Gorka López de Munain
Máscaras Mortuorias. Historia del Rostro Ante la Muerte
Vitoria-Gasteiz, Sans Soleil Ediciones, 2018. 290 páginas, ISBN: 978-84-947354-9-3
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> autores
Sofía Raquel Maniusis
Profesora y Licenciada en Artes por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Doctoranda en Historia con mención en Historia del Arte en el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín. Su proyecto de investigación examina la construcción de la figura del difunto en producción artística y visual de la Argentina decimonónica.
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Gorka López de Munain, «Máscaras Mortuorias. Historia del Rostro Ante la Muerte,Vitoria-Gasteiz, Sans Soleil Ediciones, 2018. 290 páginas, ISBN: 978-84-947354-9-3″, en Caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA). N° 17 | Segundo semestre, pp. 223-225.
El compositor Ludwig van Beethoven falleció el 26 de marzo de 1827 en Viena, como consecuencia de una enfermedad que lo atormentó gravemente en sus últimos días. Como era de esperarse, su semblante quedó afectado y consumido por el padecimiento. Así y todo, dos días después del deceso, se extrajo una máscara mortuoria del cuerpo, ya que se consideró un “derecho” del que no podía privarse al público. Prontamente, esta pieza junto con otra que había sido tomada en vida se puso en circulación. Ambas se volvieron objetos preciados por personajes del ámbito de la cultura, produciéndose masivamente y tomando protagonismo en ateliers, bibliotecas y estudios. ¿Cuál era la singularidad de esta máscara mortuoria, que interesaba más que un grabado o una pintura del músico? La respuesta es sencilla, se trataba de algoque iba más allá del recuerdo o del simple homenaje, una condición que ha atravesado la práctica del vaciado facial desde sus comienzos ancestrales: el valor del contacto.
Fruto de su tesis doctoral en Historia del Arte por la Universidad de Barcelona, Gorka López de Munain condensa en esta publicación el trabajo de su trayectoria académica sobre la relación entre imagen y muerte. Bajo una sólida perspectiva teórica que visita a autores como Alfred Gell, Hans Belting, Aby Warburg, Philippe Ariès o Georges Didi-Huberman, y con un manejo consciente y crítico de fuentes históricas, el autor se propone recorrer la historia de los moldes faciales. Nos encontramos con un estudio de sus usos, apariciones, ocultaciones y olvidos, a la vez que vislumbramos un problema latente que se despliega como una constelación: la presencia que habita en las imágenes, el poder que poseen y del cual resulta dificultoso rehuir.
El corte temporal de este abordaje es de amplio espectro, abarcando desde el séptimo milenio a. C. hasta la mitad del siglo XX. Este criterio sigue lo aconsejado por Philippe Ariès a la hora de estudiar temas vinculados a la muerte, dado que la actitud del hombre ante la muerte puede presentarse estática en períodos temporales muy largos, los cambios no suelen ser advertidos por sus contemporáneos, y sólo se logra una perspectiva suficiente en las generaciones siguientes. Es por eso que en este trabajo opta por analizar cómo, mayormente en el contexto europeo, el rostro ocupa un lugar privilegiado en la cultura visual de la muerte desde épocas remotas.
Organizado en tres partes, el libro se focaliza en piezas que nos devuelven el rostro del difunto de manera directa. El recorrido de este atlas imaginario comienza en épocas tan tempranas como el año 7200 a.C. en donde nos encontramos con los antiguos cultos craneanos. En dichas piezas, se evidencia no sólo un interés por el material empleado, sino también el proceso de fabricación de los mismos y los rituales culturales asociados al duelo.
Uno de los conceptos que el autor retoma es el de huella, trabajado ampliamente por Georges Didi-Huberman. Esta constante la iremos encontrando en las imagines maiorum romanas, en las efigies de cera del siglo XIII, en las máscaras mortuorias y vaciados del Renacimiento y en las modas y usos que irrumpen a partir del siglo XVIII. En cada uno de estos casos, se cruzan dos grandes ejes que recorren transversalmente la producción de López de Munain: materia y gesto. Propone la materialidad de estas piezas -en ocasiones cera, en otras yeso-, como las que garantizan la fidelidad al molde; y el gesto, “como búsqueda de una imagen que capture la realidad en su expresión más inmediata, más absoluta, más cruda” (p. 43).
Dentro de las distintas dinámicas y especificidades que se dan en esta búsqueda, nos parece pertinente rescatar una serie de casos en los que, además, vemos el propósito del autor por abandonar ideas o preconceptos que se fueron naturalizando a lo largo de la historia respecto de los vaciados faciales. El primero de ellos atañe a la costumbre de comparar las imagines maiorum con las máscaras mortuorias decimonónicas y el interés por capturar el último rostro. Según las fuentes presentadas por el autor, no hay fundamentos sólidos para creer que los romanos concedieran un valor concreto a la obtención del imago a partir de un difunto. Lo que es más, la evidencia muestra que los funerales en los que estas imágenes participaban, contaban con elaborados preparativos previos, por lo que no sería de extrañar que las imagines se tomaran prudentemente en vida. En los casos analizados, vemos que cuando sí se toma como base el rostro cadavérico, la elaboración posterior del retrato suaviza los rasgos para mostrarnos al individuo con apariencia de vida. Inclusive en estos casos no podríamos hablar de mascarillas mortuorias propiamente dichas, sino de procesos técnicos post mortem con una finalidad específica.
Otro de los temas que desarrolla López de Munain es la consabida querella sobre los vínculos entre la Antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento. Siguiendo la idea de Panofsky sobre la presencia de varios renacimientos de la Antigüedad Clásica, uno de estos podemos verlo en el interés medieval por crear una obra tridimensional que asemeje las cualidades formales del difunto, a modo de imagen sustitutiva. Un objeto portador del cuerpo político que tomaba el lugar del cadáver del rey, pero que adquiría sus poderes y relevancia. El autor afirma que tanto en las imagines como en los rostros momificados medievales la cera resuelve el aspecto carnal de la imagen mostrando una efigie viva.
A su vez, partiendo de la complejidad temporal y espacial del Renacimiento, cuestiona la idea de que la semejanza natural postclásica y la utilización de vaciados faciales para la confección del retrato haya nacido en la Italia de los siglos XIV y XV. Uno de los ejemplos es el de Isabel de Aragón, fallecida tempranamente en 1271 y retratada en su tumba. En base a cómo aparece el rostro de la efigiada, vemos que el artista tuvo que haberse basado en una mascarilla mortuoria. Siguiendo los nuevos estudios sobre este objeto, ubica en Vasari una de las causas por las que los vaciados faciales han pasado a la posteridad como meros recursos de copia por parte de los artistas. El caso del busto de Lorenzo de Médici atribuido a Verrocchio y la similitud que posee con la mascarilla mortuoria del retratado, es tan solo uno de los ejemplos que contradicen al célebre biógrafo.
Luego de visitar casos específicos del ámbito español, el último apartado del libro está dedicado a las nuevas actitudes ante la muerte y la imagen en los siglos XVII y XIX. La fe en la razón, la Ilustración, los avances científicos así como el auge del espiritismo, la moda de los autómatas y otros muchos impulsos hacen que durante este período el ser humano cuestione los límites entre la vida y la muerte. Llegado el siglo XIX, las disciplinas científicas que nacieron o tuvieron su apogeo en esos tiempos -frenología, etnografía, botánica, medicina- comenzaron a hacer uso de las técnicas del vaciado con diferentes finalidades, animados por su versatilidad a la hora de obtener copias de sus objetos de estudio. Será particularmente la frenología la que con su foco en el estudio del rostro que valore las mascarillas mortuorias con la idea de que la muerte vuelve los rasgos mucho más prominentes y apropiados para su análisis.
Como consecuencia, un nuevo uso bajo el que encontramos estas piezas durante estos siglos será en el coleccionismo, tanto público como privado. El interés por poseer el rostro del genio, convierte a la máscara en un objeto preciado por los coleccionistas como si habláramos de reliquias que perpetúan un cuerpo incorrupto.
Si bien en la actualidad contamos con un sinfín de máscaras mortuorias de personalidades reconocidas del ámbito de la política y la cultura, tristemente muchas de ellas descansan apiladas en depósitos de universidades o museos. El camino hacia la autonomía definitiva de estas piezas es un camino lleno de tensiones, cruces y olvidos, sin embargo, el poder activo que habita en ellas se mantiene vivo a través del tiempo. En efecto, según López de Munain, volver el foco sobre ellas y estudiarlas atendiendo a sus usos y respuestas de las personas, nos permitirá por lo menos aproximarnos a una de las facetas que conforman la Cultura Visual de la muerte.
Máscaras Mortuorias. Historia del Rostro Ante la Muerte es tan sólo una de las tantas publicaciones de la editorial Sans Soleil que ofrecen ricas ediciones y traducciones de trabajos recientes afines a la Antropología de la Imagen y los Estudios Visuales, así como de sus mayores exponentes: Ernst Gombrich, W. J. T. Mitchell, Warburg, Fritz Saxl, Keith Moxey, David Freedberg, Didi-Huberman, Erwin Panofsky… y la lista sigue. Celebramos la presencia de publicaciones de este tipo, que nos vuelven la mirada y nos acercan a estas piezas claves de nuestra Cultura Visual.