Georges Didi-Huberman
Survivance des lucioles
Les Éditions de Minuit, 2009, 141 págs (Ed. en español, Madrid, Abada Editores, 2012)
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> autores
José Fernández Vega
Investigador de carrera independiente del Conicet y profesor de la UBA. Es autor de Las guerras de la política. Clausewitz de Maquiavelo a Perón (Edhasa, 2005); Lo contrario de la infelicidad. Promesas estéticas y mutaciones políticas en el arte actual (Prometeo, 2007 y 2009) y Lugar a dudas. Cultura y política en la Argentina (Las cuarenta, 2011). Fue becario doctoral y posdoctoral del Servicio Alemán de Intercambio Académico (D.A.A.D.) en la Humboldt Universität de Berlin, y Fulbright Scholar en la New School University de Nueva York. Colabora en distintas revistas culturales. Formó parte del comité editor de ramona. Revista de artes visuales.
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> como citar este artículo
José Fernández Vega; «Survivance des lucioles, Paris (Ed. en español, Supervivencia de las luciérnagas)». En Caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA). N° 2 | Año 2013 en línea desde el 4 julio 2012.
Durante la primera mitad de los años 1970, Pier Paolo Pasolini escribió una serie de intervenciones políticas en la prensa italiana que continúan siendo apenas conocidas en castellano. Las notas pronto se compilaron en dos libros: Escritos corsarios, de 1975, y Cartas luteranas, aparecido en 1976, un año después de la muerte de su autor en confusas circunstancias que hicieron pensar en un crimen. En esos textos desbordantes de indignación civil, fuerza poética y un radicalismo político llevado en ocasiones –según le reprocharon sus críticos– hasta el límite de lo reaccionario, Pasolini ensayó un análisis de época que todavía deslumbra por su lúcida heterodoxia. Su interés central era la compleja, y para él también deprimente, realidad de la Italia de su época, pero sus reflexiones se proyectan mucho más allá del espacio y del tiempo que le tocó vivir.
El título del libro de Didi-Huberman –Supervivencia de las luciérnagas– alude a esos insectos nocturnos que fueron para Pasolini la metáfora de un mundo concreto, inocente, campesino y dialectal. Pese a todas sus represiones y miserias cotidianas, ese mundo nunca se había plegado por completo al régimen mussoliniano. Las luciérnagas fueron el motivo de una carta del poeta en la que describe un momento de felicidad entre amigos. Dirigida a Franco Farolfi-Parma, y fechada en Bolonia en la primavera de 1941, esta célebre carta habla de la amistad, del bosque de fuego que formaban las luciérnadas del campo en su ronda de amor y del contraste que ofrece el árido mundo humano. Unos lejanos reflectores perturbaron al grupo de amigos que, atemorizado, terminó escapando.[1]
Más de tres décadas después, en uno de sus artículos, Pasolini lamentaba que las luciérnagas hubieran desaparecido de la noche italiana, víctimas de la contaminación ambiental. Pero lo que en realidad denunciaba era el colapso de una forma de vida amistosa, “antigua”, sobre cuya restauración no abrigaba ilusiones. Una nueva modalidad de existencia, completamente burguesa y alienada, había arrasado con las culturas particulares, con las espontáneas configuraciones personales del pueblo y con sus valores.
Los destellos de las luciérnagas en la oscuridad habían sido abrasados por la incandescente omnipresencia de los medios masivos de comunicación y los fulgores del consumismo. El resultado de este proceso, escribió Pasolini, fue un genocidio cultural que transformó por completo la vida de su país y la sumió en la alienación total. Un nuevo fascismo se había vuelto hegemónico en Italia, y era infinitamente más sofisticado que el tosco régimen del Duce. Las posibilidades de resistencia a este neofascismo eran casi inexistentes, pues no oprimía desde el exterior, sino que actuaba desde el propio interior de los individuos y los volvía obedientes, adocenados, impiadosos. Se había producido, según la expresión del propio Pasolini, una “mutación antropológica”. De manera retrospectiva, acaso podamos ver en ella el germen de las sorprendentes evoluciones del escenario político italiano de los últimos años.
¿Han desaparecido por completo las luciérnagas o queda para ellas alguna posibilidad de supervivencia en nuestros días? El punto de partida de Didi-Huberman son las apasionadas reflexiones de Pasolini, pero se resiste a secundar sus conclusiones apocalípticas. Para Didi-Huberman, los brillos intermitentes todavía son posibles en las tinieblas del presente. La danza erótica de las luciérnagas en la noche es la de un deseo que busca formar comunidad, escribe. La llama del principio esperanza no debe apagarse; su combustible inagotable es la facultad humana de imaginar. Según recuerda el autor, en su interpretación de la filosofía de Kant, Hannah Arendt ya había identificado a la imaginación como la facultad política por excelencia. La imaginación reúne o sintetiza los datos de los sentidos en una imagen (o esquema) pre-conceptual, pero indispensable para el posterior trabajo del entendimiento. Políticamente hablando, la facultad de la imaginación es aquella que nos permite situarnos en el lugar del otro y ampliar así la propia visión para pensar.
Las imágenes de la tradición visual, en perpetua metamorfosis, son el testimonio de una potencia política que a veces se vuelve invisible o latente, mientras que otras veces consigue imponerse generando nuevas relaciones. El Atlas Mnemosyne compuesto por Aby Warburg sigue siendo un gran testimonio de la capacidad de las imágenes para subsistir en la memoria, recombinarse y proyectar otras realidades aún en las peores circunstancias. Pasolini no se equivocaba en lo esencial de su diagnóstico, pero había perdido la capacidad de percibir los destellos que persistían en la oscuridad.
El recurso de Warburg al montaje de imágenes dispares constituye un principio filosófico cuya perduración y desarrollo particular Didi-Huberman explora en pensadores como Walter Benjamin y Giorgio Agamben. Este último es valorado como un continuador de Pasolini debido a su visión apocalíptica del presente y su duelo por una infancia imposible de recuperar. Pero mientras Agamben proyecta sus reflexiones hacia la idea de redención, y no ofrece alternativa alguna de un contra-poder eficaz ante la prepotencia de la dominación, Didi-Huberman defiende la inmanencia de la supervivencia y concentra sus esperanzas en la fuerza intrínseca de las imágenes. Una política de las supervivencias se enlaza así con una política de las imágenes.
Las imágenes no constituyen tan sólo testimonios, sino prefiguraciones iluminadoras de la historia en curso. El lema benjaminiano de “organizar el pesimismo” es asumido aquí como una condición para superar las encrucijadas del presente. Las imágenes,asegura Didi-Huberman, serían como frágiles luciérnagas que resisten el enceguecedor resplandor de un escenario político catastrófico como el contemporáneo. Esta proposición optimista no halla, por desgracia, más que elaboraciones poéticas y respaldos voluntaristas en su ensayo, escrito con elegancia y lleno de agudeza, erudición y sorprendentes asociaciones teóricas.
Sin embargo, se trata de un voluntarismo atemperado. Hay destellos momentáneos, breves instantes de emancipación, pensamientos inesperados y verdaderos: la imagen no ofrecería mucho más, puesto que se sitúa en un horizonte de dominio y ella misma es víctima de las peores manipulaciones y servidumbres. Las imágenes se organizan en archivos que no se someten con docilidad a la unidad de un relato, tal como sucede con los textos, por ejemplo. Ellas tienen su propia lógica, expuesta por Warburg en su Atlas Mnemosyne y por el propio Didi-Huberman en la curaduría de la muestra Atlas ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?, exhibida en el Reina Sofía de Madrid entre el 26 de noviembre de 2010 y el 27 de marzo de 2011. Durante ese año, se presentó primero en Karlsruhe y luego también en Hamburgo (lugar natal de Warburg y primera sede de su instituto).
En la impresionante muestra Atlas, una Mnemosyne del siglo XX, Didi-Huberman apostó todo al montaje, una técnica llevada a su apogeo por el primer cine soviético, cuya modernidad fue ponderada por Benjamin, y luego fue ensayada por artistas de todas las vanguardias y elevada, de manera muy personal, a categoría teórica por Aby Warburg. Pero es posible que el Atlas de Didi-Huberman sólo haya terminado mostrando una mera yuxtaposición de piezas maestras de la vanguardia europea. Los recelos que expresó su curador respecto del relato histórico, y su consecuente confianza en la espontaneidad del montaje, no pueden dar por descontado el surgimiento de una relación totalmente nueva entre la imagen y el espectador corriente.
En su curaduría, Didi-Huberman subestimó la desapropiación de la cultura visual en el mundo contemporáneo, la alienación de la vista, algo que se revela también en su libro. Atlas quizá enfrentó al espectador común con una atmósfera oscura antes que titilante, tal como antes se postuló en Survivance des lucioles. La organización de la exhibición resultó sólo formal, dispuesta con separadores temáticos en lugar de ofrecer un acompañamiento y verdaderos conceptos críticos. El principio que estructuró la exhibición fue la acumulación archivística y la noción de que una mirada pura, no contaminada, todavía resultaba posible.
Atlas ignoraba el catastrofismo de Pasolini y se apoyó en un voluntarismo a partir del cual, de pronto, parecía considerar a aquel superado por razones que no se explicitaban. Warburg mostraba sus combinaciones insólitas a los eruditos que visitaban su biblioteca. Solía deslumbrar con su nueva mirada sobre la tradición a personalidades como Ernst Gombrich o Ernst Cassirer. El pesimismo de Atlas no estaba bien organizado si su propuesta deseaba situarse a la altura de los desafíos de la sociedad de masas en la que actuaron las vanguardias. La muestra eclipsaba a las luciérnagas bajo los focos del museo, el lugar donde –se podría pensar- ellas debían hallar temporario refugio.
Notas
[1] Hay una reciente traducción del epistolario que incluye esta carta: Pier Paolo Pasolini, Pasiones heréticas. Correspondencia 1940-1975, Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2012, selección, traducción y notas de Diego Bentivegna, pp. 35-37.