El bosque primario: paraíso perdido de la agricultura brasileña

The primary forest: lost paradise of Brazilian agriculture

Jacques LeenhardtÉcole des Hautes Études en Sciences Sociales, Francia.

Compartir

> autores

Jacques Leenhardt

Icono Correo electrónico, sobre, mail, mensaje en User Interface Jacques.Leenhardt@ehess.fr

Presidente de honor de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA) y Director de Estudios en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales), París, donde dirigió el proyecto “Funciones imaginarias y sociales de las artes y las literaturas”. Especializado en producciones culturales de América Latina, ha organizado numerosas exposiciones internacionales y publicado libros y artículos de gran relevancia. Más recientemente, publicó títulos relacionados con la historia de naturalistas y artistas franceses en Brasil, como Rever Debret. Colônia — Ateliê — Nação (2023) y, en co-autoría, Hercule Florence em quatro tempos (2024).

Recibido: 14 de noviembre de 2023

Aceptado: 18 de julio de 2024





Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

> como citar este artículo

Jacques Leenhardt; “El bosque primario: paraíso perdido de la agricultura brasileña”. En caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA). N° 24 | Segundo semestre 2024, pp. 40-51

> resumen

El artículo propone una revisión de diversas obras de viajeros naturalistas franceses en Brasil que realizaron representaciones de la naturaleza cambiante de las primeras décadas del siglo XIX. Obras de Jean-Baptiste Clarac y Jean-Baptiste Debret entran en diálogo con el trabajo de Hercule Florence, artista, inventor y también agricultor. Analizando tanto escritos como imágenes, entendemos estas piezas como documentos clave para conocer el proceso de instauración de una cultura agrícola basada en la mano de obra esclavizada y en la devastación de la biodiversidad silvestre de la Mata Atlántica paulista.

Palabras clave: Hercule Florence, Mata Atlántica, ilustración naturalista, devastación del bosque primario, agricultura extensiva

> abstract

The article proposes a review of various works by French naturalists traveling in Brazil who make representations of the changing nature of the first decades of the 19th century. The works of Jean-Baptiste  Clarac and Jean-Baptiste Debret entered in dialogue with the work of Hercule Florence, an artist, inventor, and also a farmer. Analyzing both writings as images, we recognize these pieces as key documents to understand the process of establishing an agricultural culture based on enslaved labor and the devastation of the wild biodiversity of the São Paulo Atlantic Forest.

Key Words: Hercule Florence, Mata Atlántica, naturalist illustrations, Old-growth forest devastation, extensive farming

El bosque primario: paraíso perdido de la agricultura brasileña

The primary forest: lost paradise of Brazilian agriculture

Jacques LeenhardtÉcole des Hautes Études en Sciences Sociales, Francia.

I.

Si hay una imagen en la cultura occidental que evoca la idea de un “paraíso perdido”, es la del bosque en su estado primario. En este ámbito, Brasil es sin duda el país que ha proporcionado el mayor contingente de representaciones literarias y figurativas que ilustran este sueño nostálgico. Un inventario de esta iconografía sería tedioso, ya que el período de los descubrimientos, entre los siglos XVI al XVIII, fue demasiado rico en escritos e imágenes.[1]

Para los propósitos de este artículo, que están directamente vinculados a la experiencia colonial, la historia de estas representaciones en Brasil comienza con la llegada de Pedro Álvarez Cabral al continente sudamericano, que él mismo creía que no era más que una pequeña isla a la que bautizó de Vera Cruz en nombre del soberano portugués. A lo largo de dos siglos de guerras con España y, en menor medida con Francia y los Países Bajos, el territorio brasileño fue tomando forma tras un difícil y violento ingreso al continente poblado por diversos pueblos indígenas. Sin embargo, hasta el siglo XVIII, la colonización portuguesa en Brasil se limitó sobre todo a la ocupación de una delgada franja de territorio costero, penetrando raramente por ríos que llegaban al mar desde las sierras del interior. Por esto, apenas puede hablarse de una verdadera ocupación del territorio brasileño por los portugueses, que eran demasiado poco numerosos para poder “controlar” el territorio de Brasil y colonizarlo por completo.

El trabajo forzado de las poblaciones indígenas fue en gran medida un fracaso: la esclavización de los amerindios chocó con la estrategia de estos pueblos, que prefirieron abandonar los territorios costeros y refugiarse en las profundas selvas del interior, donde los portugueses no se atrevían a aventurarse y donde conseguían sobrevivir de forma trashumante. La experiencia de expansión territorial de las “misiones” jesuíticas terminó con la expulsión de la Compañía de Jesús de Portugal y sus colonias en 1759, marcando el fracaso de este intento de organización socio religiosa. Sin embargo, dejó abierto el camino a una nueva corriente de colonizadores intrépidos y violentos conocidos en la historiografía brasileña como bandeirantes. Fueron estos grupos de hombres, abusando del trabajo forzado de millones de africanos esclavizados, quienes abrieron finalmente los caminos hacia el interior del país iniciando su explotación. Este proceso comenzó en la segunda mitad del siglo XVIII y se aceleró notablemente con la llegada de la corte portuguesa a Río de Janeiro en 1808, que trasladaba el trono luego de ser expulsada de Lisboa por las tropas de Napoleón.

De esta época (1816-1819) es la imagen que hasta hoy se considera una “representación» de las más perfectas del bosque primario. Se trata del dibujo del conde Charles Othon Frédéric Jean-Baptiste de Clarac. Esta obra, extraordinaria por la riqueza de sus detalles fue muy elogiada por naturalistas de renombre, como Alexander von Humboldt. Sabemos hoy que Clarac pudo componer esta imagen a partir de un trabajo botánico sistemático que no realizó en Brasil, sino en los exóticos invernaderos de los jardines botánicos europeos. En este caso, su viaje a América del Sur aportó solo una pequeña parte de la información que el artista supo organizar tan admirablemente. La obra es singular también por otro motivo: adquirida por el Louvre recientemente, esta grisalla es la única incursión conocida de Jean-Baptiste Clarac en la pintura (Fig. 1).[2]

La descripción de esta porción de Mata Atlántica en su estado primario que, en aquella época cubría una inmensa porción de Brasil, se caracterizaba por una serie de rasgos comunes en el trabajo de dibujantes cronistas de la época: la existencia de sujetos que parecerían fuera de lo común al viajero europeo, la densidad de los árboles, en gran parte de hojas perennes, y la oscuridad que reina bajo el dosel debido a la estratificación de la vegetación. Esta composición en capas de la vegetación reduce la luz en el sotobosque al 2% de la que hay en la parte superior de la copa, condición que dificulta mucho la representación de la extrema variedad botánica de un entorno que, en la práctica, puede ver muy indistintamente en la penumbra. Ante esta dificultad, el artista resuelve la composición representando un claro en el bosque, como hace aquí Clarac, lo que permite establecer diferentes planos de vegetación, multiplicar la descripción de temas vegetales singulares, destacar las diferencias de nivel del terreno y mostrar cursos de agua que de otro modo permanecerían invisibles bajo el follaje.

Unos años más tarde, Jean-Baptiste Debret, artista francés consagrado y jefe del taller de Jean Louis David durante el Imperio napoleónico, retomó el tema del bosque primario para abrir su Voyage pittoresque et historique au Brésil, publicado en París entre 1834 y 1839.[3]  A diferencia de Clarac, un aficionado que solo estaba de paso por Brasil, Debret vivió en Rio de Janeiro desde 1816 por quince años y produjo, con las 152 litografías de su libro, la obra más innovadora y clarividente de cuantas dejaron los europeos como testimonio de los primeros años del Brasil poscolonial (Fig. 2).

Al comentar la historia del Camacan Mongoyo en la apertura del Volumen I de su libro, Debret utilizó esta lámina para ilustrar el capítulo titulado “Los bosques vírgenes de Brasil”. He aquí el comentario que adjuntó a la imagen:

El grupo de figuras que anima este paisaje representa el regreso de tres soldados nativos civilizados que, tras asolar una pequeña aldea salvaje, traen de vuelta a las mujeres y los niños prisioneros de guerra.[4]

Desde el principio, el lector se pregunta si, con este comentario, el artista muestra una escena de guerra en lugar de un paisaje que, sin embargo, lleva como título “Selva brasileña”. Mediante esta discrepancia, Debret parece indicar que, a la sombra de estas grandiosas copas, se desarrolla más un drama histórico que un espectáculo natural. Así pues, las palabras han cambiado de significado. ¿Qué debemos entender y creer cuando leemos, al pie de la imagen, que el soldado es “civilizado” y que el pueblo destruido “salvaje”? ¿Son realmente ciertas las palabras “salvaje” y “civilizado” allí donde se utilizan?

Y lo mismo ocurre con las imágenes. La que Debret tituló Forêt vierge, les bords du Paraïba (“Bosque virgen, las orillas del Paraïba”), lejos de ser un simple paisaje forestal como indica su título, es más bien una revelación de la falsa imagen que se tenía en Europa de los bosques brasileños. Debret apunta directo a la imagen de Clarac, ampliamente difundida por medio de reproducciones en grabado por toda Europa.[5] Selecciona y amplía una pequeña porción de Mata Atlántica para llamar la atención del lector y poner en tela de juicio la falacia romántica que Clarac sostuvo de manera complaciente. Clarac presentaba una suerte de escena paradisíaca en la que, en la inmensidad de un bosque catedralicio, dos figuras apenas visibles entre la abundante vegetación, cruzan un río sobre un tronco talado. Vestido como indígena bororo, el hombre encabeza la marcha, seguido de su mujer, que lleva a su hijo y a su perrito. Con el brazo extendido, señala un animal, una flor o el camino a seguir. En este marco sublime, la escena destila calma y felicidad; los personajes están “en casa” en esta naturaleza que la mano humana parece no haber violado todavía.

Hasta aquí la postal romántica de la época, que el propio Darwin cita al relatar su llegada a Río de Janeiro en el Beagle el 3 de abril de 1832.[6] Veamos ahora lo que muestra Debret. Partiendo de un poderoso primer plano, la imagen está atravesada por dos troncos que se cruzan, dando una impresión de desorden erizado y contrastando con la majestuosa alineación de las verticales de Clarac. En este agitado escenario, varios personajes cruzan un río sobre un gran tronco. Dos mujeres indígenas arrastran a sus hijos en un equilibrio inestable. Van encadenados y escoltados por tres soldados armados.

En su comentario sobre esta lámina, Debret señala que los hombres con los que vivían estas mujeres murieron cuando su aldea fue incendiada, lo que explica que los soldados solo traigan mujeres y niños como esclavos. Esta escena de guerra y saqueo en el corazón del bosque le hace perder su majestuosidad y lo convierte en la antítesis de las imágenes idílicas y exóticas que circulaban en la época. Muerte, cadenas y botín es lo que impone esta escena. El efecto sobre el lector es tanto más fuerte cuanto que, unas páginas más adelante, Debret reproduce la misma imagen por segunda vez, ampliándola aún más, de modo que se elimina todo el contexto silvestre (Fig. 3).

Todo lo que queda son los personajes, las armas y las cadenas, como si se tratara de recalcar el mensaje: en Brasil, todo empieza con la violencia, la esclavitud y la codicia. En contraste con la mitología romántica de Clarac, Debret crea el teatro dramático de una historia donde la verdad de la colonización se representa en primer plano: la violencia infligida a los nativos por los colonizadores. Con esta imagen, Debret crea la noción de un bosque de violencia. Su imagen no busca el naturalismo; el artista no pretende captar un momento de la vida del bosque: construye una demostración que instala en la apertura de su obra como un contrato de lectura válido para el conjunto. Paradójicamente, el capítulo sobre el bosque primario ofrece a la vez un marco histórico y geográfico, un cronotopo, para usar la noción de Mijaíl Bajtín, en el que se construyen los elementos de una protohistoria marcada por la masacre de los indios. Esta apertura permite al lector comprender las transformaciones sufridas a lo largo de los años por un territorio originalmente cubierto de bosques y sabanas, para convertirlo en una tierra agrícola abierta al progreso técnico y al comercio internacional de los productos de unos pocos monocultivos: azúcar, café, algodón y carne de ganado vacuno.

Al mismo tiempo que Debret dibujaba esta y muchas otras imágenes que acompañaron la transformación de la antigua colonia portuguesa, otro francés llegó a Brasil y se enroló durante cinco años como dibujante en la expedición botánica y zoológica dirigida por el Conde Langsdorff para el Zar de Todas las Rusias. Su nombre: Hercule Florence. En lo que sigue, me propongo seguir junto a él la transformación de la naturaleza brasileña.

II.

La vida de Hercule Florence en Brasil estuvo marcada por dos periodos: la expedición propiamente dicha, que de 1824 a 1829 llevó al pequeño equipo de Langsdorff desde Río de Janeiro hasta la ciudad de Belém, en el estuario del Amazonas, y la vida sedentaria en la que Florence se instaló después en la pequeña ciudad de San Carlos (actual Campinas), desde 1830 hasta su muerte en 1879.

En esta expedición, Florence recorrió varias regiones que ya sufrían la violenta transformación que promueve el extractivismo. Se habían abierto caminos, en particular tras el descubrimiento de arenas auríferas en los ríos. En la medida que la riqueza mineral se agotaba, la agricultura empezaba a ocupar su lugar. En su diario de viaje, Voyage fluvial do Rio Tietê à l’Amazone (1825-1829), Florence describe los cambios que afectan a paisajes que antes eran mantenidos en estado silvestre por las poblaciones indígenas.[7]

La forma en que los colonos portugueses se apropiaron de la tierra fue, junto con su explotación, uno de los factores clave de la transformación del paisaje brasileño. Aunque feudal en apariencia, el sistema agrario históricamente vigente en Brasil ya era, de hecho, de naturaleza capitalista. Como gobernante de un país pequeño y poco poblado, el rey de Portugal no podía imaginar la colonización de Brasil. Por lo tanto, asignó grandes extensiones de territorio a los afiliados (las quince capitanías), con la responsabilidad de cada donatario de desarrollar la economía de los territorios que se les había confiado de forma hereditaria en la Carta de doação.[8] La corona portuguesa se reservaba los beneficios de la minería y la explotación de la madera de Brasil (principalmente del Pau-Brasil, árbol típico de los bosques de Mata Atlántica, explotado por su dura madera de color rojizo y que hasta hoy permanece en peligro de extinción). Esta limitación llevó lógicamente a los colonos que vinieron a vivir a las tierras de las capitanías a centrarse en la agricultura, donde los derechos recaudados por la corona eran menores (Fig. 4).

El método de cultivo utilizado en las sesmarias (inicialmente, lotes de entre 1.000 y 5.000 hectáreas) se basaba en el sistema de roza, tumba y quema. Los agricultores talaban con fuego zonas de bosque para cultivar caña de azúcar o café, agotando la tierra hasta tal punto que, para mantener sus ingresos, pronto se vieron obligados a ampliar las extensiones de cultivo y, por tanto, a talar cada vez más bosque. Así surgió el sistema de latifundios. Por precaución, los propietarios de estos latifundios debían disponer de abundantes reservas de tierra. Si no lo conseguían, se veían obligados a solicitar constantemente la concesión de nuevas sesmarias. El último medio de mantener su posición era hacerse de facto con la propiedad de tierras pertenecientes a la Corona, por la fuerza y en detrimento de los pequeños agricultores que las cultivaban sin título oficial.[9]

Las consecuencias catastróficas de esta lógica de explotación comenzaron a ser denunciadas desde temprano. El botánico y viajero de origen francés Auguste de Saint-Hilaire (1779-1853) escribió en su Voyage à l’intérieur du Brésil (1850) profundas críticas al sistema agrícola colonial ofreciendo sugerencias para superarlo. El objetivo de sus objeciones era promover un sistema razonable de agricultura.

Si exceptúo la provincia de Rio Grande do Sul, las de las Misiones y la provincia de Cisplatin, en el sur de Brasil no se utilizan ni el arado ni los abonos: todo el sistema de la agricultura brasileña se basa en la destrucción de los bosques: donde no hay madera, no hay cultivo.[10]

Saint-Hilaire criticaba el sistema de economía agrícola como un todo, no el comportamiento de unos cuantos campesinos perezosos que se negaban a manejar el arado. Y este sistema de producción agrícola estaba vinculado, sobre todo en la provincia de Minas Gerais, al sistema de explotación minera que lo precedía y que ya había esterilizado gran parte de las buenas tierras al cubrirlas con los residuos de la minería: “De este modo, los agricultores de la provincia de Minas están completando lo que ya habían comenzado los hombres que fueron en busca de oro, la destrucción de los bosques, que fue tan desastrosa”.[11]

El resultado del sistema de quemadas es que en las tierras agotadas por siete u ocho rebrotes (vegetación conocida como capoeira) que, a su vez, se queman para fabricar abono, arraiga una hierba dominante, el “capim gordura” (proveniente de África y hoy considerada invasora), que impide el crecimiento de cualquier otra vegetación. El agricultor abandona entonces la tierra, ahora inútil, y se marcha a otra parte, dejando tras de sí un territorio no solo sin cultivar, sino trágicamente empobrecido en términos de biodiversidad, de ahí su nombre: terra acabada. Saint-Hilaire insiste en su Flora brasiliae meridionalis:

Es imposible creer que, en medio de estos incendios, que se han repetido tantas veces, no hayan desaparecido ya multitud de especies útiles para las artes y la medicina, y dentro de unos años, la Flora que estoy publicando en este momento no será ya más que un monumento histórico para ciertas regiones.[12]

Saint-Hilaire era consciente de la emergencia ecológica que amenazaba el abastecimiento de agua a las ciudades brasileñas que se encontraban en rápido crecimiento como consecuencia del sistema agrícola vigente. Esta observación desilusionada le lleva incluso a percibir la obsolescencia que amenaza su propia obra científica, que pronto quedará reducida a nada más que un “monumento histórico”, como si la mala administración de los paisajes de su tiempo amenazase también con arruinar el edificio científico que había construido en su obra cumbre, la Flora brasiliae meridionalis.[13]

La toma de conciencia de la obsolescencia de su empresa científica hace eco de la meditación, tan comentada en su época, del conde de Volney sobre las ruinas de Palmira. En su libro Las ruinas de Palmira o Meditaciones sobre las revoluciones de los imperios (1791), muy influyente entre los intelectuales de la época, el filósofo viajero se preguntaba por el destino de tantas brillantes creaciones de la mano humana, hoy reducidas a ruinas.

El lamento por el destino de las obras humanas condenadas a la destrucción se combina aquí con la crítica a la degradación de la naturaleza silvestre causada por la desconsideración de los explotadores de la tierra, ávidos de territorio y riqueza. El imaginario que conecta las ruinas de la arquitectura de Palmira con los bosques de Brasil se basa en la abundante iconografía que acompañaba la obra de Volney. La columna del templo arrojada al suelo y los troncos de los árboles gigantes del bosque originario, talados, quemados y abandonados tras el incendio, se unen. Es una repetición de estas imágenes lo que encontraremos en la obra pintada de Hercule Florence (Fig. 5).

Probablemente a partir las reflexiones de Saint-Hilaire, Florence esboza un pensamiento ecológico en cuyo horizonte se eleva el templo arrojado de la naturaleza silvestre. Sin embargo, para él no se trata de reivindicar la preservación de un ambiente intocado; como en el caso de Saint-Hilaire, se trataba más bien de promover un uso razonable de la naturaleza y garantizar así su sostenibilidad.

Durante la Revolución Francesa se estableció un vínculo simbólico entre el trato a los hombres –la exigencia de libertad que condujo a la abolición de la esclavitud– y el trato a las plantas, como demuestra la diatriba de Daubenton pidiendo la liberación de los naranjos prisioneros en sus cajas en el invernadero de Luxemburgo.[14] Esta preocupación revolucionaria por la libertad también impregnó los discursos sobre cómo llevar a cabo la agricultura en el Brasil esclavista. Sin duda, ni Saint-Hilaire ni Florence se presentaban como defensores radicales de la causa antiesclavista. Sin embargo, sus escritos están marcados por un rechazo similar de la violencia generada conjuntamente por el sistema de distribución de la tierra y el modo de explotación esclavista, que no se ve contrarrestada por el control ejercido por un Estado que es en sí mismo deficiente. Esta situación, señalan, contribuye a crear un clima inestable y angustioso en el que todos los problemas acaban resolviéndose por la fuerza: “El desalojo de los primeros habitantes, la defensa de los límites imprecisos de la propiedad, la supervisión del trabajo esclavo, el control social de los que no tenían tierras, todo requería el uso de la fuerza”.[15]

Todos los aspectos del sistema agrícola brasileño generan una violencia endémica, no solo contra los colonos, los trabajadores agrícolas y los esclavos, sino también contra la propia naturaleza. Para apreciar el alcance de esta violencia, basta con observar las imágenes que nos ha legado Hercule Florence.

III.

La segunda fase de su estancia en Brasil, a partir de 1830, situó al antiguo explorador, de apenas veinticinco años, en el corazón del sistema agrario brasileño, en rápida transformación. De regreso a Porto Feliz, Hercule Florence se casó con la hija de Francisco Alvares Machado, figura prominente del oeste de la provincia de São Paulo, implicado en el Partido Liberal y rodeado de terratenientes. Tras un período de participación política liberal, Florence se retiró a las tierras que sus suegros habían regalado a sus hijos y desarrolló su propia hacienda cafetera.

En su nombre o en el de sus hijos herederos, Florence gestionó tanto un modesto sitio de cultivo de café como una vasta fazenda de 140 hectáreas, La Soledade, adquirida en 1845 por su suegra. Incómodo con el sistema esclavista, a principios de la década de 1860 Florence llegó a un acuerdo con la Compañía Vergueiro para establecer un sistema de colonización en beneficio de agricultores europeos traídos de Suiza. El experimento fue un éxito y los colonos pudieron saldar sus deudas en cinco años y crear sus propias empresas. Este feliz ejemplo demuestra sin duda que: “La presencia y expansión del latifundio azucarero no significó históricamente una pérdida de acceso a la tierra para los pequeños productores; por el contrario, su existencia se mantuvo hasta la década de 1960”.[16]

Sin embargo, privados en su mayoría de los recursos financieros necesarios para desarrollar sus negocios y con dificultades para integrarse en el mercado, los pequeños y medianos colonos tenían pocas posibilidades de acumular las sumas necesarias para crear una empresa que pudiera funcionar de forma independiente. Así, venían a engrosar la línea de marginalidad que relegaba a una cohorte de emigrantes portugueses convertidos en campesinos pobres al frente de familias mestizas, comunidades de antiguos esclavos cimarrones e indios expulsados de sus territorios históricos. Este campesinado precario y dependiente, que intentaba hacerse con tierras en los intersticios infértiles de las plantaciones ricamente dotadas, nunca ha desaparecido y sigue sufriendo la violencia que caracteriza su condición.

A pesar del éxito de su primer intento, Florence no repitió la experiencia colonial, aunque no está claro por qué. A partir de entonces, La Soledade se apoyó en el trabajo de las personas esclavizadas que sus hijos habían heredado de su madre. Esta experiencia llena de contradicciones, sumado a su condición de pintor y a su posición privilegiada en el sistema agrícola, hacen que las representaciones que Hercule Florence de las granjas de sus amigos y vecinos tengan un singular interés documental.

Por ejemplo, la acuarela que representa el Sítio Ibicava está llena de lecciones. Se trata de una hacienda de tamaño medio con una producción diversificada, que incluye la caña de azúcar, cultivo tradicional de la región, y el café, nuevo cultivo introducido para compensar la caída del precio del azúcar en el mercado mundial tras el desarrollo de la caña de azúcar en Cuba. La región también produce carne vacuna.

En el centro, Florence muestra la casa del amo, un sobrado, un edificio de dos plantas, con la familia del propietario ocupando el primer piso. Las senzalas o viviendas destinadas a los trabajadores esclavizados están adyacentes para permitir la vigilancia, y los edificios de servicio están dispersos alrededor de un vasto patio abierto.

Al fondo, los vestigios de Mata Atlántica primaria recuerdan que todas las tierras agrícolas se abrieron venciendo al bosque. Todas las imágenes producidas por Florence de estas propiedades agrícolas están marcadas por la presencia, desde el primer plano hasta el horizonte, de los esqueletos macilentos de los árboles que han sido quemados durante las rozadas. Veremos con más detalle la importancia de la presencia de estos esqueletos, que marcan todo el paisaje agrícola del oeste de la provincia de São Paulo con sus siniestras pero poderosas verticales (Fig. 6).

Otra imagen, también enmarcada por dos árboles muertos que recuerdan la persistencia de la técnica de quemada, narra la evolución de una finca particular: la Hacienda de la Cascada. Se trata de un dibujo de 1834 (Fig. 7). Detrás de la senzala, a la izquierda, una gran superficie permanece vacía, lo que indica que el terreno ha sido desbrozado recientemente (Fig. 8).

Por otra parte, en el cuadro pintado desde exactamente el mismo punto de vista, con las mismas dos figuras en primer plano y el mismo encuadre proporcionado por los dos árboles quemados, esta zona, antes apenas desbrozada, está cubierta de cafetales pulcramente dispuestos, bordeados al norte y al oeste por dos campos de caña de azúcar. No se sabe con exactitud cuándo fue pintado este cuadro, pero es evidente que data de después del dibujo de abril de 1834, e ilustra las transformaciones de una finca en expansión.

Siempre es difícil interpretar la ausencia de un elemento en una imagen. Sin embargo, es interesante observar que la cascada, aquí representada en gran parte en primer plano, es un elemento tan importante del paisaje que da nombre a la propiedad. Debido al punto de vista que Florence adoptó para su dibujo, no podemos estimar su altura. Sin embargo, la ausencia de molinos de agua demuestra que, aparentemente, no se explota esta fuente potencial de energía. Dada la naturaleza del trabajo en una hacienda azucarera, donde el jugo de la caña debe extraerse mediante fuerza mecánica, esta ausencia significa que la energía necesaria se obtenía de otra forma, ya fuera mediante el uso de bueyes o de mano de obra esclava, dependiendo de la escala de producción (Figs. 9 y 10).

Antônio Manuel Teixeira, propietario de esta finca, explotaba 201 personas esclavizadas, lo que da una idea de la extensión de sus tierras (en Soledade se contaba con treinta trabajadores forzados para 140 hectáreas). La ausencia de molino de agua, de confirmarse, justificaría una de las críticas constantes que Hercule Florence, en su faceta de «inventor agrónomo», hacía de los hacendados y dueños de ingenios de su entorno: según la visión del artista francés, estos propietarios no buscaban modernizar sus métodos de cultivo mediante el progreso técnico, es decir, no buscaban romper con el modo de producción esclavista.

El auge del cultivo del café a partir de principios del siglo XIX propulsó a las cumbres de la fortuna de los barones de este producto, miembros de una oligarquía apoyada por la corona, pero mediocres agricultores que devastaban la tierra aprovechándose de mano de obra esclavizada. Esta otra vista que Florence pintó de la Hacienda de Caxoeira resume perfectamente la visión que el artista tenía de los métodos agrícolas que se practicaban a su alrededor (Fig. 11).

Examinando esta imagen, recordamos las reflexiones de Saint-Hilaire:

En medio de estos inmensos prados había esparcidos grandes árboles medio quemados, restos de los bosques vírgenes que antaño cubrían estas montañas. Las ramas se habían consumido, pero los troncos habían resistido la fuerza de las llamas, y despojados de su corteza, contrastaban de un modo singular, por su color negro y ceniciento, con el verde tierno de la humilde vegetación que crecía a sus pies. [17]

La experiencia de Saint-Hilaire fue compartida por todos los viajeros de la época. El propio Florence, en su Voyage fluvial, escrito durante la expedición de Langsdorff, escribió:

Podemos adivinar por qué todos los tocones y ramas tortuosas de estos árboles serrados están negros brillantes como un arrendajo, y por qué la hierba es de un verde tan uniforme; es porque el fuego ha pasado por allí, y todo renace al mismo tiempo; pero esta costumbre del caipira [campesino], que quiere renovar todos los años sin dificultad los pastos de su ganado, está preparando la esterilidad de estas hermosas regiones, si el cultivo inteligente no repara tanto daño.[18]

Es importante señalar que la visión de Florence de los troncos de jequitibas, enormes columnas negras plantadas en medio de un paisaje verde es, ante todo, una experiencia estética que evoca la imagen de las ruinas de Palmira. Esta referencia simbólica no hace sino subrayar la brutalidad del contraste, en cierto modo sublime, entre la vida expresada en el verde crecimiento y la muerte simbolizada por los barriles carbonizados. La belleza de la catástrofe sorprende al espectador por su violencia. Sin embargo, Florence no permite que la comprensión de su imagen se limite al ámbito estético. Pretende explicar esta belleza diabólica de la destrucción creadora. Como atestigua el texto que acabamos de leer, evoca el comportamiento del campesino que no se preocupa de trabajar la tierra, sino solo de explotarla, y que se apoya para ello en la perezosa técnica de las queimadas.

El labrador, figura mítica en el centro de la imaginación agrícola latina y luego europea, está ausente del paisaje brasileño, y es su ausencia lo que estigmatiza la oposición de Hercule Florence entre trabajar y explotar. Sabemos que la palabra “arar” significaba originalmente “producto, renta del trabajo de la tierra”. El trabajo del labrador consiste, pues, en trabajar la tierra, en cultivarla. Se trata de una cultura que los portugueses perdieron con la expansión de la esclavitud: en suelo brasileño, se contentaron con devastar la tierra en lugar de cultivarla, empobreciéndola y destruyéndola. Este tema está bien desarrollado en el famoso libro de Sérgio Buarque de Holanda Raízes do Brasil.[19]

De este modo, el impacto estético de estas imágenes parece ser una especie de introducción a las consideraciones ecológicas sobre el sistema agrícola brasileño. La imagen del Ingenio Caxoeira no solo muestra los lamentables restos de una naturaleza grandiosa, sino que también muestra que la violencia de la esclavitud está indisolublemente ligada a este modo de explotación. El naciente capitalismo agrícola brasileño viola la naturaleza del mismo modo que viola al hombre, como parte de una economía de monocultivo al servicio del mercado de exportación de materias primas.

Para subrayar la omnipresencia de esta violencia, la imagen de Florence se centra de forma muy precisa en la organización del trabajo esclavo. La alineación de los trabajadores y la presencia del supervisor con toga roja forman el escenario perfecto para la explotación del trabajo. La importancia de las formas violentas de autoridad en el libro da pie a una escena que Florence ofrece a su lector como anécdota ejemplar que tuvo lugar mientras visitaba la fazenda de uno de sus amigos. Estaba dibujando la imagen del Ingenio Caxoeira que acabamos de ver:

Mientras registro con mi lápiz el movimiento de estos cuarenta individuos negros, el capataz negro está azotando a un esclavo negro. Esto me da la impresión de que se está ensañando para impresionarme, y al pensar que yo soy la causa de este castigo, me apresuro a volver a mi trabajo.[20]

Que la palabra “negro” (Florence usa en francés, “nigger”) se repita tres veces, como queriendo subrayar que el propio capataz es un antiguo esclavizado, algo que le lleva a comportarse de un modo que Florence analiza como un celo excesivo para cumplir su tarea de vigilante, como un acto de autolegitimación. Al golpear a uno de los trabajadores, el personaje en posición de poder manifiesta la precaria legitimidad de su rol. Pero al mismo tiempo subraya hasta qué punto la violencia física es un elemento constitutivo de la relación de trabajo esclavo. El capataz ejerce esta violencia no por necesidad, sino para demostrar al amigo de su patrón que él mismo está a la altura de su papel de lugarteniente del amo.

Para Hercule Florence, la anécdota del capataz violento es, en definitiva, una forma de vincular su análisis crítico del monocultivo agrícola a su crítica de la violencia de las relaciones sociales. Florence, que era un liberal progresista; no cuestionaba la expansión de las explotaciones agrícolas, sino la forma en que se gestionaban. Los cuadros que realizó, y que dan pie a esta anécdota, documentan el desarrollo de la agricultura en la provincia de São Paulo en la época de su expansión desenfrenada. Florence había pensado incluso en publicar estas imágenes en forma de libro, como homenaje a la energía pionera de estos primeros emprendedores.

El mito del pionero, que anima la epopeya de explotación del territorio alcanzó, evidentemente, al emigrante francés. Compartió en parte su destino y sin duda su ideología. Como muestran sus imágenes –y en esto son absolutamente fieles a la mitología del conquistador en lucha contra el yermo– la lucha de estos pioneros es una batalla de Titanes a la que el inventor Hercule Florence querría aportar un soplo de modernidad. Es en este último punto donde pretende distinguirse, pero es también aquí donde choca con la inmovilidad de las costumbres establecidas. Las vacilaciones y remordimientos de Florence, sus constantes quejas sobre su condición de emigrante perdido en un continente salvaje, alientan en última instancia el resurgimiento consolador de los mitos. A los gigantes del bosque nacidos, como en Ovidio, del matrimonio entre el cielo y la tierra, corresponde la hercúlea tarea de eliminar a los devastadores (Fig. 12).

Hercule Florence sintió que pertenecía a esta generación de héroes pioneros, héroes olímpicos portadores de la civilización. Y en este papel se imaginaba a sí mismo, el inventor incansable, el portador de técnicas agronómicas diferentes de las utilizadas por sus coetáneos, y también el portador de un mensaje ético que no tenía cabida en estas vastas tierras donde prevalecía el salvajismo de los hombres violentos. Son estas contradicciones las que hacen tan interesante el testimonio escrito y pintado de Florence. No sin cierto humor amargo, realizó este ambivalente autorretrato al final de su vida en el que se retrata como el heredero de la Revolución Francesa, con su gorro frigio, mientras que, en el fondo, un gran tronco-columna quemado, testigo de la grandeza despreciada del bosque y desplazado del pedestal en el que debería haber estado, deja crecer a sus pies la verde cosecha del futuro.

 

 

Notas

[1] Una primera versión de este trabajo fue presentada de forma oral en el Instituto de Cultura Chileno Francés en Santiago de Chile, en octubre de 2019.

[2] Aparte de esta obra, de gran calidad en cuanto al dibujo, conocemos algunas láminas publicadas en Fouille faite à Pompéi en présence de S. M. la reine des Deux-Siciles le 18 mars 1813 (s.l. s.d.) y un «Album Clarac» conservado en la familia de la princesa Carolina Murat, reina de las Dos Sicilias.

[3] Jean-Baptiste Debret, Viagem pitoresca e histórica ao Brasil, Introdução, edição e notas de Jacques Leenhardt, tradução revisada de Sérgio Milliet, São Paulo, Imprensa Oficial do Estado de São Paulo, São Paulo, 2016.

[4] Jean-Baptiste Debret, Voyage pittoresque et historique au Brésil, op. cit. p. 26.

[5] Jean-Baptiste Clarac dibujó su “Bosque virgen” en 1819 al regresar de su viaje a Brasil. A partir de 1822 la imagen fue difundida a través de su reproducción como grabado por Claude Fortier.

[6] Nora Barlow, Diary of the Voyage of HMS Beagle, p. 47, apud Luciana de Lima Martins, O Rio de Janeiro dos viajantes. Rio de Janeiro: Zahar, 2015, p. 179.

[7] «Voyage fluvial du Tietê à l’Amazone”, en Hercule Florence. L’ami des arts livré à lui-même (ou Recherches et découvertes sur différents sujets nouveaux) [LADA, 1837-1859]. Manuscrito de 423 páginas conservado em el Instituto Hercule Florence, São Paulo, Brasil. Existe una versión impresa del Voyage fluvial recientemente publicada en Francia, presentada y anotada por Eric Poix. La Lanterne magique, Besançon, 2013.

[8] Véase Bernard Roux, «L’agriculture familiale au Brésil. Une présence ancienne mais une reconnaissance très récente par les politiques publiques au pays du capitalisme agraire», L’Homme & la Société 2012/1 (n° 183-184), pp. 125-159.

[9] Véase: Martine Droulers, Brésil, une géohistoire. Paris : Presses Universitaires de France, 2015.

[10] Auguste de Saint-Hilaire, Voyage à l’intérieur du Brésil, CH.VI Voyage à Itabira, Delavigne et Gallewaert, Tome I, Ixelles lez Bruxelles, 1850, p. 109.

[11] Ibidem, p. 199

[12] Ibidem, p. 200.

[13] Auguste de Saint-Hilaire, Flora brasiliae meridionalis. Paris: Belin, 1825-1832.

[14] Pierre Daubenton, «Oranger», Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, vol. 11. Paris, 1765.

[15] Warren Dean, Rio Claro: um sistema brasileiro de grande lavoura (1820-1920). Rio de Janeiro: Paz e Terra, 1997. Apud José Heder BenattiI, “Apropriação privada dos recursos naturais no Brasil: séculos XVII ao XIX (estudo da formação da propriedade privada)”. In: Delma Pessanha Neves (Org.). Processos de constituição e reprodução do campesinato no Brasil. São Paulo: Editora UNESP; Brasília: Núcleo de Estudos Agrários e Desenvolvimento Rural, 2009, V. 2: p. 220.

[16] Beatriz M. Alasia de Heredia, “O campesinato e a plantation. A história e os mecanismos de um processo de expropriação”, in Delma Pessanha Neves e Maria Aparecida De Moraes Silva (org.), Processos de constituição e reprodução do campesinato no Brasil. Formas tuteladas de condição camponesa, Editora UNESP, São Paulo; Brasília, DF: Núcleo de Estudos Agrários e Desenvolvimento Rural, 2008. vol. I, p. 41.

[17] Auguste de Saint-Hilaire, Voyage à l’intérieur du Brésil, op. cit. p. 109.

[18] Hercule Florence, Voyage fluvial, op. cit. p. 202. Resulta difícil datar las diferentes partes de este relato, redactado originalmente en el curso de la expedición Langdorff, pero que Florence retoca en diversas ocasiones, particularmente en 1848, precisamente en la fecha de realización de la pintura Ingenio Caxoeira. He analizado en otro texto el conjunto de escritos de Hercule Florence y su trabajo constante de reescritura. Ver Jacques Leenhardt, “Hercule Florence, a tentação do romance” in Hercule Florence em quatro tempos. São Paulo: Alameda – IHF, 2023.

[19] Sérgio Buarque de Holanda: Raizes do Brasil, (1936), Brasília: Editora da Universidade de Brasília, 1963. El autor cita, por ejemplo, a Frei Vicente do Salvador (p. 30) a propósito de los agricultores que “querían aprovecharse de la tierra, no como señores, sino como usufructuarios, sólo para a tomar sus frutos y dejarla destruida” (traducción propia).

[20] Hercule Florence, L’inventeur au Brésil, 7e envoi (manuscrito).