Labor afectiva, techos y murallas de cristal: experiencias de trabajadoras de la cultura en Chile

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> autores

Paulina Andrade Schnettler

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Es licenciada en Comunicación Social y periodista de la Universidad de Chile (2010) y magíster en International Media Studies de la Universidad de Bonn, Hochschule-Bonn-Rhein Sieg y Deutsche Welle Akademie. En Chile, ha trabajado en el Museo Nacional de Bellas Artes y la Biblioteca Nacional. Actualmente reside en Alemania, cubriendo el sector cultural como periodista independiente.

Recibido: 1 de enero del 2019

Aceptado: 5 de abril del 2019





Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

> como citar este artículo

Paulina Andrade Schnettler, «Labor afectiva, techos y murallas de cristal: experiencias de trabajadoras de la cultura en Chile». En Caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA). N° 14 | Primer semestre 2019

> resumen

El trabajo describe y analiza algunos de los desafíos a los que se enfrentan las trabajadoras culturales en Chile, con especial atención a las dinámicas que tienen lugar dentro de la institucionalidad cultural. Los resultados de la investigación cualitativa muestran una coincidencia importante con problemas del área previamente descritos en la literatura internacional, tales como la existencia de brechas salariales; el impacto del trabajo doméstico y las responsabilidades familiares en la elección de ciertas ocupaciones o modalidades de trabajo; y la experimentación de diferentes formas de violencia relacionadas con el trabajo cultural y artístico, así como de expresiones de la (así llamada) “bro-culture”. Además, se revela cómo las condiciones de trabajo que conforman un “ecosistema de la precariedad” dentro del campo –cargas de trabajo excesivas, trabajo informal o parcial, acceso limitado a beneficios sociales– se agravan para el caso de las trabajadoras. Asimismo, la conceptualización de fenómenos como la “bro-culture” o la descripción de desigualdades consideradas “inmanejables” contribuyen a explicar las raíces culturales de dimensiones aparentemente más formales o cuantitativas, como las brechas salariales o los techos de cristal.

Palabras clave: sector cultural, brechas salariales, murallas de cristal, techos de cristal, desigualdades inmanejables

> abstract

The present article describes and analyses some of the challenges met by female cultural workers in Chile, with a particular focus in the dynamics taking place within the cultural institutionality. The results of the qualitative research show a strong coincidence with some issues already described in international literature, such as the existence of salary gaps; the impact of domestic labor and the familial responsibilities in the choice of certain occupations or work modalities; and the experiencing different forms of violence related to cultural and artistic work, as well as of expressions of the so-called “bro-culture”. In addition to this, it was proved that the working conditions that shape an “ecosystem of precarity” –the prevalence of work under informal or unstable regimes, part-time jobbing, and limited access to social welfare–within the field worsen for the case of female cultural workers in Chile. It is worth to mention that the conceptualization of phenomena such as the “bro-culture” or the description of inequalities regarded as “unmanageable” contribute indeed to explain the cultural roots of apparently more formal or quantitative dimensions, such as salary gaps or glass ceilings.

Key Words: cultural sector, salary gaps, glass ceilings, glass walls, unmanageable inequalities

Labor afectiva, techos y murallas de cristal: experiencias de trabajadoras de la cultura en Chile

El presente artículo* aborda las relaciones entre dos tipos de desafíos detectados entre trabajadoras de la cultura en Chile.[1] Mientras algunos de estos desafíos pueden ser descritos cuantitativamente y abordados desde la política pública –como es el caso de las brechas salariales y de los llamados techos y murallas de cristal–, otros corresponden a una dimensión más compleja y difícil de caracterizar. Se trata de aquellas desigualdades caracterizadas como “inmanejables”;[2] término utilizado por las autoras Deborah Jones y Judith K. Pringle para describir aquellas desigualdades que permanecen fuera del alcance de una intervención organizacional o de políticas y estrategias gubernamentales.

Si bien el trabajo original consideró tres dominios culturales (Patrimonio Cultural y Natural, Performance y celebración y Medios audiovisuales e interactivos) de los siete definidos por el Marco de Estadísticas Culturales (MEC) de Unesco,[3] en esta oportunidad el análisis se concentra en las dinámicas que se dan al interior del dominio de Patrimonio Cultural y Natural, el cual incluye las redes públicas de bibliotecas, archivos y museos, así como museos, bibliotecas y archivos privados. Lo anterior no excluye que en ciertos pasajes del artículo se realicen alcances sobre el trabajo artístico y cultural realizado por mujeres en otros dominios culturales, como música o audiovisual.

La consideración de museos y otras instituciones patrimoniales como un dominio cultural en sí mismo se explica no sólo como un reconocimiento a su función de preservación y diseminación del patrimonio cultural, sino también de su producción y actualización, como se verá más adelante. Ellos constituyen espacios para el diálogo y el intercambio interdisciplinario, lo cual adquiere una nueva magnitud si se considera el alcance que posee la red de museos públicos en Chile. Lo anterior ocurre a pesar del bajo gasto público en cultura: en 2016, este alcanzó un 0,4 % del total.[4] De este porcentaje, un 31 % fue destinado a la institucionalidad cultural patrimonial. Con este presupuesto, el Servicio Nacional del Patrimonio Cultural –dependiente del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio– administra cuatro archivos históricos,[5] 451 bibliotecas públicas –incluyendo la Biblioteca Nacional, localizada en Santiago[6] y diferentes plataformas digitales– la Biblioteca Nacional Digital y Memoria Chilena, ambos dependientes de la Biblioteca Nacional, entre los más relevantes. La red nacional patrimonial se completa con tres museos nacionales –Museo Nacional de Bellas Artes, Museo Nacional de Historia Natural y Museo Histórico Nacional– y veinticuatro museos regionales y especializados.[7] De acuerdo al Registro de Infraestructura Cultural llevado a cabo por el mismo Ministerio en 2015, a lo largo del país se distribuyen otros 161 museos pertenecientes iglesias, organizaciones de la sociedad civil y diferentes entidades privadas.[8]

El espacio museal y patrimonial provee, además, un panorama diverso de las diferentes actividades y etapas contenidas en el ciclo cultural,[9] así como de las distintas ocupaciones que este comprende. Como se verá a continuación, esta diversidad que se da en el contexto artístico y museal da también cabida a las distintas barreras enfrentadas por mujeres en otras áreas del quehacer humano.

 

Brechas salariales y “trabajo flexible”: creando en un ecosistema de la precariedad

El rápido desarrollo de los sectores culturales y creativos que ha tenido lugar en las últimas décadas en el contexto de una economía en extremo neoliberalizada explicaría, para algunxs autorxs, la falta general de descripciones y estudios que refieran al trabajo y a las condiciones laborales en su interior. Como lo acentúan Conor, Gill y Taylor: “En este contexto de incesante celebración de la ‘creatividad’, la falta de atención al trabajo en estos campos es particularmente perturbadora”.[10] Tanto en los países industrializados como en aquellos en vías de serlo, la configuración de estas áreas como sectores de actividad económica estaría también marcada por la “infiltración de modelos de empleo no convencional provenientes de sectores terciarios caracterizados por bajos salarios”,[11] en palabras de Andrew Ross. A ello debe añadirse la “anormalidad” que rodea a muchos trabajos creativos –como lo señala la editora de sonido que participó en la muestra–, en términos dela excesiva duración o la peculiaridad de sus jornadas (como es el caso de los periodos de rodaje o de músicxs y de otrxs artistas que trabajan en horario nocturno). Como se verá, este rasgo impacta aún más el quehacer de aquellas trabajadoras que son madres o están embarazadas.

En respuesta a esta realidad, así como a la mencionada falta de estudios y estadísticas, el Instituto de Estadísticas de Unesco llevó a cabo, entre los años 2015 y 2016, la primera Encuesta sobre Empleo Cultural. Los datos arrojaron la existencia de “disparidades entre hombres y mujeres, segregación por género en varias categorías de ocupaciones culturales, y la prevalencia de inseguridad laboral, así como de escasa remuneración”.[12]

Varios de estos patrones se replican al interior del sector cultural y creativo chileno. De acuerdo a datos recolectados por el Ministerio de las Artes, las Culturas y el Patrimonio, el sector se caracteriza por una alta tasa de trabajadorxs independientes: 35,4 %, un número que claramente excede la tasa nacional de 19,2 %.[13] En cuanto a la tasa de empleo informal (sin contrato) del rubro, este casi dobla la nacional (22,4 %): 39.8 %.[14] Entre estxs trabajadorxs, el estudio resalta la situación de artesanxs y de operadorxs (como aquellxs que trabajan en el campo de las artes gráficas) como especialmente vulnerable.[15] En términos de acceso a derechos y seguridad social, se estima que más de un 35 % de lxs trabajadorxs culturales no están afiliadxs a ningún sistema de pensión.[16]

Una opinión unánime entre las entrevistadas es que esta situación general de precariedad se agudiza en el caso de las mujeres, especialmente en contextos de maternidad, y también debido a la discriminación que sufren al interior del sistema de salud chileno, ya que deben pagar hasta un 179 % más por el seguro médico que los hombres en las aseguradoras privadas.[17] Una brecha que no está considerada en los honorarios que son negociados por las trabajadoras independientes o en los fondos concursables públicos disponibles para el mundo de las artes.

Dados los costos que involucra (remuneración de pre y post natal, contratación de reemplazos), una posible maternidad es también vista por algunas trabajadoras como una razón que desincentiva la contratación de mujeres. Una de ellas –productora audiovisual– también explica que, de haberlos, los contratos en el rubro suelen hacerse por un periodo fijo de 28 días (que puede ser o no renovable), de manera de evitar el pago de vacaciones y de otros beneficios sociales, lo que hace aún más difícil –si es que no imposible– pensar en una maternidad resguardada y segura. La periodista especializada en música menciona también lo extendido de prácticas como negociaciones personalizadas y no reguladas sobre el permiso de maternidad en ausencia de contrato, sobre la base de una mutua “confianza”.

A esta situación se añade el reconocimiento –unánime– de la existencia de brechas salariales que favorecen a los creadores y trabajadores masculinos. Para una porción importante del grupo (7/12), estas brechas se explican por esta doble precarización enunciada anteriormente.

El análisis estadístico de este tipo de desigualdades se dificulta debido a una falta sistemática de datos desagregados por sexo, así como de otras características demográficas (edad, grupo étnico) en distintos documentos y reportes oficiales producidos en los últimos años y revisados hasta la fecha. Y, en el caso de que los datos existan, estos destacan por su parcialidad, no considerando en muchos casos a lxs trabajadorxs que trabajan en forma independiente o bajo regímenes informales. No obstante esta carencia, la información existente da cuenta de diferencias de sueldo que favorecen a los hombres en casi todos los dominios culturales considerados, con excepción de Patrimonio Cultural y Natural, en el que las mujeres aparecen ganando un 21,8 % más en promedio.[18]

A pesar de que es posible encontrar mayores grados de estandarización y regulación al interior de la institucionalidad cultural pública (lo que no implica la ausencia de trabajo precario o informal), la experiencia indica que sus trabajadoras no escapan a la realidad antes descrita. Como fue expresado por tres entrevistadas, las brechas se expresan aquí en la forma de una sobrerrepresentación masculina en las posiciones directivas o de liderazgo. Los salarios designados para estos puestos (como director de museo) son significativamente más altos que aquellos asignados a las posiciones de nivel medio, a pesar de que la carga de trabajo no está siempre proporcionalmente distribuida: “Tú ves gente que tiene una carga de trabajo significativamente menor pero que está, no sé, cuatro grados más arriba en la escala funcionaria”, reconoce una de las funcionarias públicas. Una (posible) menor legitimación del trabajo cultural femenino se expresa también en el ámbito de los diseños de proyectos: tres de las doce entrevistadas reconocen, en este sentido, que las mujeres estarían más dispuestas a trabajar “por amor al arte” si ello puede ayudar a sacar adelante los proyectos que les interesan.

La mantención de estructuras sociales y familiares tradicionales, así como una fuerte determinación cultural aparece inevitablemente vinculada a estas desigualdades y al trabajo femenino precario: el reconocimiento del impacto de las responsabilidades de cuidado y domésticas en las ocupaciones que finalmente son escogidas por las mujeres que se desempeñan en el campo cultural y artístico es absoluto. La maternidad se vuelve aún más desafiante para las mujeres que trabajan con su cuerpo sobre un escenario o como materialidad para la creación, ya que, además, el campo creativo demanda “estar siempre actualizada” y, en este contexto, “desaparecer” por un periodo mayor a seis meses es visto como una acción de alto riesgo para las mujeres, como lo reconoce una de las entrevistadas perteneciente al dominio de Performance y celebración (música).

En sintonía con lo anterior, un importante grupo (5/12) ve en la labor doméstica –la que no necesariamente involucra labores de cuidado de niños– una carga para sus trabajos artísticos y creativos. Las tareas del hogar y de cuidado son aún vistas como un espacio de negociación e, incluso, de condena social:

Si mi hija saca malas notas, entonces es culpa mía; van a decir ‘ella es una madre ausente’, o ‘la mamá está más preocupada de enviar su trabajo a los festivales’… siempre es difícil llegar a la casa después de un día de trabajo. Tenemos lo que llamo el tercer turno:[19] llegas a la casa y tienes que ocuparte de un montón de cosas; si no te acordaste de ir al supermercado, nadie más lo hará. La sociedad castiga mucho a la mujer que intenta brillar por su carrera(reconoce la compositora de música contemporánea).

La persistencia de estereotipos culturales también se percibe en lo (aún) mal visto que es que los hombres deseen asumir un rol más activo en este ámbito, siendo también socialmente castigados por ello, como señala una entrevistada del ámbito audiovisual.

La autora Rosalind Gill critica aquellas miradas que consideran que “la maternidad es el problema (…) y que refuerzan, en vez de desafiarla, la idea de que los hijos son responsabilidad de las mujeres”.[20] De esta forma, la implementación de políticas “pro-familia” no serían suficientes por sí mismas, ya que ellas, en muchos casos, perpetuarían los sesgos de género (en la forma de horarios más flexibles para las madres, por ejemplo). Este mismo paradigma explica que la automarginalización de las mujeres o la decisión de reincorporarse al mundo laboral en forma parcial o “flexible” sea vista como una opción autónoma y consciente.[21]

Esta falta general de igualdad al interior de la esfera privada tiene como resultado que las mujeres tiendan a buscar horarios de trabajo flexibles, entendiéndose por ello jornadas parciales o “auto administradas” en el espacio del hogar. Un ejemplo clásico para el contexto museal y de las artes en general es el de la restauradora que mantiene el taller en su casa para poder cuidar de lxs hijxs con mayor facilidad, como lo indica una de las curadoras entrevistadas. Pero, más que una opción, estas modalidades de trabajo representan tal vez la “única” posibilidad para seguir ejerciendo sus profesiones y oficios para una parte importante del grupo (5/12). Asimismo, las jornadas parciales o flexibles suelen ir acompañadas de menores salarios, así como de un acceso reducido a los beneficios sociales para aquellas trabajadoras desempeñándose en regímenes no formales.

Si bien no corresponde al concepto clásico de brecha salarial, es importante destacar las desigualdades existentes en el área de los fondos concursables públicos disponibles para el mundo de la cultura y las artes, por cuanto constituyen una fuente central de financiamiento para muchxs artistas, gestorxs y productorxs culturales y sus obras y proyectos, muchos de las cuales concluyen exhibidos en museos y otras instituciones culturales y patrimoniales. En 2017, la Oficina de Género e Inclusión del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio analizó la distribución de estos recursos aplicando la variable de género. Los datos que refieren a dominios como música son decidores: entre los años 2009 y 2017, un 91,92 % de lxs postulantes fueron hombres.[22] La brecha se mantiene durante la fase de selección: un 75,54 % de los proyectos ganadores fueron adjudicados a hombres durante el mismo periodo.[23]  De acuerdo al documento, este es el fondo estatal con la más baja representación femenina.[24] Similar es el caso del Fondo de Fomento Audiovisual: entre 2009 y 2017, las mujeres representaron solo el 28,89 % de las postulaciones, y el 37,73 % de los proyectos ganadores.[25] De acuerdo a los datos para el mismo periodo, los hombres están también sobrerrepresentados en todas las líneas del Fondo de Fomento al Libro y la Lectura, con el 57,2 % de los proyectos presentados, y 52,4 % de los seleccionados.[26] La excepción a esta realidad la constituye el Fondo para el Desarrollo de las Artes: las postulaciones femeninas representaron durante estos años el 52,28 %, y las mujeres correspondieron al 53,34 % de lxs ganadorxs.[27]

En relación a esta realidad, varias entrevistadas consideran problemática la falta de información y transparencia sobre los sistemas y criterios de evaluación. La misma cantidad de trabajadoras considera que la distribución de estos fondos está marcada por el favorecimiento de la creación masculina, reconociéndose además la falta de una perspectiva de género en su diseño, y que se haría necesaria la incorporación de una cuota de género para al menos corregir esta desigualdad de base. Otro factor relacionado es que, de acuerdo a lo expresado por cuatro participantes, la mayoría de lxs juradxs y tomadorxs de decisiones en estos espacios serían hombres, o bien mujeres que carecen de sensibilidad hacia el problema de la desigualdad de género. Pero, como se mencionó anteriormente, los criterios de selección de los jueces es precisamente una de las áreas en las que se percibe falta de transparencia.

A pesar de que la distribución de financiamiento correspondería inicialmente a una dimensión cuantitativa, un aspecto más bien subjetivo emerge rápidamente: el cuestionamiento a la capacidad femenina para manejar y administrar recursos, y la percepción de los hombres como más “capaces” en este ámbito, lo que también se ve afectado por el factor maternidad: “Aquí enfrentamos el mismo problema que al decidir para una jefatura, y es que piensan ‘si su hijx se enferma, ella va a dejar botado el proyecto’. Eres estigmatizada por tantas cosas distintas que al final siempre la decisión es ‘démosle la oportunidad al hombre”, señala una entrevistada del dominio de las artes musicales. Estos argumentos –aparentemente irracionales– van tomando la forma de acciones concretas, reforzando la segregación ya existente en ámbitos artísticos específicos. Como lo explica otra entrevistada del dominio audiovisual:

…otra razón que explica que las mujeres hagan más filmes documentales que de ficción es porque los primeros son mucho más baratos […]. Es también un tema de confianza […]. Es desproporcionado lo que esperamos de las mujeres en comparación a lo que se les exige a los hombres.

Finalmente, respecto de otro tipo de financiamiento entregado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio –en la forma de becas para estudiar y perfeccionarse en el extranjero–, es importante considerar que este no considera apoyo para otrxs miembrxs de la familia, como sí ocurre con los fondos estatales entregados en el ámbito de las ciencias para el mismo objetivo. Una de las expertas consultadas lo define así:

Cuando se diseñaron las condiciones para postular a estas becas, se pensó en la inclusión del cónyuge y de los hijos. Podríamos decir que una política de género fue incorporada en este ámbito. Este Ministerio [de las Culturas, las Artes y el Patrimonio], en cambio, no lo hizo.

 

Techos de cristal, o las formas de expresión para un “nuevo sexismo”

Autoras como Scharff se han dedicado a profundizar en la expresión de fenómenos como los llamados techos de cristal (o segregación vertical) –que hacen referencia al estancamiento de la trayectoria profesional de las mujeres al ir acercándose a posiciones de mayor poder de toma de decisiones o prestigio– en submundos como el de la música clásica. Para este caso, la segregación vertical es entendida como la “sobre o sub representación de grupos particulares en posiciones de poder y prestigio”,[28] siendo para la autora un claro ejemplo de ello la baja representación femenina entre lxs directorxs de orquesta o en los conservatorios, considerados los lugares de mayor prestigio para ejercer la enseñanza en el rubro.[29]

Al ser consultadas por un indicador en particular relacionado con los techos de cristal –“Acceso a capacitación para el liderazgo y administración”–, una mayoría de las trabajadoras considera que los espacios de toma de decisiones y de liderazgo en el mundo de la cultura en Chile están mayoritariamente controlados por hombres. Otro problema detectado es que, de haberlas, las capacitaciones en el área de liderazgo no están destinadas a preparar o empoderar a las mujeres para alcanzar estas posiciones o adquirir habilidades relacionadas con ellas. Como lo expresa una de ellas: “Es cierto, hay programas específicamente diseñados para mujeres, pero el foco está aún puesto en el hacer: ‘yo y mi oficio. Yo soy la que borda, teje, o dibuja’. Pero en cuanto a liderazgo, es mucho más difícil de encontrar”.

Un aspecto relacionado con lo anterior es que, de acuerdo a una porción importante de las entrevistadas (5/12), las mujeres son vistas como “sujetos de riesgo”, no elegibles para posiciones de liderazgo o toma de decisiones, nuevamente debido a una posible (e hipotética) maternidad. Una historiadora, quien trabaja para el Servicio Nacional del Patrimonio, lo ilustra así: “Es un elemento clave cuando se debe decidir entre nombrar a un jefe hombre o una jefa mujer. Si eres mujer y tienes 30, 35 años, siempre están pensando ‘se puede embarazar en cualquier momento’”. Las trayectorias profesionales femeninas siguen así un derrotero fácil de predecir: de acuerdo a lo señalado por cinco entrevistadas, las condiciones para postular o acceder a posiciones de liderazgo en el mundo de las artes y la cultura no son las mismas para hombres y para mujeres, ya que las primeras enfrentan, en muchas ocasiones, los ya mencionados “dobles” o “triples” turnos. En este sentido, dos de las tres expertas que fueron parte de la muestra reconocieron como una falla sistémica la falta de políticas que respalden y fomenten el liderazgo femenino al interior de la institucionalidad cultural.

Lo que parece entonces una dimensión formal o cuantificable –cuántos hombres y cuántas mujeres son nombradxs en posiciones de liderazgo o estratégicas– comienza a demostrar así rasgos de aquella desigualdad “inmanejable”: una medida discriminatoria no explícita, que no está sujeta a ninguna ley y que se basa en preconcepciones sobre la capacidad de liderazgo femenino, se vuelve racional dentro de contextos particulares, incluso en el seno del Estado, operando de manera funcional a la exclusión. Es lo que Gill llama un “nuevo sexismo”, término que acuñó en 1993 para intentar capturar “las aparentemente ‘nuevas formas’ en las cuales la discriminación es llevada a cabo”.[30]

Aunque no directamente relacionado con la oferta de capacitaciones pero sí con la configuración de esta segregación vertical, otro aspecto perteneciente a una dimensión más intangible fue mencionado en varias ocasiones (por seis participantes): la percepción de que las mujeres que alcanzan posiciones de liderazgo deben “masculinizarse” a sí mismas. Ello habla de la prevalencia de un único estilo de mando, asociado a características y actitudes que concuerdan con una idea tradicional de lo masculino. En concordancia con esta narrativa, las mujeres que desean romper el techo de cristal están aparentemente forzadas a asumir comportamientos tales como “aprender a golpear la mesa”, como señalaron algunas. Directamente relacionado con esto se encuentra el hecho de que una porción de las entrevistadas (3/12) considera que los espacios para otro tipo de “habilidades blandas” –en última instancia, para otro paradigma de liderazgo– deben ser aún creados y promovidos.

También en relación con esta dimensión más subjetiva, existe la percepción de que las mujeres que desean alcanzar el nivel directivo enfrentan distintos tipos de estigmas, tales como ser “muy femenina” o “muy masculina”: “Si no eres una mujer fuerte, entonces eres simplemente una indefensa Venus de Milo. Te están poniendo siempre entre dos extremos”, dice la compositora de música contemporánea. En otras palabras, las mujeres nunca serían lo suficientemente “aptas” para el cargo, y su feminidad se convierte así en un territorio maleable, que debe presentarse siempre flexible y atento a las necesidades de la institución. En palabras de Angela McRobbie: “La femineidad se produce, repetitivamente, en las circunstancias específicas en que es desplegada como un requisito normativo del trabajo en cuestión”.[31]

La participación en procesos de tomas de decisiones es también vista como un área compleja, en el que las oportunidades están lejos de presentarse equitativas para hombres y para mujeres. La distribución del poder de decisión es percibida como desigual y siguiendo lógicas patriarcales, que logran efectivamente estancar las carreras de las trabajadoras. De acuerdo a lo señalado por cuatro entrevistadas, las mujeres son vistas como “incapaces” para la toma de decisiones, y el cuestionamiento a sus conocimientos y habilidades es constante. Asimismo, cuando una mujer es finalmente validada para participar de estos espacios, lo es a expensas de más esfuerzo y trabajo que el invertido por hombres. Como lo expresa una de las fuentes –curadora en un museo–, la distribución del poder patriarcal se expresa en cantidades de trabajo descritas como “abusivas”, las que son enfrentadas con estrategias de respuesta o adaptación:

¿Funciona el sistema en términos patriarcales? Absolutamente. Porque incluso en la existencia de ciertos niveles de libertad, para la administración de ciertos espacios, esto se construye sobre la lógica de la homeóstasis: dado que no es posible mantener la salud del sistema sin estos niveles extremos de compromiso, estos niveles se han transformado en una nueva normalidad.

El diagnóstico de esta trabajadora nos lleva a una nueva expresión del mismo problema: el hecho que las mujeres sean vistas en algunos casos como mediadoras y ejecutoras, antes que líderes o directoras, un problema que se agudiza cuando se analizan las formas en que se da la segregación horizontal (ver apartado siguiente) en el ámbito artístico y cultural.

Los datos para el caso de bibliotecas, archivos y museos públicos avalan estas percepciones: el Servicio emplea a un total de 1271 empleadxs públicxs, de lxs cuales el 55 % son mujeres.[32] Adicionalmente, la institución emplea personal de seguridad, un área altamente segregada: 161 de 171 trabajadorxs son varones.[33] La segregación horizontal es también observada entre el personal de apoyo o auxiliar –a cargo de labores como limpieza, reparaciones o carpintería, entre otras–: de 131 trabajadorxs, 97 son hombres y 34 son mujeres.[34] Por otro lado, las mujeres están sobrerrepresentadas entre el personal administrativo – 56,6 %–;[35] así como entre el profesional –59,65 %[36]–; y el técnico: 59,6 %.[37] Lo anterior habla de una muralla de cristal en las posiciones de nivel intermedio al interior de la institucionalidad cultural y patrimonial, mientras que en las directivas se observa que el techo de cristal favorece a los hombres, con un 53 % de los cargos en este nivel.[38]

La verticalidad y rigidez de ciertos dominios es también vista como un obstáculo al momento de lograr incidencia en los espacios de toma de decisiones y para instalar ciertos temas o tópicos (5/12). Este problema afecta especialmente a las trabajadoras culturales que se desempeñan en instituciones públicas, quienes se enfrentarían con “redes y cadenas de mando absolutamente cerradas”, en las palabras de una de las curadoras.

 

Las murallas de cristal, o la trampa del género

La segregación horizontal –fenómeno también conocido como “murallas de cristal”– refiere a la existencia de patrones de trabajo “segregados por sexo […] en los que la concentración de hombres y mujeres en ciertas ocupaciones denota la influencia de los estereotipos de género, de la socialización y de los conceptos de tareas ‘masculinas’ y ‘femeninas’”.[39]

El Reporte 2018 de Unesco sobre Políticas Culturales demuestra que, globalmente, las mujeres que trabajan en los ámbitos artísticos y culturales aparecen concentradas en campos como educación y capacitación cultural (59,9 %), libros y prensa (53,9 %), y artes visuales y artesanía (43,4 %). Al mismo tiempo, existe una sub-representación femenina en las áreas de performance y celebración (22,7 %), medios audiovisuales e interactivos (26,3 %), así como en servicios creativos y diseño (33,4 %).[40]

En relación a la replicación de estos patrones de segregación al interior de otros rubros culturales y creativos específicos, Hesmondhalgh y Baker identifican murallas de cristal en aquellos “tipos de trabajo concernientes a la coordinación y a la facilitación de la producción”,[41] los cuales estarían altamente feminizados. Los hombres, en tanto, estarían sobrerrepresentados en los trabajos técnicos o “de oficio”, como ocurre con los operadores de cámara en el rubro audiovisual, o con el personal técnico que maneja equipos (“roadies”) en el rubro musical y de eventos.[42]

Este diagnóstico encuentra un correlato en las experiencias recolectadas para este trabajo. Hay un acuerdo unánime sobre la presencia y el impacto de los estereotipos de género y la forma en que los roles y ocupaciones están distribuidos en el campo cultural. Una opinión mayoritaria (8/12) es que las mujeres se concentran en áreas que son vistas como una extensión de las labores domésticas y de cuidado, precisamente producción –en el caso de música o cine– y administración. De acuerdo a una de las curadoras entrevistadas, las estructuras internas de los museos espejan de manera muy clara la distribución tradicional de los roles que se da en el resto de la sociedad:

…las áreas de educación están mayoritariamente compuestas y lideradas por mujeres. Esto se relaciona de alguna manera con el cuidado de los niños. Lo mismo ocurre en las áreas de conservación y restauración, que operan como metáfora del cuidado de la casa, y con las áreas administrativas; un reflejo del manejo y con todo lo relacionado con el presupuesto y los gastos del hogar.

Académicas como Stephanie Taylor[43] y la citada Christina Scharff han iluminado otra área de segregación: la concentración de hombres en aquellos roles o trabajos considerados “creativos”, entre los cuales se encuentran por ejemplo dirección de fotografía, composición musical o dirección creativa en agencias de publicidad. Para una mayoría de las entrevistadas, los hombres efectivamente estarían concentrados en estos ámbitos, lo que podría responder a un constructo atávico, que ha sido traspasado desde las artes clásicas a las diferentes áreas de las industrias culturales y creativas: “En la mitología occidental contemporánea, el artista se entiende como masculino por defecto. El mito dominante de la cultura es la del artista como ‘héroe masculino’”[44], como lo documenta Alison Bain.

Las mujeres se han visto así empujadas a roles de apoyo, diseñados para facilitar o hacer posible el trabajo de los creativos masculinos. Una sofisticada forma de división del trabajo es así presenciada: los “genios” en un lado, las “hacedoras” en el otro. Señala al respecto una de las historiadoras consultadas:

Existe esta idea de que las mujeres se desempeñan mejor en humanidades, especialmente para las cosas más ‘sensibles’, o para apreciar el arte […] ver a las mujeres como meras receptoras de la cultura evita que sean vistas como sus ejecutoras.

Las paredes y techos de cristal son difíciles de atravesar, y las experiencias de mujeres que entraron en áreas consideradas “masculinas”, como composición o audiovisual, y que terminaron por abandonar el género o derivar a otro, también fueron compartidas en este contexto (3/12). La influencia de la determinación cultural se ve incluso en los casos en que un número similar de estudiantes de ambos sexos ingresan a la misma carrera, como dirección de cine. Como comparte la periodista y académica del dominio audiovisual, respecto de las estudiantes que, luego de unos años, acaban “renunciando” a la que era su primera opción profesional:

Me las encontraba después en el cuarto año, y cuando les preguntaba: ‘¿Qué estás haciendo?’, y me contestaban: ‘Guión, producción, maquillaje, diseño de vestuario, edición’, etc. ¿Qué pasó con la directora de cine? Algo pasó […] No es que las habilidades hayan desaparecido; lo que desapareció es la confianza, la autoconfianza.

Lo anterior va aparejado con el despliegue de ciertas “características femeninas” en el desarrollo de las carreras o trabajos específicos, respondiendo a la idea de las mujeres como “más preocupadas, comprensivas, y capaces de hacer sentir a los otros ‘a gusto’”,[45] así como mejores comunicadoras, “lo cual supuestamente les permite mantener relaciones personales y evitar el conflicto”,[46] como ha sido detectado por Hesmondhalgh y Baker. Pero, más que corresponder a carreras en que las mujeres pueden desplegar un talento o predisposición natural; trabajos como productora, asistente ejecutiva o relacionadora pública pueden bien estar representando una extensión de las responsabilidades domésticas y familiares, una labor no remunerada que continúa segregada por género, al menos en Chile. Un estudio de 2016 del Instituto Nacional de Estadísticas demuestra que, a ese año, la mujer chilena aún dedicaba el doble de horas (5,89) que el hombre (2,74) a los quehaceres domésticos.[47]

En cuanto a los factores que explicarían estas segregaciones, algunxs autorxs apuntan también a la etapa formativa de lxs trabajadorxs creativxs. Las instancias educativas aparecen aquí como un espacio en el que las desigualdades y los estereotipos de género comienzan a reproducirse, independiente del área. Scharff, por ejemplo, explora la persistencia de una brecha de género en los conservatorios de música clásica, que se expresa en los estudiantes varones que “continúan aprendiendo percusión, mientras que las mujeres tienden a tocar el violín o la flauta”[48], replicando la distribución segregada de los instrumentos que ven entre sus profesorxs.

En el aparentemente opuesto mundo de los nuevos medios, Rosalind Gill describe cómo:

…las diferencias se inician ya en la escuela, donde se ve a las mujeres denunciando que tienen muchas menos oportunidades de utilizar los computadores, y describiendo situaciones en las que los hombres ‘se apoderan’ de las instalaciones tecnológicas, muchas veces intimidando a las profesoras.[49]

Tres de las encuestadas hablan también de una brecha en el uso de tecnologías “duras” por parte de las mujeres, relacionada con un acceso desigual en la etapa formativa.

Otro ámbito en que se expresa la segregación horizontal es el del uso y consumo de bienes y servicios culturales. Áreas como el préstamo de libros al interior del sistema de bibliotecas públicas dan cuenta de brechas y diferencias importantes: en 2017, por ejemplo, un 59 % de los usuarios que solicitaron libros fueron mujeres, y un 32 % hombres.[50] Algo similar ocurre con el uso del programa de alfabetización digital Biblioredes, que durante el mismo año tuvo un 55 % de usuarias y un 45 % de usuarios masculinos.[51]

La situación es otra en las bibliotecas especializadas de los museos: en 2017, un 58 % de sus usuarios fueron hombres y un 42 %, mujeres. En el caso de la Biblioteca Nacional, que conserva colecciones patrimoniales de libros, mapas, periódicos y revistas, se observa una brecha significativa: en 2017, un 39 % del total de usuarixs de estas colecciones fueron mujeres, versus un 61 % de hombres.[52]

Estos datos dan cuenta de patrones segregados de consumo: aquellos servicios más generales –así como aquellas actividades culturales gratuitas o abiertas– muestran una sobrerrepresentación femenina, mientras que las áreas más especializadas –varias de ellas relacionadas con la investigación académica– son visitadas principalmente por usuarios masculinos. Con respecto al primer grupo de actividades, es válido preguntarse si las mujeres estarían actuando como mediadoras para otros públicos, si se considera la importancia del préstamo gratuito de libros para lxs estudiantes escolares, por ejemplo. En este sentido, también es interesante destacar que, en 2017, el público femenino que asistió al Día Nacional del Patrimonio Cultural Infantil –4,3 %– superó claramente al masculino: 2,8 %,[53] mientras que la participación en el Día Nacional del Patrimonio Cultural (sin foco especial en el público infantil) fue más igualitaria, con un 10,2 % de encuestadxs asistentes mujeres y un 10,5 % de hombres.[54]

El reconocimiento de la existencia de diferencias entre hombres y mujeres en cuanto al acceso a los bienes, servicios y recursos culturales es casi total entre las trabajadoras consultadas (11/12). Es más, para un grupo importante de entrevistadas, los hombres son vistos como consumidores de “alta cultura”, lo que iría también aparejado de un poder mayor adquisitivo. Las mujeres, en cambio, son percibidas como teniendo más oportunidades de acceder a bienes y servicios culturales cuando esto ocurre en contextos más familiares o diurnos.

Esto indica una estrecha relación entre las formas de acceso y consumo cultural femenino, y la dimensión de las responsabilidades domésticas y familiares (o de lo privado, finalmente). Los hombres, en tanto, son vinculados a prácticas culturales consideradas como más prestigiosas o socialmente significativas (y que no implican la presencia de niños, por ejemplo), como los conciertos de música clásica, reforzando también la idea del hombre como “sujeto público” por excelencia, apunta una de las expertas en política cultural.

 

La persistencia de la “bro-culture” y de las otras violencias

Las desigualdades hasta aquí descritas denotan la coexistencia de los dos tipos de desafíos mencionados al comienzo del artículo: problemas como las brechas salariales o las dificultades para acceder a posiciones de prestigio son posibles de ser expresadas a través de indicadores cuantitativos, mientras que otras prácticas pertenecen a una dimensión más simbólica, difícil de representar numéricamente. Estas últimas podrían funcionar como la explicación encubierta para aquellas manifestaciones más visibles de la desigualdad, como las brechas salariales. Muchas de las situaciones enunciadas y que pertenecen al territorio de lo “inmanejable” son también sostenidas y alimentadas por lo que ha sido descrito como “bro-culture”;[55] una cultura de lo patriarcal que se expresa en la forma de cerradas redes masculinas, de las cuales las mujeres son excluidas sin que medie una explicación racional. La “bro-culture” conlleva también una serie de comportamientos que resultan intimidantes en un contexto laboral. Uno de los ejemplos proveídos por Jones y Pringles describe, por ejemplo, cómo las mujeres son ignoradas al interior de los equipos de filmación “como si simplemente no pertenecieran a las redes sociales de los directores de departamento masculinos”.[56] El mismo fenómeno, también notado por Gill, es descrito como una forma de “homofilia”: la tendencia a relacionarse o interactuar con aquellxs “que se asemejan a unx mismx en determinados aspectos como raza, sexo y clase”.[57]

Cabe señalar que todas las entrevistadas reconocieron tener experiencias relacionadas con este tipo de exclusión y violencia simbólica. Algunas de las actitudes y comportamientos mencionados y que se pueden considerar como parte de esta cultura patriarcal son: la discriminación por razones físicas (por ejemplo, no considerarlas para ciertas tareas consideradas “peligrosas” o que demanden el uso de la fuerza); ser objeto de burlas, de descrédito o de minimización de su trabajo en público; el ocultamiento o no distribución de información importante; así como el mansplaining[58] (o “machoexplicación”). Estas situaciones son también percibidas como barreras de entrada no formales o explícitas a espacios estratégicos o de toma de decisiones, estableciéndose aquí un claro vínculo con los techos de cristal.

Estos núcleos masculinos son también percibidos como “duros” y difíciles de romper (el caso de los festivales de música fue mencionado varias veces como ejemplo). Como se revela en el ejemplo proveído por la productora musical que fue parte de la muestra:

Yo a veces puedo identificar un problema técnico, si es que lo hay, antes que el técnico a cargo. Pero si lo digo yo, nadie me toma en serio. Luego llega el técnico hombre y dice ‘acá está el problema’: básicamente lo mismo que yo había dicho antes, pero ahora todos los demás contestan ‘sí, sí, eso era’.

Estas actitudes refuerzan también las segregaciones horizontales o murallas de cristal, haciendo que muchas artistas y profesionales opten por no ingresar a ciertos campos o redes profesionales, al ser estos percibidos como “amenazantes”.

El reverso de esta moneda es la disposición, reconocida como intencionada por parte de algunas de las entrevistadas, a trabajar únicamente con otras mujeres que conocen. Esto puede bien ser visto como una forma de resistencia, antes que una discriminación inversa hacia sus colegas varones; la constitución de una hermandad organizada, que actúa y se articula ante los avances y obstáculos que representan los mecanismos de la “bro-culture”. La productora audiovisual del grupo  sostiene:

Las mujeres siempre estamos buscando darle oportunidades a otras mujeres; si hay una que dice, por ejemplo, ‘hey, quiero dirigir algo pero necesito alguien en sonido. Tú, mujer, ¿te harías cargo de eso? Y la otra dice ‘nunca he hecho el sonido, pero sí, démosle’. Si los hombres no nos están dando los espacios, nosotras vamos a crear esos espacios.

Otra razón que explica lo difícil que es superar la “bro-culture” es la determinación (consciente o inconsciente) de mantener el statu-quo o posición de privilegio. En palabras de Joan Acker: “Es difícil renunciar a la ventaja: la creciente igualdad con grupos desvalorizados puede verse y sentirse como un ataque a la dignidad y a la masculinidad”.[59] La misma autora menciona otras prácticas que pueden parecer poco agresivas a primera vista, pero que se despliegan sistemáticamente para reforzar los “regímenes de desigualdad”[60] existentes. Estas van desde no escuchar a otros grupos minoritarios (como las mujeres o las personas de color) en las reuniones, hasta otros “como el acoso sexual, [que] son abiertos y obvios para la víctima, pero no tan obvios para los demás”.[61] El testimonio de la editora en sonido es, en este caso, decidor:

Poco a poco, empezaron a confinarme. En mi área, la idea es trabajar y tener contacto con los directores y con los productores; siempre tienes que estar interactuando. Hasta que un día me vi encerrada en el estudio, editando, editando. ‘Esta es tu tarea. ¿La terminaste? Aquí viene otra’.

En esta misma línea, las mujeres que se desempeñan en espacios culturales, artísticos y creativos deben enfrentar no solo exclusión y discriminación profesional, sino también otras formas de violencia. De acuerdo a la Unesco, “las mujeres artistas y escritoras son un blanco desproporcionado de cyber-violencia, cyber-bullying, cyber-acoso y discursos de odio”,[62] lo que también impacta  las formas en que ellas deciden presentar o distribuir su trabajo.

Al ser consultadas por este indicador, todas las entrevistadas reconocieron haber vivido o presenciado situaciones de violencia, siendo el bullying y el cyber-bullying las formas más comunes. Dos de ellas recuerdan, por ejemplo, haber sido llamadas “feminazi”[63] en público. Otra reflexiona sobre su propia experiencia con el cyber-bullying luego de aparecer en un programa de televisión, y sobre el hecho de que los ataques hacia el trabajo creativo de las mujeres usualmente toma la forma de un ataque personal:

No te están diciendo ‘eres mala humorista’, o ‘eres mala actriz, mala cantante, mala productora, mala periodista’. No. En vez de eso te dicen ‘eres fea. Ningún hombre te quiere. No vales nada. Eres lesbiana –como si fuera una ofensa’. Es interesante, porque es muy raro ver a un hombre siendo vilipendiado a ese nivel.

Lo anterior se vincula nuevamente a este constructo que identifica a la mujer y su quehacer como perteneciente al ámbito privado, y del hombre como “ser público”.

Otra forma de violencia percibida como extendida es la censura, especialmente delicada en el caso de aquellas artistas que usan su cuerpo como soporte principal de expresión. Dos entrevistadas reconocieron, en este contexto, recurrir a la autocensura como mecanismo de defensa al interior de espacios vistos como amenazantes. Un problema asociado mencionado por las trabajadoras de la institucionalidad museal y patrimonial fue la exclusión de tópicos presentados por mujeres, especialmente si estos están vinculados a enfoques de género.

Un tercio del grupo también relató experiencias relacionadas con acoso laboral y con amenazas directas a su seguridad, en la forma de llamadas y correos electrónicos. Dos trabajadoras mencionaron también haber sufrido acoso sexual por parte de sus colegas o superiores masculinos; una práctica vista en este caso como ubicada al extremo final de la cadena de la violencia. Esta es entendida, no obstante, como un continuo, que tiene su punto de partida en la omisión y en el ataque verbal, incluso de aquel que es tratado como “chiste”: “Durante los rodajes ves cosas violentas. La forma en que algunos técnicos se relacionan con las mujeres, o las bromas que hacen. Cuando he visto una situación así, he tratado de pararla. Pero he oído de directores que son realmente misóginos, [lo que] avala lo demás”, revela la productora audiovisual.

 

La labor afectiva como eje para la transformación

La determinación cultural y la idea de que la realidad, tal y como está organizada, obedece a una disposición natural van tejiendo una trama densa y escurridiza, que se presenta muchas veces fuera del alcance de las herramientas y estrategias clásicas de intervención social o institucional. Las formas concretas en que la cultura patriarcal se revela en lo cotidiano permean, silenciosa y sin obstáculos, incluso aquellas dimensiones o categorías consideradas inicialmente cuantitativas. El desarmado y exposición de estos mecanismos, a través de la articulación de testimonios de las trabajadoras de las artes y la cultura –los que muchas veces encuentran un correlato fidedigno en los datos disponibles– podría así contribuir a explicar las raíces de los techos y las murallas de cristal, revelando al mismo tiempo una dimensión de la desigualdad de género que no es posible resolver a través del establecimiento de cuotas o medidas por decreto. Una de las trabajadoras del área patrimonial grafica esta idea con brutal honestidad: “Qué saco con ganar lo mismo que mi colega si mi jefe igual me va a estar ‘punteando’ todo el tiempo”.[64]

Esta idea de la naturaleza femenina como una “carga” que se debe saber sobrellevar en el plano laboral adquiere una de sus máximas expresiones en los casos de maternidad y embarazo. Una realidad que se vuelve problema no solo por el contexto de precariedad que caracteriza al sector, sino también por su utilización como argumento para dificultar el acceso de las profesionales mujeres a posiciones estratégicas y de liderazgo al interior de la institucionalidad cultural, así como a distintas posibilidades de financiamiento.

En combinación con las largas jornadas de trabajo que se encuentran en algunos sectores culturales, los techos de cristal van moldeando una particular brecha en su interior, que se manifiesta en la concentración de mujeres en posiciones del nivel intermedio no adecuadamente reconocidas, caracterizadas no obstante por sus altos grados de exigencia. Son las “trabajadoras ideales” a las que se refería Manuel Castells ya en 2001.[65] Así visto, la institucionalidad cultural se sustenta en una paradoja: las mujeres son catalogadas como sujetos de riesgo cuando se trata de financiar sus proyectos o confiarles el liderazgo de ciertas áreas o de organizaciones completas; mientras que son constantemente validadas en su rol de facilitadoras: capaces para administrar, mas no para decidir. Lo anterior, a pesar del compromiso requerido, comparable (o mayor) al de una posición directiva: la “nueva normalidad” a la que hacía referencia antes una de las entrevistadas.

Esta “nueva normalidad” refiere también a regímenes y condiciones de trabajo extremos, que son aceptados y llevados adelante por las trabajadoras de la cultura, en sintonía con el “eje del placer-dolor” (“pleasure-pain axis”)[66] que describiera Angela McRobbie. Esta metáfora deja en manifiesto la complejidad del trabajo creativo, especialmente cuando es ejecutado por mujeres. Esta dimensión “afectiva” del trabajo de la creación –para utilizar la expresión de Michael Hardt–[67] emerge, por ejemplo, cuando las entrevistadas reconocen involucrarse conscientemente en proyectos por los que recibirán una recompensa monetaria, o acceder a niveles de compromiso que van más allá de lo profesional, incorporando en ese caso otros aspectos y funcionalidades que no son formalmente reconocidos ni recompensados por el sistema. Como lo describe una de las curadoras participantes: “Hemos construido relaciones y redes en las cuales los afectos son también convocados a trabajar, desde una perspectiva crítica”.

Esta mirada y esta disposición hacia el trabajo choca con las estructuras organizacionales y sociales dominantes, vistas en contraste como marcadas por el individualismo y la competencia. Una discusión abierta sobre nuevas formas posibles de organizar el trabajo al interior del campo cultural podría aparecer aquí como elemento mediador, lo que también consideraría la aceptación e inclusión de otros estilos y conceptos de liderazgo y dirección, capaces de dar espacio a la inteligencia colectiva y colaborativa.

A pesar de su aparente especificidad, algunos de los temas que afectan a las trabajadoras culturales en Chile son también una expresión de temas más estructurales. Es el caso de la discriminación económica que sufren las mujeres en el sistema de salud chileno; o las largas jornadas de trabajo establecidas como legales para el campo de las artes y las artes escénicas, lo que imposibilita de facto el equilibrio entre carrera y maternidad. Como indicaron varias entrevistadas, estos temas requieren de una intervención a nivel de política pública, requieriendo la acción de otras entidades estatales, más allá de la institucionalidad cultural (como el Ministerio del Trabajo). Esto último es también un indicador del posicionamiento del tema en un contexto más amplio.

El desafío mayor, no obstante, se encuentra en el ámbito de lo “inmanejable”. ¿Cómo se pueden abordar estas desigualdades, si aparentemente están fuera del alcance de la intervención institucional? Aunque numéricamente menores que los desafíos encontrados en el contexto de esta investigación, los resultados muestran que un gran potencial reside en las acciones ejecutadas por una nueva generación de creativas y creadoras, quienes están aprovechando las oportunidades proveídas por el escenario digital y el carácter interconectado del sector; así como las ganas de aprender, incluso cuando el entorno resulta desafiante, como es el caso de la brecha detectada en el uso de las “tecnologías duras”. El carácter multitasking de las nuevas generaciones –criticado por algunxs de lxs autores citados como parte de la revisión literaria, al entenderse como un rasgo de servilidad hacia el sistema económico imperante– se vuelve ventajoso para el caso de las trabajadoras culturales chilenas, en términos de su capacidad de adaptación a un entorno desafiante, lo que podría incluso permitirles transformar la precariedad en articulación social.

El contexto de movilización feminista que aún atraviesa al país se considera también un factor de cambio. En este sentido, la sororidad –expresada aquí también como capacidad organizativa– ha venido a cubrir la brecha dejada por la baja asociatividad que también caracteriza del sector (Fig. 1.). En este sentido, la conformación de una “hermandad” como forma de resistencia a las prácticas arraigadas de la “bro-culture” puede entenderse como natural y necesaria en una etapa inicial. Estas iniciativas de asociatividad podrían dar paso, no obstante, a la incorporación de más actores y organizaciones sociales.

En relación a lo anterior, no es casualidad que varias entrevistadas mencionaran el aspecto educativo, más allá de su dimensión formal, como clave: un reconocimiento de que los cambios necesarios para abordar los desafíos descritos deberían comenzar en las primeras instancias de socialización. Es, para parte del grupo, uno de los aspectos más urgentes, considerando también el posible impacto de una educación no sexista y con enfoque de género en las referidas segregaciones horizontales.

A pesar de ser visto como un mundo en apariencia “liberal”, el espacio cultural y sus distintas formas de organización ofrecen condiciones propicias para la “retradicionalización”[68] de los roles masculinos y femeninos, lo que va aparejado con una actualización de las viejas y clásicas formas del sexismo. Lo anterior se vuelve especialmente relevante cuando se observan las trampas que todavía restringen la subjetividad femenina en contextos profesionales, así como en la reificación de los cuerpos de las artistas escénicas y performáticas. Este último punto nos recuerda de la relevancia de los sectores creativos y culturales y sus agentes, no solo en su rol de portadores y distribuidores de sentido, sino también como sus productores.

 

Notas

* El presente artículo está basado en la tesis “Gender Equality within Chilean Creative Industries:  A qualitative case study about the challenges and opportunities faced by female cultural workers”, realizada para optar al grado de magíster por la Universidad de Bonn, Hochschule-Bonn-Rhein Sieg y Deutsche Welle Akademie (2018).

[1] Los resultados de la investigación cualitativa se basan entrevistas en profundidad a 12 trabajadoras y expertas del sector cultural chileno, desempeñándose en las áreas de Patrimonio Cultural y Natural (dos curadoras, una historiadora), Performance y celebración (una periodista musical, una productora y una compositora de música contemporánea) y Audiovisual (una editora de sonido, una productora y una periodista y académica); así como a tres expertas, dos de ellas también desempeñándose al interior de la institucionalidad cultural. Todas ellas están o han estado, además, vinculadas a iniciativas con enfoque de género al interior de sus instituciones o lugares de trabajo. Dado que varias de ellas solicitaron permanecer en el anonimato debido a eventuales conflictos laborales, sus nombres no se dan a conocer en esta ocasión. Todas las citas transcriptas en este artículo provienen de estas entrevistas personales.

[2] Deborah Jones y Judith K. Pringle, “Unmanageable inequalities: sexism in the film industry”, en Bridget Conor, Rosalind Gill y Stephanie Taylor (eds.), Gender and creative Labour, United Kingdom, Wiley Blackwell / The Sociological Review, 2015, pp. 37-49.

[3] Los demás dominios son: Artes Visuales y Artesanías, Libros y Prensa, Medios audiovisuales e interactivos, y Diseño y servicios creativos y Patrimonio Cultural inmaterial, considerado un dominio cultural transversal. Ver: Unesco e Instituto de Estadísticas de la Unesco, Marco de Estadísticas Culturales de la Unesco, 2009, p. 23. Esta categorización fue escogida ya que refleja la naturaleza interconectada de las industrias culturales y creativas, otorgándole al mismo tiempo importancia al patrimonio cultural intangible y a las prácticas sociales que tienen lugar en su contexto.

[4] Ver Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA), Estadísticas Culturales, 2016, p. 68.

[5] Servicio Nacional del Patrimonio Cultural, “Archivo Nacional”, http://archivonacional.gob.cl/sitio/  (acceso: 30/06/2018).

[6] Servicio Nacional del Patrimonio Cultural, “Bibliotecas públicas”, http://www.bibliotecaspublicas.cl/sitio(acceso: 30/06/2018).

[7] Servicio Nacional del Patrimonio Cultural, “Subdirección Nacional de Museos”, http://museoschile.gob.cl/sitio/(acceso: 30/06/2018).

[8] CNCA, Catastro de infraestructura cultural: pública y privada, 2017, p. 38.

[9] Unesco e Instituto de Estadísticas de la Unesco, Marco de Estadísticas Culturales de la Unesco, 2009, p. 23.

[10] Bridget Conor, Rosalind Gill, Rosalind y Stephanie Taylor, “Gender and Creative Labour: Introduction”, en Conor, Gill y Taylor (eds.), op. cit., pp. 1–22. Traducción propia. Cursivas en el original.

[11] Andrew Ross, “The new Geography of Work: Power to the Precarious?”, en  Theory, Culture and Society, vol. 25, n° 7-8, London, London University, 2008, pp. 31-49. Traducción propia. DOI: https://doi.org/10.1177/0263276408097795 (acceso 30/06/2018).

[12] Unesco, Re|shaping cultural policies. Advancing creativity for development. Monitoring the 2005 Convention on the Protection and Promotion of the Diversity of Cultural Expressions, 2018, p. 200. Traducción propia. Negritas en el original.

[13] CNCA, Actualización del  impacto económico del sector creativo, 2017, p. 37.

[14] Ibidem, p. 38.

[15] Idem.

[16] Idem.

[17] Gabriela Sandoval y Lorena Leiva, “Planes de isapres: mujer en edad fértil paga 179% más que los hombres”, en La Tercera online, en  https://www.latercera.com/nacional/noticia/planes-isapres-mujer-edad-fertil-paga-179-mas-los-hombres/117419/ (acceso: 24/06/2018).

[18] CNCA, Estadísticas culturales, 2016, p. 64.

[19] Esta nomenclatura hace referencia a las horas de trabajo “normales” (primer turno), las labores domésticas y de cuidado (segundo turno), y el tiempo dedicado a la creación o a la labor artística (tercer turno).

[20] Rosalind Gill, “Sexism Reloaded, or, It’s Time to Get Angry Again”, en Feminist Media Studies, 2011, vol. 11, n° 1, pp. 61-71. Traducción propia.

[21] Ver Leung Wing-Fai, Rosalind Gill, Keith Radle, “Getting in, getting on, getting out? Women as career scramblers in the UK film and television industries”, en Conor, Gill y Taylor (eds.), op. cit., pp. 50-65.

[22] CNCA: “Informe de índice de feminización Proyectos Fondo de Fomento a la Música  Nacional-CNCA 2009 –2017”, 2017, p. 4.

[23] Idem.

[24] Ibidem, p. 10.

[25] CNCA, “Informe de índice de feminización Proyectos Fondo Audiovisual (2009-2017)”, 2017, p. 11.

[26] CNCA, “Informe de índice de feminización Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura (2009-2017)”, p. 14.

[27] CNCA, “Informe de índice de feminización FONDART nacional y regional (2009-2017)”, 2017, p. 4.

[28] Christina Scharff, Equality and Diversity in the Classical Music Profession, London, King’s College of London and Economic and Social Research Council, 2015, p. 12. Traducción propia.

[29] Ver Idem.

[30] Ibidem, Gill, “Sexism Reloaded…”, op. cit. Traducción propia.

[31] Angela McRobbie, “Reflections on Feminism, immaterial Labour and the Post-Fordist Regime”, en New Formations, 2010, vol. 70, pp. 60-76.

[32] Servicio Nacional del Patrimonio – Unidad de Estudios, “Reporte Estadístico Sistema de Personal”, 2017, p. 3. Este es un documento interno. Fue proporcionado por el programa de Equidad de Género del Servicio Nacional del Patrimonio a petición de la autora.

[33] Idem.

[34] Ibidem, p. 4.

[35] Idem.

[36] Idem.

[37] Idem.

[38] Idem.

[39] Unesco, Gender Equality, Heritage and Creativity, 2014, p. 77. Traducción propia.

[40] Ibidem, Unesco, Re|shaping cultural policies, p. 201.

[41] David Hesmondlhalgh y Sarah Baker, Sarah, “Sex, gender and work segregations in the cultural industries”, en Conor, Gill y Taylor (eds.), op. cit., pp. 23-36. Traducción propia.

[42] Ver Idem.

[43] Ver Stephanie Taylor, “Negotiating oppositions and uncertainties: Gendered conflicts in creative identity work”, Feminism & Psychology, vol. 21, n° 3, 2011, pp. 354–371.

[44] Alison L. Bain, “Female artistic identity in place: the studio”, Social and Cultural Geography, vol. 5, n° 2, 2004, pp. 171-193. Traducción propia.

[45] Ibidem, Hesmondlhalgh y Baker, “Sex, gender and work segregations in the cultural industries”, pp. 23-36. Traducción propia.

[46] Idem.

[47] Paulina Sepúlveda, “Mujeres tienen 3,43 horas menos de ocio a la semana que los hombres”, 2018, diario La Tercera online, en https://www.latercera.com/tendencias/noticia/mujeres-tienen-343-horas-menos-ocio-la-semana-los-hombres/90198/, (acceso 30/06/2018).

[48] Ibíd., Christina Scharff, p.12. Traducción propia.

[49] Rosalind Gill, “Cool, creative and egalitarian? Exploring gender in project-based media work”, en Information, Communication and society, vol. 5, n° 1, 2002, pp. 70-89. Traducción propia.

[50] Servicio Nacional del Patrimonio – Unidad de Estudios, “Reporte datos desagregados por sexo”, 2017, p. 1. Este es un documento interno. Fue proporcionado por el programa de Equidad de Género del Servicio Nacional del Patrimonio a petición de la autora.

[51] Idem.

[52] Idem.

[53] CNCA, Encuesta Nacional de Participación Cultural, 2017, p. 113.

[54] Idem.

[55]  Ibidem, Unesco, Re|shaping cultural policies, 2018, p. 198.

[56]  Ibidm, Jones y Pringles, op. cit.. Traducción propia.

[57] Rosalind Gill, “Unspeakable Inequalities: Post Feminism, Entrepreneurial Subjectivity, and the Repudiation of Sexism among Cultural Workers”, Social Politics, vol. 21, n° 4, 2014, pp. 509-528, https://doi.org/10.1093/sp/jxu013 (acceso: 30/06/2018).Traducción propia.

[58] Definido por el Diccionario de Oxford como “(dicho de un hombre): ‘explicar (algo) a alguien, normalmente una mujer, de forma condescendiente’”.

[59] Joan Acker, “Inequality Regimes. Gender, Class, and Race in Organizations”, Gender & Society, vol. 20, n° 4, 2006, pp. 441-464. Traducción propia.

[60]  Idem.

[61]  Idem.

[62]  Ibidem, Unesco, Re|shaping cultural policies, 2018, p. 198.

[63] Término originado por la combinación de las palabras “feminista” y “nazi” que se utiliza en Chile para referirse peyorativamente a mujeres feministas.

[64] Chilenismo que grafica la práctica masculina de acercarse por detrás y frotar (disimuladamente o no) la pelvis contra la parte trasera de la otra persona.

[65] Manuel Castells, The network society. A cross-cultural perspective, Cheltenham, United Kingdom, Edward Elgar Publishing, 2004, p. 27.

[66] Angela McRobbie, “Making a living in London’s small-scale creative sector”, en Dominic Power y Allen J. Scott, Cultural Industries and the Production of Culture,2002,pp. 130-143.

[67] Michael Hardt, “Affective labor”, Boundary, vol. 2, n° 26, 1999, pp. 89-100.

[68] Angela, McRobbie, “Reflections on Feminism, immaterial Labour and the Post-Fordist Regime”, New Formations, n° 70, 2010, pp. 60-76.