidos— forman parte de la modernidad artística en el Perú. Los creadores de estas artes participaron activamente, junto a artistas e intelectuales, en la construcción de una perspectiva idealizada del mundo andino. Mientras que estos últimos buscaban articular una idea de modernidad desligada de lo rural, los artistas indígenas procuraban insertarse en el mercado y, al mismo tiempo, definir a través de sus obras una identidad en conflicto.
Esta visión estereotipada, no obstante, comienza a desmoronarse en la década de 1980. Confrontados con una serie de problemas políticos, sociales y económicos, serán los mismos artistas provenientes de las tradiciones regionales y rurales quienes empiecen a ofrecer una imagen más crítica de sus comunidades de origen. Si bien continúan representando las escenas rurales, ya no se trata solo de evocar un pasado idealizado, sino también de confrontarlo con el complejo presente. Como señala Mirko Lauer, a partir de un estudio de María Angélica Salas, durante los años ochenta comienzan a aparecer mates como “La realidad del Perú” de Agustín Poma o “El club de madres” de Angélica Canchumani, en los que se articulan discursos sobre la realidad local en relación con problemáticas nacionales, ofreciendo “nuevas versiones de la realidad campesina de la zona”.[37]
Un ejemplo significativo de este cambio es la aparición, a fines de 1979, de la revista Minka en la ciudad de Huancayo. Especializada en temas agrarios y dirigida a campesinos y pobladores rurales, la revista contó con la colaboración de artistas como Josué Sánchez, Jesús Lindo y Emilio Mantari; los profesores de colegio Eduardo Inga y Jesús Raymundo; el bordador y músico Mario Villalba; y los buriladores de mates Agustín Poma and Angélica Canchumani, todos originarios de la región de Junín. Estos creadores, inspirados tanto en su formación académica como en los diseños de los mates burilados, introdujeron una nueva iconografía (Fig. 13).[38] Según Lauer, los temas gráficos de Minka —en particular aquellos que representan el trabajo y la producción—retoman una tradición presente en los mates, pero revelan dimensiones antes invisibilizadas del mundo campesino, al incorporar la tecnología como parte de la integración entre el ser humano y la naturaleza, cuestionando así la oposición tradicional entre ambos.[39]
De manera similar, a medidos de la década de 1980, los pintores sarhuinos en Lima empezaron a abordar nuevos temas que reflejaban las dificultades que enfrentaba su comunidad en ese momento. Pinturas como Q’ala vanidoso (1985) o Uma Muyoy (1986) critican la migración de los sarhuinos a las ciudades y la incursión de forasteros en Sarhua, evidenciando las tensiones y transformaciones sociales derivadas de estos procesos. Asimismo, el estallido de la guerra interna y la agudización del fenómeno de la migración en las décadas de 1980 y 1990, intensificaron este giro hacia la representación de experiencias más críticas y dolorosas. Los pintores de Sarhua y otros artistas ayacuchanos como los retablistas Florentino Jiménez, Nicario Jiménez, Edilberto Jiménez y Teodoro Ramírez, crearon obras que abordaban de manera explícita estos conflictos, documentando las violencias y los cambios sociales que afectaron profundamente a muchas comunidades andinas (Figs. 14-15).
Por último, gracias a la acción de estos artistas, los grandes problemas que aquejaban a las diversas zonas de los Andes se hacen visibles. Aunque la idea de una arcadia rural, pura e incontaminada por el mundo urbano, persiste con fuerza en el imaginario colectivo, cada vez más artistas de esta región confrontan esta visión. A través de representaciones de conflictos sociales, cuestiones personales, temáticas de género y preocupaciones ecológicas, estos creadores van revelando las complejidades y las historias más reales de sus comunidades, desafiando las narrativas simplificadoras e idealizadas del mundo andino.
Notas
[1] Jonathan Murdoch y Andy C. Pratt, “Rural Studies: Modernism, Postmodernism and the ‘Post-rural”, Journal of Rural Studies, n°9 (1993): 415.
[2] Mirko Lauer, Crítica de la artesanía. Plástica y sociedad en los Andes peruano (Lima: DESCO, 1988), 111-113.
[3] Rodrigo Sánchez, por ejemplo, discute cómo la antropología y etnohistoria peruanas de las décadas de 1960 y 1970 tendieron a idealizar a las comunidades campesinas como homogéneas y ancladas en prácticas prehispánicas, ignorando tanto la influencia del capitalismo como las dinámicas internas de conflicto y estrategia, lo que reforzó una visión dualista que las separaba de la sociedad nacional. Rodrigo Sánchez, “La teoría de ‘lo andino’ y el campesinado de hoy”, Allpanchis 14, n°20 (1982): 255-257.
[4] Por “modernidades alternativas” se entiende que, en cada contexto, los elementos impuestos por la modernidad occidental se combinan de manera singular con las dinámicas culturales y políticas locales, y que las personas no solo responden a estos procesos, sino que también son creadoras de su propia modernidad. Véase: Partaa Chatarjee, Our Modernity, (Rotterdam and Dakar: SEPHIS-CODESRIA, 1997); Dilip Parameshwar Gaonkar, “On Alternative Modernities”, Public Culture 11, n°1 (1999): 1–18; Walter Mignolo, “It Is ‘Our’ Modernity: Delinking, Independent Thought, and Decolonial Freedom”, in The Darker Side of Western Modernity: Global Futures, Decolonial Options (Durham: Duke University Press), 118–45.
[5] Entre sus numerosas publicaciones, veáse: José Sabogal, Mates burilados: Arte vernacular peruano, (Lima: Editorial Nova, 1945); José Sabogal, El toro en las artes populares del Perú (Lima: Museo Nacional de la Cultura Peruana, 1949); José Sabogal, Del arte en el Perú y otros ensayos (Lima: Instituto Nacional de Cultura, 1975).
[6] Sobre Alicia Bustamante y la Peña Pancho Fierro, véase: Kelly Carpio y María Eugenia Yllia, “Alicia y Celia Bustamante, la Peña Pancho Fierro y el Arte Popular”, Illapa Mana Tukukuq, n°3 (2006): 45–60.
[7] Enrique Camino Brent, “La cerámica popular en el arte peruano contemporáneo”, conferencia en la Sociedad Cultural Ínsula, manuscrito inédito, Lima (2 de octubre de 1958), 14 pp.; “El arte popular ayacuchano”, curso de Introducción al Arte, Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga, manuscrito inédito, Ayacucho (1958), 9 pp. (Colección especial Enrique Camino Brent, Sistema de Bibliotecas de la Pontificia Universidad Católica del Perú).
[8] Sobre el uso de la indigeneidad en la construcción de las identidades nacionales en América Latina, ver: Rick Lopez, Crafting Mexico: Intellectuals, Artisans, and the State after the Revolution (Durham: Duke University Press), 2010.
[9] Luis Eduardo Wuffarden, “En las fronteras de lo moderno: notas sobre ideas e instituciones artísticas en el Perú del siglo XX”, en Ricardo Kusunoki y Luis Eduardo Wuffarden (eds.), Arte moderno. Colección Museo de Arte de Lima (Lima: MALI, 2014), 13; Natalia Majluf y Luis Eduardo Wuffarden, Sabogal, (Lima: MALI, 2013), 7 y 64.
[10] Sobre el indigenismo peruano y el concepto de mestizaje, ver: Natalia Majluf, “El indigenismo en México y Perú: Hacia una visión comparativa”, en: Gustavo Curiel, Renato González Mello y Juana Gutiérrez, eds., Haces Arte, Historia e Identidad en América: Visiones Comparativas (Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, 1994), 623–625; Fernando Villegas, “El Instituto de Arte Peruano (1931–1973): José Sabogal y el mestizaje en arte”, Illapa Mana Tukukuq, n°3 ( 2006), 21–34.
[11] Pablo Macera, Pintores populares andinos (Lima: Fondo del Libro del Banco de Los Andes, 1979), XXXVII; Francisco Stastny, Las artes populares del Perú (Madrid: Edubanco, 1981), 24.
[12] Majluf y Wuffarden, Sabogal, 72.
[13] María Eugenia Yllia, “El mate mestizo de José Sabogal,” en Kelly Carpio y María Eugenia Yllia, El Fruto Decorado. Mates Burilados del Valle del Mantaro (Lima: Instituto Cultural Peruano Norteamericano / Universidad Ricardo Palma, 2006), 47.
[14] José Sabogal, “Mariano Florez, artista burilador de ‘mates’ peruanos, murió en Huancayo”, Quipus, n° 4-5 (1932): 11.
[15] Alicia Bustamante, “Valor artístico, pedagógico y turístico de la cerámica indígena de Pucará”. Educar, n° 7-8 (abril-mayo de 1941): 63.
[16] José Sabogal, “Arte vernacular peruano: Retablillos de Ayacucho”, en: Del arte en el Perú y otros ensayos, Lima, Instituto Nacional de Cultura, 1975 [1945], p. 116.
[17] Carlos Contreras y Marcos Cueto, Historia del Perú Contemporáneo, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2013, p. 279.
[18] Contreras y Cueto, Historia del Perú…, 252-254.
[19] Majluf y Wuffarden hacen notar este aspecto en relación a la obra de José Sabogal: “… el mundo indígena tradicional que Sabogal retrata permanece detenido en el tiempo. El pintor busca un hilo de continuidad cultural que atraviesa la historia, una esencia que se mantiene invariable y cuyo valor se define, en consecuencia, como resistencia a la modernidad. De hecho, salvo algún cartel comercial en el fondo de un cuadro, un dibujo del perfil industrial de la Oroya, realizado hacia 1931, o algún trabajo de ilustración, es muy difícil encontrar en toda la producción de Sabogal una sola escena que incluya elementos modernos”. Majluf y Wuffarden, Sabogal, 74.
[20] P.L. [Pérez Luna], “¿Desaparecerá un símbolo del Arte Popular Peruano?”, El Comercio, 20 de enero de 1959, 2.
[21] Sobre los mates burilados, ver: María Angélica Salas, Mastes de Cochas. Productores artesanales en la Sierra Central (Lima: Mosca Azul Editores, 1987); Carpio e Yllia, El Fruto Decorado; Mijaíl Mitrovic, Mates burilados y modernización capitalista en el Perú: trayectorias históricas de una forma campesina, tesis de doctorado (Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 2025).
[22] Sobre los retablos ayacuchanos, ver: Pablo Macera, Retablos andinos (Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1981); Mario Razzeto, Don Joaquín: Testimonio de un artista popular andino (Lima: IADAP, 1982); María Eugenia Ulfe, Cajones de la memoria. La historia reciente del Perú a través de los retablos andinos (Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 2011).
[23] Ruth B. Phillips y Christopher B. Steiner, “Art, Authenticity, and the Baggage of Cultural Encounter”, en Unpacking Culture: Art and Commodity in Colonial and Postcolonial Worlds, ed. Ruth B. Phillips y Christopher B. Steiner (Oakland, CA: University of California Press, 1999), 3-19.
[24] Sobre los festivales, ver: Christabelle Roca-Rey, “‘Contacta’ e ‘Inkari’: festivales de arte revolucionarios” [manuscrito no publicado, 2021].
[25] En 1975 el Instituto Nacional de Cultura otorgó el Premio Nacional de Cultura en el área de arte al retablista Joaquín López Antay, generando una fuerte controversia entre quienes valoraban su obra como arte y quienes la consideraban solo artesanía. El jurado argumentó que en el Perú coexistían un “arte elevado” de tradición europea y un “arte popular” mestizo e indígena, reflejo de divisiones sociales, y que el premio buscaba cuestionar esa jerarquía y reconocer la creatividad de los pueblos indígenas y validar sus formas culturales. Sobre el premio y la polémica que generó, ver: Alfonso Castrillón, “¿Arte popular o artesanía?”, Historia y Cultura, n°10 (1976-1977): 15-21; “López Antay: significación actual», U-tópicos: Entornoalovisual 1, n°. 1 (1982): 6-7. “Tópicos sobre arte popular: 40 años del premio a López Antay”, Illapa Mana Tukukuq, n°12 (2015): 13-24.
[26] Anna Cant, “‘Land for Those Who Work It’: A Visual Analysis of Agrarian Reform Posters in Velasco’s Peru”, Journal of Latin American Studies 44, n° 1 (2012), 19.
[27] Charo Núñez, entrevista por la autora, 4 de octubre de 2017.
[28] Sobre las Tablas de Sarhua, ver: Primitivo Evanán Poma y José Sabogal Wiesse, “Qellqay en Sarhua de la provincia de Víctor Fajardo”, Boletín de Lima, n°19 (1982), 36-44; Josefa Nolte Maldonado, Quellcay: arte y vida de Sarhua (Lima: Terra Nuova, 1991).
[29] Esta idea fue desarrollada con mayor profundidad en mi tesis doctoral, donde analizo la influencia de la formación escolar en el desarrollo visual de las nuevas tablas de Sarhua. Gabriela Germaná Roquez, Indigenous Aesthetics in the Context of Contemporary Peruvian Art. Tesis de doctorado, (Tallahassee, FL: Florida State University, 2021), 110-114.
[30] María Eugenia Yllia, “De la maloca a la galería: La pintura sobre llanchama de los boras y huitotos de la Amazonía peruana”, Illapa Mana Tukukuq, n°6 (2009): 98–99.
[31] Primitivo Evanán Poma, entrevista por la autora, 26 de diciembre de 2017.
[32] Julián Ramos, entrevista por la autora, 21 de octubre de 2017.
[33] Olga González ha demostrado cómo las disputas entre sarhuinos antes y durante el conflicto armado en la década de los ochenta dividieron a la comunidad y provocaron terribles actos de violencia. Olga González, Unveiling Secrets of War in the Peruvian Andes (Chicago: University of Chicago Press, 2011), 11, 41-42.
[34] Josefa Nolte, quien indica haber visitado Sarhua en 1979, señala que en la tienda a la salida del pueblo “se puede adquirir fósforos, aspirinas, pilas y trago”; Maldonado, Quellcay. Arte y vida de Sarhua, 43.
[35] David Lowenthal, The Past is a Foreign Country (Cambridge: Cambridge University Press, 1985), 13.
[36] Sobre este tema, ver: Gabriela Germaná Roquez, “‘Hemos hecho estas tablas para hacer conocer a Sarhua’: reelaboraciones visuales y resignificaciones identitarias en las tablas de Sarhua en Lima (Perú)”, en: Ana Cielo Quiñones Aguilar ed., Mundos de creación de los pueblos indígenas de América Latina (Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2020), 243-272.
[37] Mirko Lauer, “Minka, Un salto en la plástica andina”, Nueva Sociedad, n° 116 (1991): 133.
[38] Lauer, “Minka, Un salto en la plástica andina”, 130.
[39] Lauer, “Minka, Un salto en la plástica andina”, 134.