
¿Indios del carnaval o kermesse de marineros turcos? Representaciones pictóricas de la alteridad indígena en una obra de Alfredo Gramajo Gutiérrez
Carnival Indians or Turkish Sailor's Kermesse? Pictorial Representations of Indigenous Alterity in an Alfredo Gramajo Gutiérrez Painting
Luciano Gabriel RondanoCentro de Investigaciones del Arte Argentino y Latinoamericano, Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario / Centro Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
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> autores
Luciano Gabriel Rondano
Licenciado en Bellas Artes por la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario (FHumyAr, UNR) y doctorando en Historia en la misma casa de estudios. Integrante del Centro de Investigaciones del Arte Argentino y Latinoamericano (CIAAL, UNR), donde radica su investigación doctoral. Se desempeña como docente en la cátedra Arte Argentino (FHumyAr/UNR). Recibió becas y distinciones del Museo Provincial de Bellas Artes Rosa Galisteo de Rodríguez y del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). En su trabajo se centra en el arte argentino de las primeras décadas del siglo XX, en particular en las diversas representaciones de la fiesta y la cultura popular.
Recibido: 10 de marzo de 2025
Aceptado: 20 de mayo de 2025
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
> como citar este artículo
Luciano Rondano; “¿Indios del carnaval o kermesse de marineros turcos? Representaciones pictóricas de la alteridad indígena en una obra de Alfredo Gramajo Gutiérrez”. En caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA). N° 26 | Segundo semestre 2025, pp.
> resumen
Este texto analiza las representaciones de las alteridades indígenas presentes tanto en la obra Indios del carnaval de Simoca, de Alfredo Gramajo Gutiérrez, como en su recepción crítica que tuvo tras ganar el Premio Ministerio de Instrucción Pública y Fomento de Santa Fe, en 1941. El carácter orientalista que, en un inicio, se le atribuyó a la pintura no sólo deja ver los disensos en torno a la construcción de un imaginario nativo, sino que también trasluce la total negación de contemporaneidad y de carácter histórico otorgada a los pueblos originarios en Argentina.
Palabras clave: arte argentino, salones, orientalismo, exotismo, amerindio
> abstract
This text analyzes the representations of indigenous alterities present both in Alfredo Gramajo Gutiérrez’s painting Indios del carnaval de Simoca and in its critical reception after winning the Ministry of Public Instruction and Promotion of Santa Fe Prize in 1941. The orientalist character initially attributed to the painting not only reveals disagreements surrounding the construction of a native imaginary, but also exposes the complete denial of contemporaneity and historical character granted to indigenous peoples in Argentina.
Key Words: argentine art, orientalism, exotism, salons, amerindian
¿Indios del carnaval o kermesse de marineros turcos? Representaciones pictóricas de la alteridad indígena en una obra de Alfredo Gramajo Gutiérrez
Carnival Indians or Turkish Sailor's Kermesse? Pictorial Representations of Indigenous Alterity in an Alfredo Gramajo Gutiérrez Painting
Luciano Gabriel RondanoCentro de Investigaciones del Arte Argentino y Latinoamericano, Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario / Centro Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
Percepciones antagónicas
El 24 de mayo de 1941, un día antes de la inauguración del XVIII Salón Anual de Pintura, Escultura y Grabado de la ciudad de Santa Fe, un crítico anónimo publicó un extenso comentario en el diario El Litoral sobre aquello que sus lectores podían esperar al visitar la exhibición, así como sus pareceres acerca de los premios otorgados en el certamen. A lo largo de su crónica, acordaba con las decisiones del jurado y no dudaba en sostener que todos los galardones habían recaído con justeza en “obras de mérito”. Sin embargo, alertaba enfáticamente sobre una excepción en lo que respecta al Premio Ministerio de Instrucción Pública y Fomento de Santa Fe, adjudicado al tríptico Indios del carnaval de Simoca, del pintor tucumano Alfredo Gramajo Gutiérrez, quién para ese entonces contaba ya con una extensa y reconocida trayectoria.
Este premio –que debutó en esa misma edición del Salón– debía otorgarse a “la mejor producción plástica que se refiera a un tema argentino, ya sea en el paisaje, las costumbres o la historia nacionales”. Era parte de una iniciativa del gobierno provincial que instaba a “despertar el amor por la tierra que nos vio nacer”, contribuyendo a “definir sus expresiones con caracteres propios dentro del arte de la hora presente”.[1] Se trataba de un objetivo que Horacio Caillet-Bois –por aquel entonces director del Museo Provincial de Bellas Artes “Rosa Galisteo de Rodríguez”– no dudaba en calificar como “inteligentemente patriótico” y para el cual habría que:
[…] alejarse tanto del folklorismo anodino como de la pretensiosa socialización de la pintura que no solamente disminuye el concepto de lo nacional restringiéndolo a un solo sector de la sociedad y a un solo problema, sino que emplea en la creación plástica los mismos recursos del capitalismo que pretende combatir: el trabajo en ‘teams’, la producción en serie, los sopletes eléctricos, las pinturas estandarizadas, los cementos, etc. En suma, todos los recursos de la ‘mass production’”. [2]
Esta advertencia revela, en primer lugar, los propios resquemores que la Comisión Provincial de Bellas Artes tenía frente un tipo de pintura realista de formato monumental y comprometida con la izquierda política, que pocos años antes había impactado el campo artístico rosarino, en ocasión del XIV Salón de Otoño, de la mano de Antonio Berni y la Mutualidad Popular de Estudiantes y Artistas Plásticos. [3] Pero además deja ver la intención, por lo menos en palabra, de propiciar un arte que abordara la temática nacional sin caer en los lugares comunes de la estampa folclórica y que, a su vez, tomara distancia de los dictados de las modas “extranjeras”. Esta actitud era considerada como un “afán de ciertas escuelas modernas por acercarse a aquella clase ‘snob’” que había hecho a la pintura y la escultura “volver la espalda al pueblo”, dejándolo “con el sol, a las puertas de sus salones iluminados con neón”.[4] Precisamente, el carácter popular y los supuestos consensos en torno a la imagen de lo nacional, lo folclórico y lo indígena, son los motivos que llevaron a este crítico local a manifestarse contra la pintura de Gramajo Gutiérrez, quien fuera considerado en su momento casi el paradigma del “arte nativo”,[5] calificado incluso por el propio Leopoldo Lugones como el auténtico “pintor de la nación”.[6]
Para aquel crítico de El Litoral, la pintura Indios del carnaval de Simoca no sólo se encontraba desprovista de todo carácter verdaderamente folclórico sino que, por el contrario, lo negaba. Como dejó claro en su crónica:
Sobre el capricho anecdótico o de carnaval, hay un clima y una atmosfera que distingue lo típico argentino, lo folklórico americano de lo europeo u oriental. […] El Carnaval de Simoca de Gramajo Gutiérrez corresponde a un tipo de folklore carnavalesco, sin alusión al tema sino a la intención, que por desgracia ha llegado a convertirse en una plaga nacional, y que merece no premios, sino castigos atroces.
De primera intención ese cuadro parece representar alguna escena persa, alguna kermesse de marineros árabes o turcos o, para aproximarlo más a nuestro ambiente, un capricho marroquí en el club social de La Rioja.[7]
Al día siguiente, el diario El Orden publicó su propia reseña del Salón a página completa, reproduciendo la obra de Gramajo Gutiérrez en un lugar central por debajo del título. Allí se relata que:
“Indios del carnaval de Simoca” (tríptico en tablas), rico en colorido, minucioso en el diseño de escenas típicas, exento de amaneramientos, obtuvo el Premio Ministerio de Instrucción Pública y Fomento. […] Las figuras de “Indios del Carnaval de Simoca”, con decorado apropiado y revelador de un tecnicismo difícil de superar, han permitido al señor Gramajo Gutiérrez la realización de una de sus mejores obras y que, por otra parte, es reflejo de un ambiente en el que su originalidad le comunica aspectos característicos.[8]
¿Reflejo del ambiente o kermesse de marineros turcos? ¿Cómo es posible que la misma obra haya generado dos apreciaciones radicalmente opuestas sobre aquello que fuera considerado lo “típico argentino”? ¿Se trata, en realidad, de posiciones tan antagónicas como en un principio aparentan?
Más allá del encono y el tono descalificador de la nota de El Litoral, la denuncia de un exotismo orientalista que a todas luces deformaba la auténtica imagen del auténtico nativo, da pie a una reflexión sobre aquellas construcciones visuales estereotipadas en torno a las identidades indígenas y mestizas que poblaron los Salones Nacionales de Bellas Artes durante la primera mitad del siglo XX y entre las cuales se destacaron numerosas escenas de festividades, ceremonias y rituales. Como en el caso de Indios del carnaval de Simoca, el interés en su apreciación no es menor y puede ayudarnos, además, a complejizar nuestra percepción sobre un conjunto de obras y autores usualmente desatendidos. Pinturas que, por sus características, han quedado al margen de los relatos historiográficos de posguerra basados en una sucesión lineal de tendencias estéticas y centradas casi con exclusividad en Buenos Aires.
Un capricho marroquí en el club social de La Rioja
Un número considerable de representaciones plásticas de fiestas, ceremonias y rituales fueron dedicadas a evocar los mundos rurales, mestizos e indígenas de las provincias del noroeste argentino. Podría decirse que su producción comenzó en torno al Centenario y acompañó el proceso de institucionalización y consolidación del campo artístico, contribuyendo a la formación de una tradición académica nacional que ponderaba un determinado repertorio iconográfico que incluyó tanto imágenes del paisaje nativo como de los tipos y costumbres de sus habitantes. Sobre estas últimas, Diana Wechsler afirmó que su intencionalidad era la de ofrecer estampas de lo nativo en las cuales se buscaba simplificar la diversidad regional en motivos icónicos reconocibles a partir de una serie de características tipificadas que omitían cualquier rastro de conflictividad social. Se elaboró, entonces, una imaginería nacional que contó “con una extensa galería de personajes construida con una sucesión de íconos regionales, presentados más allá de su situación en la sociedad”. De esta manera, “mistificados en su autoctonía y rusticidad”, cumplieron cabalmente su propósito final de “proveer estereotipos fáciles de incorporar”.[9]
Estas obras operaron como una serie de “memorias culturales”[10] que difundieron una versión del pasado y dieron entidad a un habitante nativo, quien fuera considerado heredero del auténtico espíritu nacional: inmune al transcurrir del tiempo, pero activo guardián de valores y tradiciones amenazados por el progreso. Rafael Samuel destacó la capacidad de ciertos artefactos materiales, entre ellos las imágenes, para activar memorias y disputar sentidos, sosteniendo que “la memoria, lejos de ser un mero dispositivo de almacenamiento o un receptáculo pasivo, un banco de imágenes del pasado, es una fuerza activa y modeladora”,[11] más aún si la consideramos en su rol dialéctico en la conformación de identidades, como lo planteó Jöel Candau al afirmar con razón que “la memoria es identidad en acto”.[12] En efecto, aquellas representaciones proponían, según el pensamiento de Ricardo Rojas,[13] una alternativa identitaria capaz de superar la dicotomía entre lo nacional y lo cosmopolita, a la vez que daba sepultura a la imagen negativa del indio del malón, que a fines del siglo XIX justificó simbólicamente la guerra de exterminio llevada adelante durante la Campaña del Desierto.[14]
Mientras que la serranía cordobesa se impuso con rapidez como paradigma del paisaje nacional, el Noroeste argentino se ofreció como el lugar por excelencia para la representación del paisaje habitado, los tipos y las costumbres, en gran medida porque allí confluían, como en ninguna otra geografía, “un paisaje complejo en términos visuales, un conjunto de tipos humanos alrededor de los que se podía reconfigurar la definición del ‘nativo’ o el ‘criollo’ y un paisaje estratificado en múltiples capas: precolombino, colonial e hispanoamericano”.[15] Los protagonistas de estos cuadros fueron usualmente retratados en actividades vinculadas al trabajo, al ocio o la liturgia, mostrándolos en una situación idealizada de equilibrio entre el tiempo de trabajo y el de descanso, o en una relación armónica entre el hombre, la naturaleza y la divinidad.[16] No obstante, el hecho de que estas obras –por lo menos hasta mediados del siglo XX– hayan hegemonizado en gran medida la producción artística y espacios de circulación y exhibición más tradicionales, no debería asumirse que respondieran necesariamente a un sector ideológico homogéneo al margen de toda disputa de sentidos.
Para 1941, Alfredo Gramajo Gutiérrez comenzaba a cosechar un merecido reconocimiento en los circuitos oficiales, que continuó con la obtención del premio Ministerio del Interior en el Salón Nacional de Artes Plásticas de 1946, con Salamanca norteña, y el Gran Premio de Honor Ministerio de Educación, en 1954, por Un velorio de Angelito. Estas obras se alejaban de la estética que había caracterizado sus primeras producciones, identificadas con ciertas vertientes del simbolismo finisecular, el art nouveau y la pintura de los Nabis. Cayetano Córdova Iturburu rememoraba, tras la muerte del artista en 1961, cuan original resultaba su propuesta a finales de la década del 10:
Cuando en 1918, Alfredo Gramajo Gutiérrez hizo irrupción, por primera vez, en el Salón Nacional de ese año, su pintura importó una novedad no poco sorprendente. Dominaba los salones nuestros, en ese momento, un impresionismo de formas desechas y de sombras coloreadas, de disolventes divisionismos de tono. La pintura del joven tucumano recién llegado a la capital –tenía entonces veinticinco años– era algo muy distinto.[17]
Gramajo Gutiérrez, como otros de su generación, dirigía su mirada a los tipos, costumbres y paisajes del “noroeste montañés” pero su tratamiento particular lo llevó a destacarse del resto:
Su dibujo era preciso, ceñido. Encerraba las formas dentro de líneas de contorno de grafía muy clara y muy simple, movidas en ritmos apacibles. Sus colores vivos, vibrantes, resueltos en casi planos absolutos, apenas modulados o matizados, recordaban el cromatismo intenso, ingenuo y primario de los ponchos típicos de su región natal. […] La simplicidad de las composiciones, su casi planismo, las vivas, las intensas y primarias particularidades de su paleta, daban a sus cuadros una fisonomía de frisos de aire a veces inocente y siempre acentuadamente decorativo.[18]
Si bien sus personajes lucían ahora mejor definidos y su pintura ganaba mayor volumen y profundidad, Gramajo Gutiérrez nunca abandonó del todo el gusto por el decorativismo y las escenas abigarradas de detalles, así como por el uso de una paleta de colores intensos, reflejo de la fina observación de las artes populares que caracterizó toda su extensa trayectoria.
El tríptico de 1939, ganador del premio Ministerio de Instrucción Pública y Fomento de Santa Fe, retrata una comparsa de indios, formaciones que eran populares en las fiestas de carnaval en todo el Noroeste argentino desde principios del siglo XX y tuvieron un origen distinto al indio de carnaval que movilizó el criollismo popular a fines del siglo XIX.[19] Según afirma Rubén Pérez Bugallo, este tipo de agrupaciones surgieron a finales de los años veinte de los intercambios culturales entre migrantes de diversas provincias, desplazados de sus lugares de origen como consecuencia del empleo golondrina en trabajos estacionales como la zafra.[20] Los vínculos entre santiagueños, catamarqueños y jujeños con los habitantes de la zona del Gran Chaco dieron forma a estas comparsas que se caracterizaban por cantar vidalas y vestir adornos plumarios inspirados en los trajes festivos de las comunidades chaqueñas. A su vez, el cine norteamericano, a través de la popularidad alcanzada por el género del western, dejó también su marca en la confección del vestuario y la elección de los nombres de algunas de las comparsas –como fue el caso de “Los Pieles Rojas”, “Los Siux” y “Los Águila Blanca”– que supieron presentarse con asiduidad en los carnavales salteños.[21]
Cada una de las partes que componen la pintura de Gramajo Gutiérrez toma como figura central alguno de los personajes característicos de las comparsas de indios: el cacique, el músico y el bailarín. Utilizando como recurso un montaje escenográfico, el artista los dispuso en un primer plano, solos o acompañados, y de frente al observador, mientras que por detrás y separados tras una barandilla de madera, colocó a varios de los asistentes al espectáculo.[22] Este encuadre, sumado a la cantidad de detalles decorativos que pueblan la escena –desde los trajes, tocados y plumas de los danzantes a las flores y ornamentos que engalanan el predio en el que se desarrolla la escena– no hacen más que acentuar el carácter artificial de todo el conjunto. Si bien esta misma abundancia revela en Gramajo una observación minuciosa del ámbito festivo y la cultura popular, muy poco habitual entre sus contemporáneos,[23] al mismo tiempo produce un extrañamiento en el ya mencionado crítico de El Litoral, quien queda pasmado al no encontrar correspondencia alguna entre la obra y las convenciones establecidas sobre la imagen del componente indígena en la cultura nacional.
¿Americano, europeo u oriental? En su ya clásico trabajo, Edward Said identificó al orientalismo como un discurso por medio del cual Occidente justificó su dominio colonial sobre el Oriente islámico, construyendo una alteridad idealizada basada en una inferioridad cultural y moral.[24] Este discurso tuvo su despliegue visual durante el siglo XIX en la producción de una serie de imágenes y temas pictóricos que, mediante complejos artificios, fijaron la idea de un mundo carente de historicidad, atemporal y al margen de toda idea de progreso.[25] Estas representaciones fundamentadas en la exterioridad, implicaban la autoridad del conocimiento occidental para definir Oriente al margen de sus propias realidades, negándole cualquier capacidad de agencia. Said señalaba que “la exterioridad de la representación está siempre gobernada por alguna versión de la perogrullada que dice que si Oriente pudiera representarse a sí mismo, lo haría; pero como no puede, la representación hace el trabajo para Occidente y, faute de mieux, para el pobre Oriente”.[26]
Esta elaboración de una otredad infantilizada e incapaz de autorepresentarse no fue privativa de la mirada occidental sobre el mundo islámico; podemos encontrarla de igual manera en los discursos en torno a las alteridades de los pueblos indígenas silenciados en los procesos de constitución del estado nacional y al imaginario creado, a principios del siglo XX, como parte de una serie de estrategias ideadas para contener la heterogeneidad cultural de una población en crecimiento acelerado fruto de la inmigración. Es por este motivo que la pintura de Alfredo Gramajo Gutiérrez, tal vez como cualquier otra obra nativista del periodo, tenga bastante en común con la pintura orientalista, aunque no necesariamente por las razones aludidas en la nota.
La identificación de la comparsa de carnaval con una “kermesse de marineros árabes” habla más de los prejuicios del propio autor (para quien Tucumán y La Rioja resultan equivalentes), incapaz de reconocer una cualidad presente en Indios del carnaval de Simoca: la referencia a un fenómeno contemporáneo que no elude la capacidad de transformación y la historicidad de las poblaciones representadas. Resulta evidente que el crítico adolecía de una visión sesgada de la cultura popular, a la que consideraba detenida en un tiempo ancestral, reacia a todo tipo de cambio que, de por sí, ante sus ojos implicaría una degradación. En sus palabras se percibe el conflicto entre el ideal del ser nacional, en este caso la imagen artificial de los pobladores del Noroeste argentino –cómo debieran ser y cuál la forma correcta de representarles– frente a la realidad de un mundo que no reconoce, le es ajeno y no duda en calificar como el producto de una fantasía oriental. En todo caso, la sensibilidad de Gramajo Gutiérrez era capaz de transitar sin prejuicios por estos temas que, sin duda, le eran familiares debido a su infancia en Monteagudo –una localidad cercana a la frontera entre Santiago del Estero y Tucumán–, y los continuos viajes que realizó por el país gracias a su empleo en el Ferrocarril Central.
El exotismo de la pintura, por cierto, no fue lo único que horrorizó al autor de la nota: igualmente ofensiva le resultaba la técnica utilizada en su factura que, al parecer, incorporaba con atrevimiento, a la manera de un collage, elementos ajenos a la práctica de un arte elevado: “Como pintura esa tela es mala, agresiva, con recursos ingenuos como ese de incrustar cuentas de vidrio en el color, y colocar trocitos de espejo en las diademas de esos desdichados criollos de carnaval”.[27] Por cierto, Gramajo Gutiérrez, el tradicional pintor costumbrista, no tenía reparos en servirse de recursos estéticos “vanguardistas” para emular la labor de aquellos artesanos populares que confeccionaban los coloridos trajes de carnaval, improvisando verdaderas maravillas con cualquier material que tuvieran a mano.
Desdichados criollos de carnaval
Hay un detalle en la crónica de El Litoral que podría pasar desapercibido, pero no deja de ser relevante: la omisión, voluntaria o accidental, de la palabra “indio” incluso al referirse al título de la obra. Esta transmutación, de los Indios del carnaval de Simoca a unos simples y desdichados “criollos de carnaval” ratifica la negación de todo carácter legítimamente autóctono en la pintura. Pero además también puede ser leída como un síntoma que trasluce algunos de los mecanismos mediante los cuales se construyó la idea de que, en Argentina, “todos bajamos de los barcos” a partir del borramiento de la realidad histórica de la población indígena.[28] Mario Rufer señala el rol fundamental que las elites criollas cumplieron en instituir la escisión entre la escritura de una historia moderna de la nación –secuencial, lineal y homogénea– y aquellas historias otras, fagocitadas y empujadas hacia el plano de la cultura. Éstas, dice Rufer “trabajaron meticulosamente la división entre historia y cultura hacia fines del siglo XIX y principios del XX, elevando a la cultura originaria como tradición, reliquia inocua, texto digno de ser emblema, pero negándole estatuto de historia”. Sostiene además que resulta importante:
Destacar el súbito salto por el cual los cuerpos conquistados de la colonia pasan a ser reliquias embellecidas de la nación […]. Este paso debe analizarse como el doble retórico de la escritura de la historia: la conquista se volvió pasado puro, irrepetible. Y los conquistados tornáronse cuerpos embellecidos por el poder soberano de las élites criollas que los transformó en cultura, “belleza del muerto”, vitrinas inocuas a las que les fue despojada su potencia de dominio, su fuerza legítima de contradicción, y les fue denegada una narrativa de la experiencia histórica, subsumida en el relato nacional y sustraída en la ley positiva de la república.[29]
Las identidades marrones que confrontan al espectador en la obra de Gramajo Gutiérrez pueden ser entonces “criollos”, “mestizos” o “nativos”, pero no tendrían ninguna continuidad directa con el indígena diezmado del siglo XIX y mucho menos con el legado de las grandes civilizaciones precolombinas, de las cuales apenas conservarían vestigios degradados prontos a desaparecer.
Aquella imagen de “pueblo embellecido por el poder” puede ejemplificarse en el hecho de que, entre las numerosas obras sobre festividades del Noroeste presentadas al Salón Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires hasta los años 60, sean prácticamente inexistentes las que aluden al excesivo consumo de alcohol que, según las crónicas de la época, caracterizaban a este tipo de celebraciones.[30] Velorio de Cipriano Chira, grabado que Elba Villafañe envió al XXIII Salón Nacional de 1933, fue una de las pocas excepciones. La estampa formó parte de una serie destinada a ilustrar una edición de 50 ejemplares del libro Jujuy, de Julio Aramburu, publicada en 1935. Cada uno de ellos contenía los 18 aguafuertes impresos en papel Montval, mientras que los primeros 9 incluían además una estampa coloreada a mano por la artista.
El episodio que relata la imagen corresponde a un velatorio en un rancho de Pumahuasi, localidad de la Puna jujeña, bajo el azote de una tormenta. El difunto ocupa el lugar central de la estampa, sobre su pecho han colocado un crucifijo y a los pies de su lecho una corona. A su alrededor, una multitud de personajes estilizados, entre los que se encuentran mujeres, hombres, niños y algunos animales domésticos, presentan sus respetos entre lágrimas y rezos, componiendo una escena abigarrada en los tres cuartos inferiores. Sin embargo, en la esquina superior derecha, es posible espiar la habitación contigua, en la cual pueden observarse un ambiente festivo, músicos tocando instrumentos junto a algunas personas entregadas al baile y la bebida. Aramburu describe con detalle la escena en el libro, la llegada del “rezador” y el trabajo de “las lloronas” y, finalmente, la ventana que se abre a la fiesta en un momento debería, a sus ojos, conservar el clima de “desasosiego y amargura”. Incapaz de comprender costumbres que le resultan contradictorias, asume que son un producto opuesto a la civilización, primitivo y más cercano todavía a la naturaleza que a la cultura:
Una resignación valerosa y unánime sucedía a la desventurada zozobra primitiva. Habían cumplido ya con el deber sagrado de sus ritos y lentamente, todos fueron dejando al muerto, en pleno abandono y soledad. En la pieza contigua, comenzaron a sollozar los instrumentos. Bajo el tremendo aguacero, los seres se embriagaban de leticia inexplicable y pecadora. Nadie puede comprender el secreto simbólico de las almas ignaras. Ahora, querer corregir el mito de esas costumbres contradictorias y obscuras, sería como intentar vencer vanamente las misteriosas fuerzas de la naturaleza.[31]
El alcoholismo era un tópico común en las descripciones que se realizaban sobre los pueblos originarios y una de las razones más aludidas a la hora de justificar la necesidad de un tutelaje por parte del estado con el fin de abrirles “las puertas del mundo civilizado”.[32] Un ejemplo de estas últimas es artículo publicado en la revista Mundo argentino el 4 de abril de 1934, cuyo título es por demás ilustrativo: “Humahuaca: sus bellezas incomparables y las miserias de una raza que agoniza”. Su autor, Reynerio Moreno Campos, un referente del radicalismo tucumano, se explayaba sobre las pintorescas costumbres, fiestas y rituales de los collas y no dudaba en afirmar, entre otras cosas, que este último “es vicioso, bebe alcohol de elevada graduación –de 95 grados– y chicha en exceso, tantas veces como puede”;[33] una sentencia sostenida no solo por la observación personal, sino también por “las estadísticas oficiales” suministradas por los mismos ingenios azucareros que explotaban a sus trabajadores reduciéndolos a una cuasi esclavitud. Moreno Campos realizaba tales afirmaciones en respuesta a un artículo que Cayetano Córdoba Iturburu había escrito pocas semanas antes para La Gaceta de Tucumán, titulado “Reivindicación del colla”. Este escritor, que por entonces reafirmaba su compromiso como intelectual de izquierda afiliándose al Partido Comunista, manifestaba una visión positiva, contraria aunque no prescindente de idealización, en la cual el colla era víctima de “una literatura pintoresca y mentirosa, hermana de la pintura que ha visto colores detonantes en esas tierras irremediablemente pardas, [que] nos ha dibujado el perfil de un hombre vencido que no existe”.[34] Allí los caracterizaba como “vigorosos, recicentrados [sic.] y trabajadores” poseedores de una “voluntad heroica”, cuya raza constituiría una “reserva para los trabajos penosos que nos esperan en un porvenir tal vez no demasiado distante”.[35] En cuanto al consumo de alcohol, Córdova Iturburu no dudaba en señalar que este se realizaba en contextos rituales y festivos específicos:
El colla bebe durante quince días seguidos, en sus prolongadas fiestas primitivas. Pero se mantiene rigurosamente abstemio durante seis meses en las soledades de sus cerros y masca hojas de coca sólo en las largas marchas, en las labores extenuantes de las minas bolivianas, en las travesías en las que es indispensable defenderse de las asechanzas de la puna, el mal de nuestras alturas sudamericanas.[36]
El tríptico de Gramajo Gutiérrez tampoco escapa de representar una versión idealizada y aséptica de la fiesta de carnaval, caracterizada en gran medida por el desborde y los excesos. En ese sentido, no se distancia de la gran mayoría de las obras contemporáneas que eludieron la representación de la conflictividad social presentando una imagen domesticada –“pacificada” en palabras de Rufer–de la alteridad indígena.[37] Al mismo tiempo, su decisión de retratar un fenómeno actual como las comparsas de indios restituye, muy limitadamente, la capacidad de transformación en el tiempo y una actualidad negada a los sujetos de sus pinturas; lo suficiente como para desestabilizar algunos lugares cristalizados acerca de lo típico argentino.
Negados, expulsados y olvidados
La trayectoria de Alfredo Gramajo Gutiérrez, quien falleció el 23 de agosto de 1961, acompañó la vida del Salón Nacional durante sus primeros cincuenta años, siendo asiduo expositor y jurado en más de una ocasión. Sus telas registraron el universo de las creencias y costumbres populares de los pobladores del Noroeste argentino, entre la cuales la fiesta ocupó un lugar privilegiado; ejemplos de esto son El velorio del angelito (1918), Carnaval del norte (1929), Después de la procesión (1936), La salamanca (1946) y Un velorio de angelito (1954). Su muerte coincidió con el final de un periodo en el que las representaciones pictóricas de la fiesta -con diversas modalidades estéticas según la coyuntura- gozaron de relativa popularidad en los certámenes nacionales.[38]
En simultaneo a esta clausura, inició también una secuencia de selección y olvido a partir de las narraciones de posguerra sobre el arte argentino que construyeron un canon modernista, estructurado en una progresión de estilos y figuras señeras, que terminó por eclipsar la diversidad artística de los años previos. Es posible vincular esta selección, que tuvo su encono particular con ciertas vertientes figurativas que no encajaron necesariamente en su relato, a lo que Andreas Huyssen llamó “Gran División”, aquella separación categórica sobre la cual se constituyó el modernismo como una alta cultura frente a los productos de la cultura masiva y la popular.[39] Causa que junto a la indolencia consuetudinaria con la cual, en nuestro país, se ha abordado la cuestión indígena –esa “herida nunca cicatrizada en el mapa de la historia nacional”–[40] fue determinante para que muchas obras sobre festividades terminaran olvidadas en los depósitos de museos y sus autores expulsados del canon oficial.[41] Así lo comprendía también Gramajo Gutiérrez quien, en una entrevista realizada por Bernardo Gravier poco tiempo antes de su muerte, dejaba un lúcido testimonio al expresarse sobre su expulsión de la cátedra de dibujo en la Escuela Nacional de Bellas Artes tras el golpe militar de 1956:
Me gusta decir la verdad aunque la gente se enoje. Tengo 20 años en la docencia y he sido puesto en disponibilidad por el gobierno anterior. No entiendo de política. Y pregunto si pintar lo nuestro, lo hondamente argentino, merece ser castigado. No sólo para mí. Pasamos del centenar en la misma situación. Sobre mi cabeza llovieron muchos años y abundantes fracasos. A pesar de eso, mi experiencia, ciertos hechos no alcanzo a comprenderlos.[42]
Desde hace algunas décadas, el interés disciplinar por nuevos objetos y la activación de diversas memorias sociales en torno a lo indígena y lo afroamericano[43] ha servido para revisar los relatos tradicionales cristalizados como lugares de la memoria, según la noción de Pierre Norá.[44] Pero además ha contribuido a problematizar la constitución canon artístico a partir de otras voces que cuestionen aquello que merecería ser recordado, como parte de un patrimonio en común.[45] Retomando el artículo de Moreno Campos citado más arriba, resulta notable como, a lo largo de sus cuatro páginas –al igual que en la nota anónima del diario El Litoral– no utiliza en ningún momento la palabra “indio” para referirse al colla, cuya existencia en territorio argentino atribuye a una ascendencia extranjera: “El departamento de Humahuaca tiene su honrosa tradición histórica; a ella no me he de referir aquí. Está poblado por collas, cuya ascendencia, en buena parte, se encuentra en la raza boliviana. De ahí el parecido entre los pobladores de los altiplanos argentino y boliviano, en su fisionomía, costumbres y religiones”.[46]
Una y otra vez, estas palabras atraviesan el tiempo y, como una broma perversa, resuenan en la boca de una ministra de seguridad que etiqueta a los mapuches como “chilenos” y “terroristas” para justificar el avasallamiento de derechos, el despojo de tierras ancestrales, la violencia excesiva de las fuerzas de seguridad y la muerte de un joven, como ocurrió en noviembre del 2017 con Rafael Nahuel. En los días que escribo este artículo, un diputado de la nación de una fuerza política autodenominada “federal”, en una bravata racista acorde a los tiempos que corren, culpa a la inmigración (no a toda, por supuesto, solamente la no-blanca) de la degradación del país y la cultura nacional, tomando como ejemplo al charango y a “esa música del norte que nada tiene que ver con la Argentina”, declaración que provocó el repudio de muchos artistas populares y otros referentes.[47] Como señalaba acertadamente Claudia Briones:
Esta idea de que los argentinos vinimos de los barcos se refuerza con la propensión especular a expulsar fuera del territorio imaginario de la nación a quienes se asocian con categorías fuertemente marcadas, mediante una común atribución de extranjería que ha ido recayendo sobre distintos destinatarios a lo largo de la historia nacional, según distintos grupos fuesen adquiriendo sospechosa visibilidad.[48]
También los indios del carnaval de Simoca, retratados por un pintor tucumano a finales de los años 30, parecían ajenos a una Argentina que mirándose en un espejo deformado negaba un componente indígena que no fuera un vestigio atemporal en vías de extinción. Imagen que poco después mostraría sus costuras a partir de las movilizaciones sociales del 17 de octubre de 1945 y al año siguiente, con la llegada del Malón de la Paz a las calles de Buenos Aires, un grupo de alrededor de 170 indígenas de Jujuy y Salta que se movilizó desde la localidad de Abra Pampa reclamando al gobierno la restitución de las tierras ocupadas a las comunidades aborígenes.
Notas
[1] “Decreto del Poder Ejecutivo creando el premio “Ministerio de Instrucción Pública y Fomento de Santa Fe”, Catálogo del XVIII° Salón Anual de Pintura, Escultura y Grabado (Comisión Provincial de Bellas Artes, Museo Provincial de Bellas Artes “Rosa Galisteo de Rodríguez”, 1941), s/p.
[2] Horacio Caillet Bois, “Prefacio”, Catálogo del XVIII° Salón Anual…, s/p.
[3] Cfr. Guillermo Fantoni, Berni entre el surrealismo y Siqueiros. Figuras, itinerarios y experiencias de un artista entre dos décadas (Rosario: Beatriz Viterbo, UNR, 2014).
[4] Horacio Caillet Bois, “Prefacio”, s/p.
[5] Sobre el nativismo en las artes plásticas de la primera mitad del siglo XX: cfr. Marta Penhos, “Nativos en el Salón. Artes plásticas e identidad en la primera mitad del siglo XX”, en Tras los pasos de la norma. Salones Nacionales de Bellas Artes (1911-1989), dir. Marta Penhos y Diana Wechsler (Buenos Aires: Ediciones del Jilguero, 1999), 111-152; Roberto Amigo y Alberto Petrina (cur.), La hora americana 1910-1950, cat. exp. (Buenos Aires: MNBA, 2014); y Pablo Fasce, “El noroeste argentino como entrada al mundo andino: nativismo y americanismo en los debates estéticos de principios del siglo XX”, Artelogie, no 12: (septiembre de 2018), https://doi.org/10.4000/artelogie.1843
[6] María Inés Rodríguez y Miguel Ruffo, Las cosas del creer. Estética y religiosidad en Gramajo Gutiérrez, cat. exp. (Buenos Aires, Fundación OSDE, 2011), 11.
[7] “Mañana se inaugurará el XVIII° Salón Provincial de Bellas Artes”, en El Litoral, Santa Fe, 24 de mayo de 1941, 4.
[8] “Esta tarde se inaugurará oficialmente el XVIII Salón Anual organizado por la Comisión Provincial de Bellas Artes”, en El Orden, Santa Fe, 25 de mayo de 1941, s/p.
[9] Diana Wechsler, “Impacto y matices de una modernidad en los márgenes. Las artes plásticas entre 1920 y 1945”, en Nueva Historia Argentina. Arte, Sociedad y Política, ed. José Emilio Burucúa, Vol I (Buenos Aires: Sudamericana, 1999), 280.
[10] Peter Burke, “Historias y memorias: un enfoque comparativo”, Isegoría. Revista de Filosofía Moral y Política, no 45 (2011): 491, https://doi.org/10.3989/isegoria.2011.i45.739
[11] Rafael Samuel, Teatros de la memoria (Valencia: Publicacions de la Universitat de València, 2008), 12.
[12] Jöel Candau, Memoria e identidad (Buenos Aires: Del Sol, 2008), 15.
[13] Ricardo Rojas, Eurindia (Buenos Aires: CEAL, 1980 [1924]).
[14] Laura Malosetti Costa, Los primeros modernos. Arte y sociedad en Buenos Aires a fines del siglo XIX (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2011 [2001]), 323.
[15] Pablo Fasce, Del taller al Altiplano. Museos y academias artísticas en el Noroeste argentino (San Martín: UNSAM EDITA, 2019), 30.
[16] Cfr. Luciano Rondano, “Entre lo sagrado y lo profano: fiestas populares en los Salones Nacionales de Bellas Artes, 1911-1960”, Separata “Creencias y devociones, festividades y costumbres”, XVIII, no 27 (diciembre de 2020): 97-139, http://ciaal-unr.blogspot.com/
[17] Cayetano Córdova Iturburu, “Artistas y exposiciones. Despedida de Gramajo Gutiérrez”, en El mundo, Buenos Aires, 30 de agosto de 1961. Archivo Museo de Bellas Artes de La Boca “Benito Quinquela Martín”.
[18] Córdova Iturburu, “Artistas y exposiciones. Despedida de Gramajo Gutiérrez”.
[19] Cfr. Ezequiel Adamowsky, “Disfraces de gaucho y comparsas gauchescas, indios y cocoliches en el carnaval de Buenos Aires, c. 1855-1910”, Prohistoria, XXVI, no 39 (junio del 2023): 1-29, https://doi.org/10.35305/prohistoria.vi39.1701
[20] Rubén Pérez Bugallo, “El Carnaval de los ‘Indios’. Una advertencia sobre el conflicto social”, Cuadernos del Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano, no 14 (1992-93): 97.
[21] Pérez Bugallo, “El Carnaval de los ‘Indios’…”, 98-99.
[22] Sandra Bendayán, María Inés Rodríguez Aguilar, Miguel Ruffo y María Spinelli, “Alfredo Gramajo Gutiérrez (1893-1961) ¿Pintor de la nación o documentalista antropológico?”, en Arte y antropología en la Argentina (Buenos Aires: Fundación Telefónica, Fundación Espigas, Fondo para la investigación del Arte Argentino, 2005), 147.
[23] Según una conocida anécdota referida por el escultor Juan Carlos Distefano, Gramajo Gutiérrez solía comentar en sus clases que él, en realidad, no pintaba, sino que “documentaba”. Una intención etnográfica que –con todas las salvedades pertinentes– en ocasiones se trasluce en los títulos y las descripciones que acompañaban algunos de sus cuadros detallando ubicación y temporalidad precisas como, por ejemplo, el tríptico Pesebre (Navidad de 1929).
[24] Edward Said, Orientalismo (Barcelona: Debolsillo, 2008).
[25] Linda Nochlin, “El oriente imaginario”, en Situar en la historia. Mujeres, arte y sociedad, eds. Linda Nochlin e Isabel Valverde (Madrid: Akal, 2020), 91.
[26] Said, Orientalismo, 45.
[27] “Mañana se inaugurará el XVIII° Salón Provincial de Bellas Artes”, 4.
[28] Un acto que Mario Rufer califica con tino como desaparición, vinculándolo a otros episodios de la historia nacional. Una desaparición que no ocurre necesariamente en el plano físico, sino que se trata de una relación con la historia. Cfr. Mario Rufer, “Un fantasma en el museo: patrimonio, historia, silencio”, en Políticas patrimoniales y procesos de despojo en Latinoamérica, eds. Carina Jofré y Cristóbal Gnecco (Tandil: UNICEN, 2022), 277-293.
[29] Mario Rufer, “El perpetuo conjuro: tiempo, colonialidad y repetición en la escritura de la historia”, Historia y memoria, número especial, (2020): 289-290, https://doi.org/10.19053/20275137.nespecial.2020.11590
[30] Cfr. Luciano Rondano, “La representación de las fiestas, celebraciones y rituales populares en el arte argentino a partir de obras presentadas en el Salón Nacional entre 1911 y 1960” (Tesina de grado, Universidad Nacional de Rosario. Facultad de Humanidades y Artes, 2021), http://hdl.handle.net/2133/22346
[31] Julio Aramburu, Jujuy (Buenos Aires: Viau y Zona, 1935), 32-34.
[32] Reynerio Moreno Campos, “Humahuaca: sus bellezas incomparables y las miserias de una raza que agoniza”, Mundo argentino, no 1211, 4 de abril de 1934, 17.
[33] Moreno Campos, “Humahuaca: sus bellezas incomparables y las miserias de una raza que agoniza”, 17.
[34] Cayetano Córdova Iturburu, “Reivindicación del colla”, boceto mecanografiado, (s.f.), Fondo Cayetano Córdova Iturburu, CeDInCI.
[35] Es difícil no pensar que, con esta calificación, Córdova Iturburu pareciera acercar al colla a la imagen del obrero o el campesino heroico de las tradiciones de la gráfica política. Marcela Gené analizó la genealogía de estas representaciones en relación a la iconografía del primer peronismo. Cfr. Marcela Gené, Un mundo feliz. Imágenes de los trabajadores en el primer peronismo. 1946-1955 (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2005).
[36] Córdova Iturburu, “Reivindicación del colla”.
[37] Mario Rufer, “El perpetuo conjuro: tiempo, colonialidad y repetición en la escritura de la historia”, 290.
[38] El auge de esas representaciones tuvo su comienzo en torno al Centenario, cuando los diferentes actores del campo se sintieron impelidos a una búsqueda identitaria en el arte, propiciando la adopción del paisaje y los tipos humanos nacionales como los motivos por excelencia de la tradición artística local.
[39] Cfr. Andreas Huyssen, Después de la gran división. Modernismo, cultura de masas, posmodernismo (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2002).
[40] Amigo y Petrina, 13.
[41] Roberto Amigo ha llamado la atención ante el deliberado silencio que cayó sobre aquellos artistas que fueron vinculados al peronismo, como fue el caso de Enrique de Larrañaga a quien se lo apartó de los relatos oficiales, llegando incluso a desaparecer (el uso del término no es inocente) algunas de sus obras de los acervos públicos. Cfr. Roberto Amigo (cur.), Larrañaga, cat. exp. (Buenos Aires: Asociación Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes, 2013).
[42] Bernardo Graiver, “Los pintores que quieren pintar y hacer arte argentino deben ir tierra adentro. Opina Alfredo Gramajo Gutiérrez”, en Clarín. Suplemento literario, Buenos Aires, 5 de abril de 1959. Archivo Museo de Bellas Artes de La Boca “Benito Quinquela Martín”. El resaltado es de mi autoría.
[43] Memoria social como “[…] el pensamiento que hace referencia explícita a hechos pasados y experiencia pasada (sea real o imaginaria); pues la experiencia pasada recordada y las imágenes compartidas del pasado histórico son un tipo de recuerdos que tienen una importancia particular para la constitución de grupos sociales en el presente”. James Fentress y Chris Wickham, Memoria social (Madrid: Cátedra, 2003), 15.
[44] Cfr. Pierre Nora, “Entre memoria e historia. La problemática de los lugares”, en Pierre Nora en Les lieux de mémoire, trad. Laura Masello (Montevideo: Trilce, 2009), 19-39.
[45] François Hartog, “Historia, memoria y crisis del tiempo. ¿Qué papel juega el historiador?”, Historia y Grafía, no 33 (2009): 130.
[46] Moreno Campos, “Humahuaca…”, 4. El resaltado corresponde al original.
[47] Cfr. Analía Brizuela, “¡Charango no argentine!”, en Página12. Suplemento Salta 12, Buenos Aires, 28 de febrero de 2025, https://www.pagina12.com.ar/807360-charango-no-argentine
[48] Claudia Briones, “Formaciones de alteridad”, en Cartografías argentinas. Políticas indigenistas y formaciones provinciales de alteridad, ed. Claudia Briones (Buenos Aires: Antropofagia, 2008), 23.