Jean Eustache: el arte del cartógrafo. Una antropología cinematográfica de los años 70

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> autores

David Oubiña

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(Buenos Aires, 1964) se doctoró en Letras en la Universidad de Buenos Aires. Ha sido profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de esa universidad, Visiting Scholar en la University of London y Visiting Professor en la University of Bergen, en New York University y en la University of Berkeley. En la actualidad dicta clases en la Universidad del Cine y en New York University in Buenos Aires. Es investigador del CONICET y del Instituto de Literatura Hispanoamericana de la UBA. Fue colaborador regular de las revistas Punto de vistaEl amante y Babel, entre otras. Actualmente integra el consejo de dirección de Las ranas (artes, ensayo y traducción) y el comité editorial de Cahiers du cinéma (España). Fue becario de la Fulbright Commission, el British Council, la Fundación Antorchas y el Fondo Nacional de las Artes. En 2006 recibió la beca Guggenheim. Sus últimos libros son: Filmología. Ensayos con el cine (2000, Primer premio de ensayo del Fondo Nacional de las Artes); El cine de Hugo Santiago (2002); Jean-Luc Godard: el pensamiento del cine (2003); Estudio crítico sobre La ciénaga, de Lucrecia Martel (2007) y Una juguetería filosófica. Cine, cronofotografía y arte digital (2009).





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> como citar este artículo

David Oubiña; «Jean Eustache: el arte del cartógrafo Una antropología cinematográfica de los años 70». En Caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA). N° 1 | Año 2012 en línea desde el 4 julio 2012.

> resumen

Como pocos cineastas, Jean Eustache encarna la década del 70. Su obra depende hasta tal punto de un determinado contexto cultural y político que sólo existe por y para él. En este sentido, sus films pueden verse como una disección precisa y lúcida de toda una época. Surgida en la estela de los nuevos cines de los años 60, la obra de Eustache señala el fin de la nouvelle vague. O acaso es una forma melancólica de reconocer que los nuevos cines no habían sido un comienzo sino un final.

> abstract

Jean Eustache is one of the most notable inheritors of the nouvelle vague. In this regard, he can be considered as an emblematic filmmaker of the 70s. But, usually, emblematic artists are those who manage to condense the outstanding questions of a specific moment: those who translate their context in a reliable and unsurpassable way, up to the extent that they behave as an interpretive key of History. The case of Eustache, however, is a singular one because his films head in the opposite direction: his work depends entirely on the zeitgeist of post-68 where it dwells. Its richness doesn’t lie in the power to represent an era but in the weakness to exist beyond a specific historical situation. If -as Daney put it- La Maman et la putain is «the most beautiful French film of the decade», it is not the result of the filmmaker’s elaboration of his era but of the passionate way in which he accepts to be inhabited by her.

Jean Eustache: el arte del cartógrafo. Una antropología cinematográfica de los años 70

I[1]

«Has vuelto a vivir sin que te oprima la angustia», le dice el protagonista de La Maman et la putain (1973) a su ex novia, que lo ha dejado por otro. «Estás tranquila. Crees que te rehaces cuando lo cierto es que te habitúas a la mediocridad. Con cada crisis, hay que olvidarlo todo rápidamente, ¿no? Hay que borrarlo todo. Como Francia después de la Ocupación, como Francia después de mayo del 68. Tú te rehaces como Francia después de mayo. Mi amor, ¿te acuerdas?» La Maman et la putain es la película más deslumbrante que se haya realizado sobre el ocaso de los ideales prometidos por la revuelta del 68. Retrato amoroso pero no autocomplaciente de ese episodio en que el mundo pareció hallarse a la vera de una transformación radical, la obra de Jean Eustache conserva intacta su taciturna belleza. Hubo que esperar mucho tiempo para encontrar, en otro film fascinante e imprescindible como Les Amants réguliers (2005), la misma intensidad y la misma lucidez. Pero a diferencia de la película de Philippe Garrel, la de Eustache tiene la particularidad de haber sido realizada casi sin distancia con respecto a los acontecimientos. Es verdad que las grandes películas poseen la capacidad de sintonizar íntimamente con el espíritu de su época; pero hay algunas que se vuelven clásicos porque, a medida que transcurre el tiempo, ese anclaje en el presente de su realización se desdibuja y se abstrae hasta que adquiere un aspecto atemporal. Vista treinta y cinco años después de su estreno, La Maman et la putain, en cambio, ha profundizado cada vez más su vínculo indisoluble con el zeitgeist post-68. No es, entonces, por su carácter atemporal que mantiene la vitalidad y la arrogancia sino, paradójicamente, por su absoluta inactualidad.

Debido a esa obstinación por mantenerse rigurosamente ligado a su época, es probable que Eustache no logre incorporarse al Olimpo de los grandes directores de la historia del cine; pero su obra permanecerá, demanera indudable, como un documento clave sobre la década de 1970. ¿En qué medida es posible olvidar la imagen de cineasta maldito que la crítica y el propio Eustache promovieron: el dandy esquivo y reticente, encerrado en sí mismo; el artista extremo, intransigente, montaraz; el suicida en potencia, melancólico e incomprendido, que sólo vive y muere por su arte? Todo esto forma parte de una obra que se inscribe fácilmente dentro de esa tradición tan francesa del romanticismo y la bohemia, junto a Rimbaud, Verlaine o Baudelaire. Pero hay otro aspecto del cine de Eustache, igualmente central aunque menos vistoso, que tiende a desdibujarse detrás de la imagen del maldito: allí el cine emerge como una tarea de antropología cultural. Desde esa perspectiva, La Maman et la putain puede verse como un gran estudio etnológico sobre ciertos sectores de la comunidad parisina luego del 68: «De la misma manera que Flaubert da a leer un itinerario individual y un tableau de toda una época, La Maman et la putain es a la vez un primer plano sobre tres individuos, un plano medio sobre una microsociedad y un plano general sobre la sociedad francesa de comienzos de los años setenta».[2]

Esto es así no sólo en ese film clave sino que define el cuerpo central de la filmografía de Eustache entre 1968 y 1979 (entre las dos versiones de La Rosière de Pessac). Antes de eso, en Les Mauvaises fréquentations (1963) y en Le Père Noël a les yeux bleus (1966), sus primeros mediometrajes, todavía es un cineasta que muestra sus habilidades de nouvellevaguista como valores que no le pertenecieran del todo: la libertad narrativa, el ritmo dinámico, la espontaneidad, los actos explosivos, la capacidad para la observación naturalista, cierta crudeza no exenta de calidez, la facilidad casi documental para integrar a los personajes en el paisaje urbano (las calles, los cafés, el mercado, el baile, la promenade junto al río). Es cierto que no hay allí ninguna impostura sino, tal vez, una excesiva conciencia estilística. Hay momentos notables: cuando los dos amigos debaten en la discoteca mientras dejan pasar las oportunidades para sacar a bailar a la joven; cuando el personaje de Leaud descubre que las mismas mujeres que antes no le prestaban atención ahora -gracias al disfraz de Papá Noel- dejan que las abrace; cuando, al final de la película, los amigos se alejan por las calles desiertas, arengándose a sí mismos y gritando a voz en cuello: «¡al burdel, al burdel!». En esos momentos, Eustache ya es Eustache; sin embargo, en otras partes, la pesada herencia de la nouvelle vague es un discurso que aún se recita como una lección aprendida de memoria.
Por motivos diferentes, el estilo de observación rigurosa que marca a las grandes películas del cineasta tampoco funcionará a pleno en sus dos últimos cortometrajes, Les Photos d’Alix (1980) y Offre d’emploi (1980), en donde es posible advertir cierto desgaste de las estrategias que poco antes habían funcionado con eficacia y de modo natural. En Les Photos d’Alix, las imágenes no siempre coinciden con la descripción que la fotógrafa hace sobre su propio trabajo: un desfasaje progresivo se instala entre lo que vemos y lo que escuchamos. Ese vínculo inestable entre las cosas y el discurso sobre ellas es característico de Eustache, pero aquí se trata de una conexión meramente conceptual, como si fuera un film de tesis o como si el mecanismo hubiera perdido sustento. A su turno, Offre d’emploi, muestra de manera detallada los procedimientos de selección que debe atravesar un hombre que se postula para un trabajo; pero antes, esa modalidad de observación minuciosa no estaba acompañada de un juicio mientras que aquí el personaje es evaluado de manera exhaustiva por sus empleadores. El realizador muestra este mundo como si le resultara completamente ajeno, como si sintiera algún desconcierto, como si fuese una tarea para la que no estuviera dotado.

La conclusión es que Eustache hará cine con lo que aprendió (cuando pueda procesar lo que aprendió) de la nouvelle vague y que, en cambio, no será un cineasta idóneo para los 80. Se podría decir: un director emblemático de la década del 70. Pero eso no alcanza para explicarlo, porque es un título que muchos otros podrían reclamar para sí mismos. Los cineastas emblemáticos son aquellos que definen el estilo de una época a través de sus películas, a tal punto que podríamos pensar que sólo conocemos ese momento gracias a ellos. Pero con Eustache sucede lo contrario: su obra depende hasta tal punto de un determinado contexto cultural y político que sólo existe por y para él. Eustache no produce los años 70 sino que es su resultado. Y si -como quería Daney- La Maman et la putain es «el más bello film francés de la década», no es tanto por lo que el director hace con su época sino por la manera apasionada con que se entrega a ser habitado por ella. Ese parasitismo febril y desesperado es su sello estético. Es lo que da sentido a sus films. Por eso no puede evolucionar sin traicionarse, no puede adaptarse, no puede cambiar. Esa dependencia lo coloca en un sitio precario; pero esa precariedad es la que, paradójicamente, le confiere toda su fortaleza.

II

Las dos Rosière de Pessac que enmarcan ese itinerario constituyen, evidentemente, un caso singular: un cineasta que rueda dos veces el mismo film. Pero no se trata de una remake -tal como se ha sugerido- porque no hay en la segunda película una pretensión de reformular estéticamente lo que ya había hecho la primera.[3] Las remakes se sostienen sobre la idea de que es posible darle una nueva forma a un mismo contenido. Pero nada de eso constituye la ambición de Eustache: no se trata de corregir, actualizar y reformular sino, justamente, de confrontar las dos versiones como instancias diferentes de una misma observación o como variaciones sobre un mismo fenómeno. Es lo que dijo el propio realizador: «Quisiera que los dos films sean mostrados juntos: en primer lugar el del 79 y luego el del 68. Una manera de decirle a la gente: si tienen ganas de saber cómo era antes, esperen, ahora van a ver».[4] Llevada al extremo, una remake siempre anhela absorber, borrar y reemplazar a la versión previa; una y otra compiten por indagar cuál es el diseño más acabado para un mismo asunto. Pero en Eustache se trata de lo contrario: los dos momentos establecen una relación dialéctica y la tensión entre ambos pasa a ser constitutiva. La segunda complementa a la primera, revela que estaba inconclusa y la reabre para que pase a integrar una estructura enteramente nueva. En esa nueva configuración, los discursos viven del contrapunto y del diálogo.
Ésa es la vocación antropológica de Eustache: testimoniar, en el sentido más amplio del término, la repetición de un ritual. Es que, en efecto, todos los años, en la ciudad natal del cineasta, se lleva a cabo la fiesta de la rosière durante la cual se premia a la joven de mayores virtudes morales, la más misericordiosa y devota. Separados por once años, los dos films registran la misma ceremonia con todas sus reiteraciones y sus pequeñas alteraciones.

De dos films así obtenidos -escribe Daney-, hace uno solo, producto de su yuxtaposición. Ese film procura un sentimiento de exactitud un poco irreal que vale la pena interrogar. En un film normal, en efecto, incluso en un documental, los rituales y las ceremonias son tanto más creíbles (e ideológicamente activos) en la medida en que no se repitan. Si no, pierden su evidencia, se vuelven obtusos, enigmáticos, rápidamente ridículos. Es que la fiesta necesita del tiempo profano para existir plenamente y para jugar su rol, que es un rol de escansión. Basta reducir este tiempo profano (el tiempo muerto, cotidiano) a cero para que esa escansión ya no tenga lugar. Eso es lo que hace Eustache entre las dos Rosière, entre las dos fiestas y los dos films: nada.[5]

En la repetición, en la puesta en evidencia de la repetición, las cosas pierden su carácter de evento único y singular para revelar su construcción, su pequeña artesanía pueblerina.

La mirada de Eustache es impávida, fría, distante y rigurosa. No hay ninguna razón para desconfiar de sus propias afirmaciones: «Tomo la tradición tal como es, y la filmo respetándola totalmente (…) Tal vez, adquiere una cierta mirada a pesar de sí misma, pero lo que puedo decir es que, en todo caso, en La Rosière de Pessac, no hay ninguna intención ni moral ni crítica».[6] Sin embargo, a la vez, son este respeto y esta lealtad hacia el evento los que lo vuelven profundamente incómodo. Nada se resiste a la cámara. Si el realizador no se permite ningún juicio sobre lo que filma es porque, al filmarlas, las cosas están obligadas a pronunciarse sobre sí mismas. No hay ambivalencia de la mirada sobre un acontecimiento; más bien, lo que sucede es que la mirada -por el hecho de mirar- revela la ambivalencia que anida en el acontecimiento. Bazinismo de Eustache: el secreto del cine es la paciencia. Todo consiste en observar desde la distancia adecuada y durante el tiempo necesario para que el mundo revele su verdad. Repetición es duplicación y duplicación es duplicidad. O sea, doblez. Es curioso: al observarlas detenidamente, las cosas pierden transparencia y ganan en ambigüedad. Difícil, entonces, advertir cuánto hay de ridículo o de solemne en la mirada de la cámara. Todo puede ser entendido de manera seria o irónica. ¿Es más meritorio si la joven conserva su pureza a pesar de tener un padre alcohólico? ¿O eso debería descalificarla? ¿Cómo definir su calidad moral? ¿En qué medida el «efecto de la rosière» tendrá influencia sobre su familia? Dependiendo de cómo se lo mire, el debate puede resultar sustancial o bizarro. En todo caso, Eustache diría: lo que la película dice sobre los personajes es lo que los personajes dicen sobre sí mismos.

En este aspecto, el documental Le Cochon (1970) resulta un film clave porque responde a una estrategia de máximo despojamiento y máxima concentración. Rodado en un solo día, registra de la manera más minuciosa el proceso llevado a cabo por un grupo de campesinos para sacrificar y faenar un chancho. La intervención de la cámara pasa completamente inadvertida para los protagonistas aunque es evidente que no se trata de una presencia natural. No es que estén familiarizados con ella sino que, más bien, les resulta indiferente. Eustache logra que no signifique nada: es sólo un instrumento que permite ver. Y permite ver, incluso, más allá de la situación concreta, porque el trabajo de los campesinos sobre el cerdo se deja apreciar como una artesanía, como un elogio de la labor física, como una experiencia pura de transformación de la materia. La belleza del film surge de ese contraste entre la violencia práctica con que se lleva a cabo la tarea y el modo reflexivo en que el cineasta nos da a ver el funcionamiento de un rito. Pero no se trata de una cualidad exclusiva de esta película ya que ésa es, también, la base de una ficción autobiográfica en apariencia tan diferente como Mes petites amoureuses (1974). Lo que se describe, de la primera a la segunda parte del film, es el pasaje entre la infancia y la adolescencia: la ceremonia vertiginosa de los primeros escarceos amorosos que el cineasta reproduce minuciosamente, como una manera de fijarla y de sustraerla al olvido. Luc Moullet menciona que el plan del realizador era reconstruir su pasado en todos los detalles: «según Eustache, ése era el único modo de volcar las impresiones de la infancia en un film».[7]

La Maman et la putain, en cambio, es un film asfixiante que muestra lo contrario. No hay esperanza de transformación en Alexandre: demasiado conciente de su auditorio, actúa todo el tiempo, incluso cuando está solo (y lo mismo sucede con su amigo, que sólo acepta presentarse ante Veronika si se le permite ensayar exactamente lo que debe decir). La espléndida interpretación de Leaud, aparatosa, vehemente, melodramática, siempre un poco sobreactuada, confiere al conjunto una tonalidad artificial. Lo cual no desmiente la fidelidad a esos diálogos verídicos ni a esas situaciones tomadas de la vida real; más bien les agrega un nuevo sentido. Como si el cine hiciera crecer otra dimensión a la realidad, que no la vuelve falsa sino más compleja. Cuenta Alexandre: «Un día de mayo del 68, había mucha gente en el café y todo el mundo lloraba. El café entero lloraba. Era muy bello. Habían tirado una bomba de gas lacrimógeno. Ante mis ojos se había abierto una brecha en la realidad». El problema es que -como él mismo dice- «hace dos o tres años que no pasa nada» y siente que todo lo que ocurre es una conspiración en su contra. Pero, tal vez, La Maman et la putain no sea una película tan distinta a las otras ya que, al fin y al cabo, también es el relato de una experiencia: el modo en que el protagonista aprende a perfeccionar su gesto, su pose, su actuación. Es lo que le comenta a una amiga:

¿Te acuerdas de aquel tipo que rondaba por Montparnasse? ¿El sosía de Belmondo? Lo llamaban el falso Belmondo. Al principio, el esfuerzo que hacía para asemejarse al auténtico era un poco ridículo, pero insistiendo a lo largo de los años, llegó a tal perfección en el parecido que se hizo más auténtico que el auténtico. Cuando se desea de verdad, uno puede asumir la personalidad de otra persona, robarle su alma. Ahora es Belmondo la caricatura de su doble. Su caricatura, no: su sombra. La película sobre «William Wilson» deberían haberla hecho con ellos.

En Le Père Noël a les yeux bleus, el personaje miraba un afiche de Los 400 golpes a la salida de un cine. Era, por supuesto, un guiño a los espectadores, que reconocían al mismo actor en los dos protagonistas. Pero habría que entender la escena a la luz de la cita de Alexandre: el desconocido director de un cortometraje hace que su actor se observe a sí mismo en la película de un cineasta consagrado. En algún momento, Eustache declaró que había escrito el personaje de Alexandre para Leaud porque advertía en él un potencial de locura que Godard y Truffuat no habían explotado al máximo. Se podría entender así: ¿cómo hacer que el adolescente díscolo de Los 400 golpes y el joven maoísta de La Chinoise se conviertan en imitaciones de un personaje que les debe todo? De una forma sutil Eustache ajusta cuentas con su ascendencia: La Maman et la putain señala el fin de la nouvelle vague. O acaso es una forma melancólica de reconocer que los nuevos cines no habían sido un comienzo sino un final.

III

La Maman et la putain incluye a los demás films de Eustache tanto como se separa de ellos. En realidad, este complejo parentesco entre distancia y contención es la base que define toda su obra. En un sentido general, no puede decirse que haya una diferencia tajante entre los documentales y las ficciones. Porque en unos y en otras hace lo mismo: observa, registra, muestra.[8] Tanto si es un chancho faenado (en Le Cochon), la elección de la virgen (en La Rosière de Pessac), un niño que hace sus primeras armas en el amor (en Mes petites amoureuses), la historia de un ménage à trois (en La Maman et la putain), una anciana que cuenta su vida (en Odette Robert), la interpretación analítica de una imagen (en Le Jardin des délices de Jérôme Bosch) o el secreto erótico de un voayeur (en Une sale histoire). Es cierto que, en apariencia, los documentales se recuestan sobre la idea del cine-directo mientras que las ficciones tienden a lo autobiográfico; pero en seguida se advierte que estas categorías son inestables: porque el tono de la abuela del director, en Odette Robert, es tan confesional como el del narrador de Mes petites amoureuses, y porque Une sale histoire establece un circuito reversible entre la representación y el supuesto verismo de un relato íntimo. En última instancia, siempre se trata de registrar detalladamente un proceso.

Pero esa idea de registro excede lo documental (aunque lo incluye) para desbordar sobre una obsesión por comunicar exhaustivamente una experiencia. A menudo se ha señalado la conexión de Eustache con los Lumière y el cine primitivo, pero no se ha notado que, en realidad, opera como los viejos creadores de panoramas, pleoramas y dioramas del siglo XIX: no sólo el registro, sino la reelaboración punto a punto de una escena a través de ese registro. Jean-Noël Picq recuerda que «había en él un fenómeno de recuperación cinematográfica, la tentativa imposible de rescatar el pasado, de reformular eso que, aunque no haya sido vivido, ha sido expresado con un sentimiento de déjà-vu, de ya conocido».[9] Igual que esas vastas festpiele de «Tema del traidor y del héroe», donde los habitantes de un pueblo reiteran episodios históricos ocurridos allí mismo, así estos films intentan reconstruir las vivencias a escala real. Un singular arte de cartógrafo. Y esto es así no porque pretenda que las imágenes transparenten las cosas sino, al contrario, porque se aboca al trabajo artesanal de un copista que imita letra por letra las formas de un códice incunable hasta que todo se ha vertido en el nuevo manuscrito. Entonces, y no antes, el film puede proclamarse testimonio fiel y duradero de un momento. Eso es lo que sucede con Mes petites amoureuses pero también, y sobre todo, con La Maman et la putain cuyos diálogos reproducían taquigráficamente las conversaciones de Eustache con sus amantes y amigos. No sería inapropiado reconocer aquí ciertos procedimientos heredados del nouveau roman, la única influencia literaria que el realizador aceptó sobre su obra.

Reconstruir, no para instalar un espejo sino para volver a ver. Eustache trabaja la puesta en escena como se reconstruye el escenario de un crimen: para poder entender lo que de otro modo pasaría inadvertido. Allí radica la incomodidad de este reflejo porque, en el final, todo resulta ineluctablemente opaco. El cine, entonces, puede convertirse en un recuento de lo que se ha perdido. Y, en este punto, el personaje crucial no es Alexandre sino Veronika porque, puesta a decir quién es, sólo puede enumerar sus quebrantos:

Pocas películas logran comunicar un estado de sufrimiento sin glorificarlo, sin proporcionar algún tipo de catarsis dramática. Pero el dolor de Veronika no surge hasta el final. Hasta entonces, es algo que intuimos vívidamente -gracias a la brillante interpretación de Lebrun y porque Eustache nos permite pasar mucho tiempo junto al personaje- pero nunca llegamos a enfrentarlo cara a cara. Su sufrimiento es un vacío, una derrota: no la ennoblece sino que la deja hueca. Aun cuando revierte la situación con respecto a Alexandre y revela su dolor y su pasado en un monólogo de borracha, no hay ninguna evidencia de que haya avanzado o que, a partir de ahora, algo vaya a cambiar para ella. Es sólo una efusión etilíca, una escena que ella habrá olvidado la mañana siguiente (más significativa como humillación para Alexandre que como catarsis para ella).[10]

A menudo, Eustache ha sido comparado con Rohmer por la verborrágica inclinación de sus personajes. Pero el de Rohmer es un cine de superficies y circunloquios mientras que la obra de Eustache está hecha de agujeros. Une sale histoire no es sólo una película en donde se habla mucho sino, sobre todo, una película en la que se habla porque no se puede hacer otra cosa: «Es un film imposible de hacer; lo declaro imposible. Cómo no puedo mostrarlo, hago que se cuente».[11] En efecto, Jean-Noël Picq relata una sucia historia aparentemente verídica: luego de fisgonear sistemáticamente en el baño de mujeres de un bar, concluye que no es el rostro sino el sexo el que debería considerarse espejo del alma. El orificio que comunica el baño de hombres y el de mujeres nutre su obsesión por el pubis femenino. A ambos -orificio y pubis- el escritor se refiere indistintamente como agujero [trou]. Un agujero visto a través de otro agujero. Lo notable es que esta observación directa y brutal del objeto de deseo lo obsesiona hasta tal punto que termina por perder interés en todo juego de seducción: le resulta una pérdida de tiempo invitar a una mujer a ir al cine o a cenar. El agujero no le permite acceder a ninguna revelación porque lo único que le muestra es una cavidad sin fondo en la que se abisma. En este sentido, más que a Rohmer, Eustache se parece al Cassavetes de Faces, al Garrel de La Naissance de l’amour o al Rivette de La Belle noiseuse. Una vez que se han quitado todos los velos, lo que queda al descubierto es el paisaje de la propia oscuridad interior. Y siempre tiene la forma de un páramo.

La vida y el arte, la ficción y el documental, la tradición y la vanguardia: la estrategia de Eustache fue no separar sino bascular entre extremos contradictorios. Pero si se tratara sólo de eso, no tendría mayor sentido rever estas películas: lo que podía resultar novedoso hace cuarenta años terminó por cristalizarse como un lugar común.[12] Se podría decir: no es tanto que nosotros necesitamos verlas como que ellas reclaman nuestra mirada. Pero no sería sincero. Si estas películas conservan toda su intensidad es por su avidez, su insatisfacción, su desesperada incompletud. Por su voluntad de mostrarnos todo de todas las maneras posibles. Como dice Alexandre: «Lo ví en una película. El cine sirve para eso: para enseñarte a vivir».

 

 

Notas

 

[1] Este ensayo fue publicado en Marcelo Panozzo (coord.), Jean Eustache: Un fulgor arcaico, Festival Internacional de Cine de Buenos Aires, 2009.

[2] Alain Philippon, Jean Eustache, París, Cahiers du cinéma, 1986. Sobre el perfil etnológico del realizador, véase Serge Daney, «Le fil (mort de Jean Eustache)», en Cine-journal I (1981-1982), París, Cahiers du cinéma, 1998.

[3] A propósito de las dos versiones de La Rosière de Pessac y los dos momentos de Une sale histoire (1977), Rosenbaum sostiene la hipótesis de que Eustache «estaba claramente obsesionado con las remakes«. Pero no sólo se trata de procedimientos distintos en cada caso sino que, además, la duplicación y la repetición no implican necesariamente una remake (tal vez se podría hablar de «paneles», según la expresión de Avril Dunoyer, que se refiere a Une sale histoire como si fuera un díptico). Más productiva es la conexión que Rosenbaum establece entre Une sale histoire y Le Jardin des délices de Jérôme Bosch (1980) porque presta atención a formas de reescritura menos evidentes y menos previsibles. Véase Jonathan Rosenbaum, «Jean Eustache», en www.jonathanrosenbaum.com, 20 de mayo de 2008 y Avril Dunoyer, «Eustache en paroles : Pour un cinéma contemporain», www.centrepompidou.fr, marzo de 2007.

[4] Jean Eustache, «Pourquoi j’ai retourné La Rosière de Pessac«, Cahiers du cinéma n° 306, diciembre de 1979, p. 42.

[5] Serge Daney, «D’une rosière a l’autre», en La Maison cinéma et le monde (1. Le Temps de Cahiers. 1962-1981), París, P.O.L., 2001, p. 240.

[6] Jean Eustache, «Pourquoi j’ai retourné La Rosière de Pessac«, op. cit., p. 43.

[7] Luc Moullet, «Better to Burn Out Than to Fade Away: Blue Collar Dandy», en Film Comment 36:5, septiembre-octubre de 2000, p. 41

[8] En una reseña sobre Le Père Noël a les yeux bleus, Sylvain Goudet advirtió tempranamente que era allí en donde residía la modernidad de Eustache: «recrear todo un paisaje mental del cual estamos separados y del cual, a la vez, somos solidarios, para interrogar sobre las causas profundas de la separación y, por lo tanto, de la proximidad». Es decir, cuál es la justa distancia para observar un acontecimiento (aun cuando secretamente siempre persistirá el deseo de anular ese delgado espacio que separa al cine de la vida). Véase Sylvain Goudet, «Eustache : De l’autre côté», Cahiers du cinéma n° 180, julio de 1966, p. 61.

[9] Emmanuel Burdeau y Thierry Lounas, «Le monologue infini. Entretien avec Jean-Noël Picq», Cahiers du cinéma n° 523, Spécial Jean Eustache, abril de 1998, p. 23.

[10] Jared Rapfogel, «Desire & Despair: The Cinema of Jean Eustache» (en www.sensesofcinema.com). Lisa Katzman, por su parte, analiza el choque entre revolución sexual y feminismo a partir de este personaje: «Veronika rechaza la hipocresía de la revolución sexual por destruir sólo la apariencia de la moralidad burguesa pero conservar el status quo del estigma madre / puta» («The End of The World», Film Comment 35:2, marzo – abril de 1999, p. 37).

[11] Serge Toubiana, «Entretien avec Jean Eustache», Cahiers du cinéma n° 284, enero de 1978, p. 19.

[12] Deleuze llama la atención sobre los peligros de este cine de los cuerpos en la post-nouvelle vague: «una exaltación de los personajes marginales que hacen de sus vidas cotidianas una insípida ceremonia; un culto de la violencia gratuita en el encadenamiento de las posturas; una cultura de las actitudes catatónicas, histéricas o simplemente asilares. Y acabamos por cansarnos de todos estos cuerpos que resbalan a lo largo de la pared para terminar acurrucados. Pero desde la nouvelle vague, cada vez que surgía un film bello y poderoso, encontrábamos en él una nueva explicación del cuerpo» (Gilles Deleuze, La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2, Barcelona, Paidós, 1987, pp. 259-260).