La pintura costumbrista mexicana: notas de modernidad y nacionalismo
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> autores
Angélica Velázquez Guadarrama
Historiadora del arte especialista en arte del siglo XIX. Licenciada y maestra en Historia del Arte (UNAM). Investigadora del Instituto de Investigaciones Estéticas y profesora en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Autora de Primitivo Miranda y la construcción visual del liberalismo, entro otras publicaciones.
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> como citar este artículo
Angélica Velázquez Guadarrama; «La pintura costumbrista mexicana: notas de modernidad y nacionalismo». En Caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA). N° 3 | Año 2013 en línea desde el 4 julio 2012.
> resumen
Desde el siglo XVII, la pintura novohispana registró escenas de costumbres o de la vida cotidiana, en su mayoría integradas a las representaciones religiosas. A partir del siglo XVIII, éstas se hicieron más frecuentes y adquirieron autonomía gracias al afán de clasificación y al proceso de secularización. Durante la primera mitad del siglo XIX, los “artistas viajeros” plasmaron el paisaje, los tipos y las costumbres mexicanas que consideraron más “pintorescas”, pero no fue sino hasta mediados de la centuria cuando la pintura costumbrista empezó a ser practicada con asiduidad por los artistas locales como género independiente. Su primer florecimiento tuvo lugar en las ciudades de Guadalajara y Puebla, que contaban con academias cuyos patrones estéticos diferían de los de la de San Carlos. La convivencia de las distintas clases, diferenciadas sólo por su vestido, conformaba una imagen tranquilizadora de la sociedad y ésta es la que predominó en los años cincuenta y se presentó a los espectadores entendidos de los salones de la Academia. En la capitalina Academia de San Carlos, el costumbrismo se practicó con regularidad a partir de los años de la República Restaurada (1867-1876). El género tuvo su epílogo en muchas imágenes que se convirtieron en ejemplos de la corriente “sentimental” del realismo, en las que, detrás del supuesto contenido crítico o social, estaba la demanda del mercado burgués muy propenso a coleccionarlas en el último tercio del siglo.
Palabras clave: Costumbrismo, Academia, pintura mexicana, modernidad, nacionalismo
> abstract
Since the XVII century, Mexican paintings showed everyday life and customs scenes mostly associated with religious subjects. With the beginning of the XVIII century, these became more frequent and gained autonomy thanks to the secularization process and the eagerness for classification. During the first half of the XIX century “travelling artists” captured the Mexican landscape, customs and people, which they considered to be “picturesque”. But it was not until the mid eighteenth hundreds when “costumbrismo” as a genre was practiced by local artists. The cities of Guadalajara and Puebla were the first ones to hold in their academies various important artists in this genre, whose style differed from San Carlos Academy in the capital. The different classes cohabiting only differentiated by their clothing, defined a tranquilizing image of the society, which prevailed throughout the second half of the XIX century and was exhibited in the Academy galleries. In the San Carlos Academy, “costumbrismo” was frequently practiced during the Restored Republic period (1867-1876). The genre had its epilogue in many images that became an example of the “sentimental” realism, in which behind an apparent critical or social content, were the bourgeois market demands.
Key Words: “costumbrismo”, Academy, Mexican painting, modernism, nationalism
La pintura costumbrista mexicana: notas de modernidad y nacionalismo
Desde el siglo XVII, la pintura novohispana registra escenas alusivas a las costumbres o a la vida cotidiana, la mayoría de ellas integradas a la representación de la historia religiosa; sin embargo, a partir del siglo XVIII, éstas no sólo se hacen más frecuentes sino que adquieren autonomía genérica patente en la pintura de castas, en los biombos y en los exvotos gracias al afán de clasificación y al proceso de secularización que se desarrolló con el pensamiento ilustrado.[1] Durante la primera mitad del siglo XIX, los llamados “artistas viajeros” se dieron a la tarea de dejar testimonio visual del paisaje, los tipos y las costumbres mexicanos que consideraron más “pintorescos”; pero no fue sino hasta mediados de siglo cuando la pintura costumbrista empezó a ser practicada con asiduidad por los artistas locales como un género independiente.
En la academia capitalina de San Carlos los discípulos de pintura, salvo contadas excepciones, se mantuvieron al margen de la representación directa de la historia patria y de las costumbres nacionales durante el magisterio de Pelegrín Clavé (1846-1868), caracterizado por su inclinación hacia los temas bíblicos. Fue en algunos centros artísticos de provincia en donde las escenas de la historia y de las costumbres nacionales suscitaron, desde las primeras décadas del siglo XIX, el interés de los pintores por responder a las demandas de una clientela cada vez más interesada. En efecto, la pintura costumbrista mexicana conoció su primer florecimiento en Guadalajara y Puebla, ciudades capitales que contaban con una academia, pero cuyos patrones estéticos diferían de los de la de San Carlos. En Guadalajara sus principales exponentes fueron Felipe Castro, Gerardo Suárez y Jacobo Gálvez[2] y en Puebla, José María Fernández, José María Medina y José Agustín Arrieta, entre otros.
Este interés por la representación visual de la vida cotidiana y las costumbres no llegó a decaer a lo largo del siglo en ninguno de estos centros regionales. En 1865, durante la época del Segundo Imperio, presidido por Maximiliano de Habsburgo (1864-1867), José Agustín Arrieta (1803-1874) firmó una de sus obras más difundidas: Cocina poblana (Fig.1). En este óleo recreó el interior de una cocina en el que, como en sus obras más características de los años cincuenta, las connotaciones sexuales y los elementos gastronómicos forman parte imprescindible en la representación de las clases populares.[3] Como en otras pinturas, el artista poblano ha concebido el espacio como una caja abierta, en este caso flanqueada por los muros de la cocina decorados con ollas y cazuelas de barro y cobre y otros instrumentos del trabajo culinario que sirven para ambientarla. Al centro, una puerta sin cortinas permite vislumbrar la copa de un árbol, y el paso de la luz que se refleja en un muro y en el piso fragmenta el espacio en dos escenas, al igual que un conjunto de objetos: una cazuela de cobre, una calabaza, una col y otras legumbres que dispuestas sobre el piso conforman una naturaleza muerta en el primer plano. Tanto la ventana como la naturaleza muerta dividen las dos escenas que se desarrollan en la pintura: a la izquierda, dos mujeres, una de pie frente a las hornillas, sobre las que se observa una cazuela con mole,[4] y otra de rodillas, ocupada en moler los chiles en el metate,[5] parecen absortas en sus ocupaciones y ajenas al episodio de la derecha, en el que una anciana arrebujada con su rebozo con gesto malicioso y actitud inquisitiva, se acerca a una joven para susurrarle alguna propuesta que intuimos sospechosa. La falda encarnada, ricamente bordada, las arracadas de oro, el collar de cuentas de coral, el tápalo, los zapatos de raso azul en el torneado y estrecho pie, la minúscula cintura de la joven y la protuberancia de sus caderas y pecho, nos permiten identificarla como una “china”,[6] pese a su rubia cabellera y a su tez y ojos claros que desconciertan y contradicen su conocido origen indígena o mestizo. Si éstas eran sus famosas características físicas, igualmente eran conocidas sus prendas morales: una mujer limpia en su casa y su persona, trabajadora e independiente, excelente cocinera, mejor bailadora y fervorosa amante. Su reputación como mujer libre le valió la murmuración y la reprobación social, pero en la doble moral burguesa que caracterizó el siglo XIX dio pie para que un buen número de “hombres de letras” se regodeasen en su descripción, no exenta de erotismo.[7]
A las alusiones sexuales que ya de por sí sugería la representación de la china deben añadirse en el cuadro de Arrieta otros dos elementos: la figura del guajolote como símbolo fálico, al que la china toca con la mano izquierda y ase con una cuerda, en signo de conquista y dominio, así como la vieja que la inquiere en una abierta relación de celestinaje.
Los cuadros de Arrieta representan la visión de las clases bajas desde arriba. Se trata de la representación de “los otros” grupos sociales definidos desde la moral burguesa: las cocineras, los criados, los vendedores ambulantes generalmente situados en el ámbito público y en ocasiones emplazados en los espacios domésticos, como en el cuadro que nos ocupa. Se les ubica entonces en la cocina, el lugar de la servidumbre pero también el espacio en el que confluían el interior y el exterior. Así, la apariencia pintoresca de una escena doméstica sin conflictos se escinde pues, en el imaginario simbólico y plástico de Arrieta, las mujeres del pueblo están expuestas a las transgresiones. Es en el ámbito en el que se mueven los límites; las esferas de lo público y lo privado se fracturan y la convivencia entre los sexos prescinde de los parámetros de la moral burguesa.
Como en una suerte de anverso moral de Cocina poblanase encuentran las imágenes en las que se resalta las virtudes domésticas; la paz y la honorabilidad del hogar burgués se presentan como valores sólidos e incuestionables. En este caso, los lugares representados son los salones de estar, los espacios en los que tenía lugar la apariencia y sus códigos sociales o bien los sitios íntimos como estudios o recámaras.[8] En el siglo XIX, el ámbito privado se definió como el espacio doméstico y a las mujeres como sus principales protagonistas, encargadas de convertirlo en “el nido” donde se deslizarían los felices momentos de la infancia y en “el refugio del guerrero”, el templo en el que el hombre encontraría la virtud, el amor y la tranquilidad proporcionados por la esposa.
La pintura recreó, precisamente, la imagen idealizada del hogar presidido por mujeres laboriosas y habitado por familias armoniosas, contrapuesta a la visión pesimista o más realista que presentaba, por ejemplo, el grabado comercial en las revistas ilustradas: frialdad conyugal, conflictos generacionales, tensiones familiares, prostitución y adulterio. Después de todo, pintura y grabado constituían una construcción simbólica del espacio doméstico y de los papeles sexuales que obedecía a distintos intereses políticos y sociales.
En Soñando el pintor Daniel Dávila (1843-1924) (Fig.2), también poblano como Arrieta, representó a una mujer cosiendo en el interior de su hogar. Se trata ya de una imagen pintada a principios del siglo XX que, sin embargo, recoge la antigua metáfora de la costura asociada con la domesticidad femenina, pero ahora vinculada con un nuevo objeto: la máquina de coser. La modernización, entendida como progreso tecnológico, ha llegado a la esfera privada y se integra sin conflicto al ambiente doméstico burgués poblado de objetos lujosos que acusan la posición social y económica del personaje representado, como el biombo de estilo rococó, el jarrón de porcelana, la base de mármol, la silla de bejuco o la alfombra y la piel de ocelote, que sirven igualmente para crear la imagen de un espacio confortable.
Parece que el interés del pintor, en este caso, no es el encomio de la laboriosidad y la diligencia del personaje representado, que en la tradición familiar del artista pasa por ser Isabel Dávila, una de sus hijas,[9] sino, en un sentido moderno, la captura visual de un momento: un interludio en su labor de costura, el ensimismamiento de la joven en su propio mundo interior. Un tema frecuente en la iconografía de la pintura decimonónica que expresaba el estupor masculino ante el universo interno de las mujeres, su vida anímica, los sentimientos y los recovecos del corazón planteados como una incógnita.
Si la pintura costumbrista experimentó un desarrollo temprano desde la década de 1840 en algunos centros de provincia, en la capital del país y, específicamente, en la Academia de San Carlos, el género costumbrista sólo se practicó con regularidad a partir de los años de la República Restaurada (1867-1876). Fiel a la tradición académica europea y guiada por los ideales estéticos del nazarenismo, la Academia capitalina privilegió la pintura de temas religiosos[10] en la que quedaron plasmados los más caros ideales artísticos y políticos del grupo intelectual que la gobernó hasta 1861, cuando el gobierno del presidente Benito Juárez lo disolvió. Con todo, no debe olvidarse que la pintura de costumbres estuvo presente en las exposiciones que la Academia organizaba anualmente desde 1848 tanto en la obra de las mujeres pintoras, la producción de algunos artistas nacionales independientes, la de algunos artistas extranjeros residentes en México y en las obras de artistas europeos adquiridas por coleccionistas mexicanos y por la propia Academia. Toda esta producción, en general, provenía de colecciones particulares y a veces era mostrada para su venta.[11]
Así, la pintura costumbrista sólo se practicó en la Academia a partir de 1867 cuándo, como resultado de las políticas que en materia educativa se dictaron al triunfo del partido liberal, se reestructuró la institución y este género pasó a formar parte de los programas de estudio. De esta forma, la Academia mudó su nominación por la de Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA), para dar idea de su nueva vocación laica y republicana acorde con los nuevos proyectos culturales del país.
Con el propósito de construir la imagen de la nueva nación que habría de surgir de la aplicación de la Constitución de 1857, de la recuperación del territorio nacional en manos de los ejércitos extranjeros y de la República triunfante, los pensadores liberales exhortaron a los artistas de todos los ramos y credos políticos a trabajar en pos de un arte nacional que representara la nueva condición política del país, que recreara las proezas de su historia, la geografía y los paisajes de su territorio y las costumbres y los tipos de su pueblo. En 1874 en la revista El Artista, Jorge Hammeken y Mexía en el artículo “El arte y el siglo”, dedicado a su maestro Ignacio Manuel Altamirano, sostenía:
Bastante tiempo ha tenido el arte los brazos cruzados. Tiempo es ya de moverse, de entrar un poco en ejercicio, de cooperar a la grande obra, de ayudarnos en la colosal empresa, de descender […] de los claustros y de las academias, para mezclarse en nuestra vida y sufrir con nuestros sufrimientos, para alentarnos en la desgracia […]. Tiempo es ya de recordar las hazañas de nuestros héroes, las lágrimas de nuestras vírgenes, las caricias de nuestras madres, las bellezas de nuestros campos; tiempo es ya de arrojar el guante a esta sociedad corrompida y filistea, de avergonzarla y vencerla con los cuadros del hogar, de la familia, de la libertad y de la patria; tiempo es ya de tocar la campana de alarma para agrupar a los amigos del progreso alrededor de una bandera que proclama el odio al fanatismo y el amor a la libertad, la execración de la mentira y el apego a la verdad, la muerte del mundo antiguo y el nacimiento del mundo nuevo.[12]
Por otra parte, dejando de lado el antiguo precepto de la teoría clásica del arte acerca de la supremacía del género histórico por sobre los demás, la pléyade de literatos liberales, que fungían también como críticos de arte, invitaban a los artistas a tomar como asunto de sus obras tanto los pasajes históricos como las riquezas naturales o los tipos y las costumbres. A este respecto Altamirano, figura clave en el proyecto cultural de la República Restaurada para “la construcción de la imagen nacional”, consideraba que la pintura de género era una pintura “de pasiones y de costumbres más adecuada al gusto de la época”:
El arte fue ensanchando su esfera, se llegó a conocer que las realidades más comunes tenían también su belleza, y que las costumbres eran un tesoro fecundísimo para las inspiraciones del artista; que la pintura religiosa y la pintura histórica no perdían nada en hermanarse con la pintura moral, y entonces ésta comenzó a ascender hasta ocupar justamente con aquellas el trono que les ha levantado el mundo moderno.
[La pintura costumbrista] interpreta hoy al mundo y sustituye en interés a la pintura clásica y a la pintura religiosa, como el drama moderno y la comedia moral sustituyen en el interés de la escena a la tragedia antigua y a la comedia de capa y espada.[13]
Altamirano apreciaba las obras que en este género se venían produciendo en la Academia de San Carlos; sin embargo, en 1879 afirmaba que apenas unos seis artistas estaban consagrados a ella y no se equivocaba: la pintura de historia seguía predominando en las tareas artísticas de la Escuela aunque ahora en una veta nacionalista. Pero no por ello dejó de incrementarse el número de obras costumbristas pintadas y expuestas, como lo prueban los catálogos de las exposiciones, a medida que crecía la demanda de las clases pudientes por ellas. Uno de los tópicos más socorridos por el público y los pintores académicos de la segunda mitad del siglo fue el de las escenas maternales.
El ángel del porvenir
Con el objeto de formar ciudadanos productivos y útiles al Estado, los filósofos ilustrados promovieron en el último tercio del siglo XVIII el ejercicio de una maternidad responsable y comprometida, dedicada y amorosa; en realidad, contraria a las prácticas sociales de entonces. Este discurso sobre los beneficios sociales y políticos de la maternidad se propagó y alcanzó su mejor expresión plástica durante el siglo XIX con el asentamiento de la burguesía que hizo de él una de las piedras angulares de la sociedad en la cultura occidental.
En México, las revistas ilustradas de la primera mitad del siglo XIX difundieron ampliamente grabados y litografías europeos de escenas maternales. Pero, para el caso de la pintura, no fue sino hasta la segunda mitad del siglo cuando este género llegó a formar parte del repertorio temático de los artistas. En 1856 se presentó en la sala de pinturas enviadas por los coleccionistas particulares, en la Academia de San Carlos, el cuadro Costumbres napolitanas. La hermosa hiladora del pintor suizo Jacques-Alfred van Muyden (1808-1898). La pintura representaba a una madre sentada al lado de una mesa que interrumpe su labor para contemplar a su hijo dormido en una cuna. Pronto el cuadro se convirtió en uno de los modelos más copiados por los discípulos de la Academia, a veces para aprobar la clase de copias, pero muchas otras para su venta al público hasta la década de 1890 (Fig.3), lo cual puede servirnos para medir la popularidad de la imagen que también difundió la estampa litográfica que de ella realizó Hipólito Salazar bajo el título de Contemplación maternal (Fig. 4).[14]
En el siglo XIX, Auguste Comte y sus seguidores asignaron a la mujer la tarea de regular la moral en el hogar y apelaron a su autoridad para facilitar la transición de la etapa teológica y metafísica hacia la construcción de la sociedad positivista. Con el triunfo del liberalismo y posteriormente con la difusión del positivismo en México a partir de 1867, el papel de la mujer como transmisora de los valores morales e incluso patrióticos para las nuevas generaciones, fue propagado y enaltecido por algunos pensadores liberales como Justo Sierra:
La mujer es hoy la dueña de su porvenir […] Las sociedades modernas han concedido los privilegios que se deben a la mujer; las leyes civiles la han rodeado de las garantías que exige su debilidad, y si la han negado la identidad de derechos políticos, es porque esa concesión perturbaría a un tiempo la sociedad y el hogar. Hoy la mujer, nuestra madre, la que meció la cuna de nuestra infancia, la que nos hizo aspirar la vida en la luz de sus ojos, la que nos envolvió con las flores de su cariño […] la mujer, en fin, ya puede educarse, vivir la vida social, hoy ya la mujer es verdaderamente madre, porque puede educar a sus hijos, porque ya puede con su mirada penetrante ser el ángel, ser la guía, ser la luz de sus hijos en la noche del mundo.
Bajo ciertos aspectos es indiscutible la superioridad de la mujer sobre el hombre. La mujer tiene un ministerio santo en el cual siempre será irremplazable, el ministerio de la educación. La madre inspira, comunica la virtud al alma, y la ternura al corazón […] El templo de esa diosa mujer es el hogar, ese sueño tan dulce del alma en que cree ver a su amada rodeada de sus pequeños hijos.[15]
Así, el papel tradicional de la mujer como propagadora de las prácticas y los principios religiosos, siguió vigente. Una muestra clara de estas construcciones ideológicas sobre la maternidad que convivieron durante el resto del siglo puede apreciarse en las pinturas Educación moral. Una madre conduce a su hija a socorrer a un menesteroso (Fig. 5), firmada por Alberto Bribiesca (1856-1909) y expuesta en la XIX exposición de la ENBA en 1879,[16] y La caridad, sin firma, pero atribuida a Manuel Ocaranza (1841-1882).
En el cuadro de Bribiesca, un anciano de rasgos indígenas extiende su sombrero para recibir la moneda que le ofrece una niña rubia, alentada por su madre. La presencia del anciano brinda a la madre la oportunidad de que su hija ponga en práctica las lecciones que ha recibido de ella como parte de su educación moral, en la que la ayuda al desvalido se erige como una de las virtudes laicas más ennoblecedoras y como la forma social más prestigiosa de relacionarse con las clases menesterosas que diferenciaba y revelaba, como ninguna otra, la posición social.
La luz matinal que penetra en la habitación explica el atuendo íntimo de la madre, una bata blanca, sólo usada en la privacidad de su hogar, en la que ha irrumpido el anciano. Vestido con pantalón y camisa de manta, chaleco y sarape, la humildad de sus ropas, sin embargo limpias, contrasta con la riqueza del mobiliario de la que el personaje queda excluido. Temeroso de invadir el espacio burgués, apenas se atreve a poner un pie en el interior. El artista ha minimizado la estatura del limosnero y lo ha colocado en un extremo de la composición para anular, visual y simbólicamente, lo que podría constituir una transgresión o un enfrentamiento social y racial.
Si la muñeca que la niña lleva en la mano izquierda, con la que queda implícita su futura maternidad, refuerza también el mensaje inequívoco de la transmisión generacional de los valores morales por la vía femenina, la ausencia de símbolos religiosos y la presencia del escritorio, los libros, la lámpara, los cuadros, el mapa de la República Mexicana y el cesto de costura, vienen a simbolizar el estudio, el patriotismo y la laboriosidad en el seno del hogar burgués, sustentado en el contexto de un Estado laico.
Desde esta perspectiva, cabe destacar la inauguración el 4 de julio de 1869 por el Presidente de la República de la primera escuela secundaria para mujeres con carácter nacional y oficial. En la ceremonia María Belén Méndez y Mora, la directora del plantel, pronosticaba que las egresadas se convertirían en “en fieles esposas y madres dignas, por lo que sus hijos […] serían hombres trabajadores, honrados, valientes e ilustrados, pero sobre todo, ciudadanos amantes de su patria”[17] y para ello el plan de estudios contemplaba materias como: “Deberes de la madre con relación a la familia y el Estado”, “Economía doméstica”, “Medicina e higiene doméstica”, “Historia de México” y “Labores manuales”.[18]
Es evidente que las políticas educativas para la población femenina estaban encaminadas a fomentar un ejercicio de la maternidad moralizante y nacionalista en el que la religión quedara excluida y para ello la mujer debía recibir una educación laica pues, como afirmaba Altamirano, “el clero arrojado de los conventos se ha refugiado en el hogar”. Los liberales temían al fanatismo y lo veían como uno de los mayores obstáculos para que los sectores femeninos dieran cabal cumplimiento a su “santa misión”. El problema era cómo conservar en la mujer los sentimientos religiosos, indispensables para sustentar los valores morales evitando los excesos del fanatismo. Guillermo Prieto, Altamirano y Sierra, por citar sólo a algunos de los más importantes ideólogos, propugnaban por una religiosidad femenina discreta, moderada y practicada sólo en la privacidad:
La mujer mexicana será el ángel del porvenir, ella nos salvará socialmente pero se regenerará por el sentimiento religioso, sustituyente de la devoción y la superstición; el amor de la patria será parte integrante de esa religión, como en los Estados Unidos.[19]
Así, la inclusión del mapa en el espacio doméstico gobernado por la madre no es casual, viene a simbolizar precisamente el sentido patriótico inculcado por la madre y, ¿por qué no?, guiado por el recuento de las recientes hazañas heroicas que había librado el pueblo mexicano contra la intervención francesa (1862-1867) para conservar el territorio nacional en la llamada “segunda independencia”.
El espacio doméstico y laico que sirve de marco a la madre educadora se convierte en un espacio religioso en La caridad de Ocaranza (Fig.6). En este caso, la caridad se presenta en un ámbito religioso e institucional, acaso una capilla. Así parecen comprobarlo la repisa cubierta de carpetas y un florero bajo un cuadro de tema mariano: la Anunciación. Una madre ataviada con lujoso vestido y mantilla conduce la pequeña mano de su hija o hijo para que deposite una moneda en una alcancía rematada por una estampa de San Vicente de Paúl y un tablero en el que se lee: “Para los huérfanos. Por el amor de Dios”. Aquí la caridad, como en la obra de Bribiesca, forma parte de los valores morales que la madre debe inculcar en sus hijos desde la más temprana edad; pero en este caso, no se la concibe como una virtud laica y burguesa, o incluso republicana, como en la obra anterior, sino como un valor cristiano expresado en términos religiosos: el amor dei como amor proximi.
En este sentido, cabría señalar el proceso de feminización que caracterizó a las prácticas religiosas en la cultura católica del siglo XIX. Como respuesta a la propagación de librepensadores y la consecuente pérdida de feligreses entre la población masculina, la Iglesia intensificó el culto mariano y la participación de las mujeres en los ejercicios religiosos. De esta forma, la devoción a la Virgen se convirtió en uno de los pilares fundamentales del catolicismo y constituyó la plataforma teológica para la glorificación de la maternidad terrena. En México, la prensa católica respondió a las políticas públicas del Estado.
Estos dos discursos sobre el papel social de la madre, en apariencia antagónicos, representan, como se ha visto, dos versiones de una idea común: la exaltación de la maternidad como un medio de consolidar la moral de la sociedad; de ahí la importancia que en el siglo XIX cobró la educación para las mujeres con el propósito de que pudieran cumplir con la misión que la sociedad les confiaba.
Una muerte en la familia
Por ello, en las construcciones literarias también articuladas por los pensadores liberales la muerte de la madre implicaba el peligro de la degradación moral de los hijos. Huérfanos de madre, los hijos se encontraban expuestos a las mayores tentaciones, particularmente las mujeres, al no contar ya con la guía moral que suponía la presencia materna.
Las leyes de Reforma a mediados del siglo XIX y el proceso de secularización modificaron las costumbres y los rituales religiosos y sociales alrededor de la muerte. Así, se dictaron una serie de medidas legislativas relativas a los entierros, que trajeron consigo cambios fundamentales en las costumbres, muchos de ellos a largo plazo, como la aceptación paulatina de los cementerios extramuros y las formalidades civiles y burocráticas en relación con la muerte y sus ritos religiosos. Por otra parte, la cultura burguesa le imprimió su propio sello a las ceremonias heredadas de la colonia y marcó el uso de diversas modalidades en el vestido y los accesorios, los períodos de luto, las prácticas sociales, los funerales pomposos y la erección de monumentos escultóricos, todo lo cual variaba de acuerdo con el personaje, la región y, por supuesto, su posición socioeconómica. Con todo, estas modas quedaron circunscritas a las capas medias y altas de la sociedad urbana, regidas por patrones occidentales.
En Los huérfanos ante el sepulcro de la madre de Luis Monroy (1845-1918) (Fig. 7), expuesta en 1871 en la ENBA,[20] se representa un cementerio en donde un niño y una joven, apoyados en el basamento de un suntuoso monumento funerario, llevan una canasta de flores para esparcirlas sobre la tumba de la madre recién fallecida, apenas cubierta por unos tablones y una humilde cruz de madera que contrastan con los soberbios monumentos escultóricos que la rodean. En esta obra, Monroy expresó uno de los sentimientos más ensalzados por la moral burguesa del siglo XIX: la piedad filial como respuesta al amor y los desvelos de los padres. El tema dio pie a numerosos argumentos literarios y a un volumen considerable de pinturas, hoy en paradero desconocido, en las que se subrayaba el dolor de la pérdida y, en forma implícita, se veneraba la imagen de los progenitores y se incitaba a su culto. Tópico recurrente en la novela decimonónica, la muerte del padre significaba el descenso económico y social, pero la muerte de la madre se asociaba, como se ha dicho, con el peligro de la desgracia moral de los hijos.
El sentido religioso, apenas insinuado por la cruz en el ángulo derecho del primer plano, queda de lado en la obra para subrayar el aspecto sentimental del acontecimiento: la pesadumbre de los huérfanos, colocados en el centro de la composición, en la que la joven enlutada ocupa el lugar central desde el punto de vista iconográfico. El pañuelo en la mano y los gestos del rostro sugieren el llanto y el desconsuelo de la joven, acentuados por el vestido negro; en ella se concentra la sensibilidad y la demostración del sufrimiento. A su lado se encuentra el niño, figura secundaria, tanto por su tamaño como por el lugar que ocupa en la pintura detrás de su hermana. Gracias a la deliberada falta de expresividad en su rostro, la carga emocional se concentra en el personaje femenino, con lo que se reafirma el papel genérico de la mujer como un ser más sensible y susceptible a las emociones. El sencillo peinado de trenzas de la joven, el modesto rebozo que la cubre y la ausencia de objetos lujosos, así como el traje gastado que lleva el niño, delatan la pobreza de los huérfanos, lo que contribuye a aumentar el potencial sentimental de la obra. En este sentido, resulta revelador el artículo de Ignacio Manuel Altamirano “Recuerdos de la semana”, publicado en 1868 en La Vida en México, en el que narraba su visita al panteón de Santa Paula:
Allí, profundamente conmovidos, como estábamos, se nos oprimió todavía más el corazón, al ver que junto a algunas cruces de madera clavadas en el suelo, ardía, no un gigantesco cirio adornado con ricos crespones, sino una vela delgada y pobre, que había llevado allí un doliente solitario y silencioso, una viuda tal vez, una madre o un anciano, vestidos miserablemente y que oraban y lloraban sin curarse de la concurrencia que circulaba a lo lejos de aquel apartado y desdeñado lugar. Casi todas aquellas sepulturas tenían siquiera una flor humilde, siquiera una bujía, siquiera un doliente.[21]
Otro cuadro también asociado a los ritos mortuorios es El velorio de José Jara (1867-1939) realizado en 1889 (Fig. 8). En él se presenta una visión diferente de las prácticas religiosas sobre la muerte. No se trata del sentimentalismo burgués como en la obra anterior, sino de una mirada a las clases subalternas despojada de cualquier nota pintoresca, recurrente en las estrategias visuales para la representación de las clases populares, ya fuese urbanas o rurales. Por el contrario, la majestuosidad y gravedad impresas en los personajes les confiere un sello de dignidad en el que parece manifestarse el respeto hacia las costumbres y la religiosidad sincera de los campesinos.
En el umbral de una capilla, una mujer de pie y con un cirio en la mano preside un grupo de campesinos de diferentes edades quienes, arrodillados y en actitud de recogimiento, se congregan para manifestar su pesar por la muerte de un personaje tapado por un lienzo blanco que sólo deja descubiertos los pies. Éste está colocado en un ataúd de madera dispuesto sobre el suelo en el interior de una capilla de construcción colonial (como lo indican las dimensiones arquitectónicas, el cuadro de tema religioso con lujoso marco colgado en la pared y el retablo barroco, del que sólo se alcanza a ver un extremo).
A diferencia de los personajes representados en los cuadros de Monroy (que si bien no se encuentran vestidos con lujo, pretenden repetir los patrones sociales de la burguesía), los campesinos de Jara no visten un traje especial de luto, su vestido es el de todos los días. Su atuendo no sólo marca una diferencia cultural, sino también acentúa la supuesta “naturalidad” y la “sinceridad religiosa” que los grupos rectores y el público entendido de las exposiciones deseaban ver en las imágenes de la población rural, en la creencia de que en esas comunidades el orden se sostenía todavía en la fe. En este sentido, es significativa la ausencia de un sacerdote en la pintura, quien vendría a representar la religión institucionalizada. El tema trabajado por Jara parecería ligarse con la arraigada tradición iconográfica en la pintura decimonónica de vincular el fervor religioso con las clases campesinas, las cuales no habían sido afectadas por la duda religiosa ni por las costumbres modernas a diferencia de los grupos urbanos.[22]
Lo viejo y lo nuevo
La pretensión del liberalismo de aniquilar mediante la promulgación de la legislación reformista las manifestaciones públicas de religiosidad popular, consideradas como actos de fanatismo, tuvo escaso éxito. Como ejemplo de ello puede mencionarse la celebración de las procesiones o de algunas festividades ligadas al calendario cristiano, como los carnavales que antecedían a la cuaresma. Tal es el tema de otra pintura de José Jara: El carnaval de Morelia de 1899 (Fig. 9).
En esta obra, Jara representó una de las escenas más populares de las fiestas de carnaval vinculadas a un antiguo ritual campesino en el pueblo de Santa María, aledaño a la ciudad de Morelia, a la que el pintor se había trasladado desde 1891 para encargarse de la enseñanza artística en el Colegio de San Nicolás de Hidalgo. Como señala Fausto Ramírez,[23] el artista exploró el encuentro entre dos clases sociales y dos culturas diferentes al pintar a su propia esposa y a su hija detrás de una ventana y a otros dos de sus hijos, de espaldas al espectador,[24] contemplando el espectáculo que ofrece el paso de “El torito” y su comitiva compuesta por una banda formada por cuatro músicos y tres personajes carnavalescos: un hombre metido en un caballo de cartón, personificación del capataz; un hombre vestido de mujer, el maringuía o “reina”, y un tercer personaje con una máscara colgando de su cuello y extendiendo una manta roja.[25] El interés de Jara por la representación de las costumbres populares disociadas de notas moralistas vincula su producción con una de las corrientes estéticas que alcanzó su cristalización en la pintura del siglo XX. Si la representación de las prácticas sociales en la ciudad y el campo fueron asunto de la pintura, también lo fue la representación de los tipos urbanos y campesinos.
Con la revolución industrial, el trabajo y la vida de los campesinos cobraron un interés inusitado en la pintura y la literatura, en las que se representó la visión hegemónica de los grupos urbanos. En general, las pinturas que trataron estos temas estaban dirigidas a complacer y confirmar la visión idealizada que la burguesía urbana tenía de estos grupos: el interés étnico por su indumentaria y sus fiestas, su supuesta devoción religiosa, la organización de la vida a partir de los ciclos naturales, así como su ingenuidad y pureza de costumbres. Constituían la imagen, aún viva, de la era preindustrial en vías de extinción. Pese a ello, no sería sino hasta mediados de siglo, luego de salvar los problemas formales e iconográficos que planteaba la representación y gestualidad del cuerpo trabajando, que estas imágenes cobraron una nueva significación social y política que se desarrolló en estrecha relación con la representación de otro grupo marginal: los obreros.
En México, los catálogos de las primeras exposiciones de la Academia de San Carlos registran un número abundante de obras con el tema de campesinos y pescadores italianos provenientes de colecciones particulares, en su mayor parte realizadas por pintores europeos y luego copiadas por algunos mexicanos, estaban exentas de cualquier comentario social o crítico. Pero a partir de la década de 1860, con las nuevas políticas de pretendida verosimilitud y realismo que en materia estética marcó el liberalismo de la República Restaurada y la gestión de José Salomé Pina como director de pintura en la ENBA, los pintores mexicanos empezaron a interesarse por estos temas desde una perspectiva regional. Con todo, parece ser que las mejores realizaciones en esta línea no se dieron sino hasta finales de siglo y durante la primera década del siglo XX para culminar con las producciones de la llamada “Escuela mexicana de pintura”.
Como parte de las labores campesinas se encontraba la pesca. Las figuras de los pescadores constituyeron en el siglo XIX una parte toral de los tipos en la iconografía artística y también uno de los temas claves del realismo social: la pobreza del pescador o los peligros, a veces mortales, que afrontaba en su trabajo, fueron tema de numerosas obras.
Los pescadores de Gonzalo Carrasco (1859-1936) (Figs. 10-11) conforman un par: así se puede inferir por la similitud de sus medidas y por la secuencia narrativa que presentan.[26] Un paisaje sirve de fondo a un pescador que, colocado a la orilla de un río, echa su red a las aguas. Tocado por un sombrero de paja y cubierto sólo por un pantalón de manta recogido hasta las rodillas, exhibe su cuerpo musculoso y bronceado. A un lado ha puesto una canastilla, su camisa y una manta blanca bordada. A pesar de la labor que realiza, los músculos del cuerpo no parecen llevar a cabo un gran esfuerzo. El mismo paisaje sirve de fondo al segundo cuadro, con la diferencia de que el cielo se ha cubierto de nubes y la luz ha disminuido, la jornada ha concluido con el atardecer y el pescador regresa a su hogar, se ha puesto la camisa, lleva su red al hombro y carga su canastilla con el producto recogido.
Durante sus años de estudiante, Carrasco se había ocupado ya de este tema.[27] Sin embargo, cabe señalar la ruptura que estas dos obras presentan con las imágenes de pescadores pintadas hasta entonces. El pescador no es ya el tipo tomado de los modelos europeos en poses estatuarias y tampoco es la figura académica trabajada con la luz del estudio y trasladada al aire libre. Con los elementos de la pintura académica, Carrasco particularizó el tipo ubicándolo en una geografía autóctona y subrayando las características peculiares de su físico. De la misma manera, sus estrategias de representación, como los pantalones recogidos como una medida práctica para el desempeño de su oficio o la piel oscurecida por las constantes y obligadas exposiciones al sol, permiten descubrir la impronta del realismo académico y el interés por los campesinos locales en las últimas décadas del siglo.
Así como el par de pescadores de Carrasco representa a un personaje de las clases más desfavorecidas en el campo, otros artistas se dieron a la tarea de representar a los personajes marginados en el ámbito urbano.
De la esquina de La Concordia… al valle de Potosí
La convivencia de las distintas clases, diferenciadas sólo por su vestido, conformaba una imagen tranquilizadora de la sociedad y ésta es la que predominó en los años cincuenta y se presentó a los espectadores entendidos de los salones de la Academia. Esto no sucede en Café de la Concordia de Manuel Ocaranza (Fig.12), mostrado en la ENBA en la exposición de 1871[28] junto a El pescador de Carrasco. En la obra de Ocaranza, la diferencia del atuendo para marcar la clase es sólo un elemento más que potencia las estrategias del autor para denunciar la desigualdad social. En efecto, al poner a un niño ropavejero de espaldas ante la vitrina del restaurante, muestra toda la miseria de su situación, revelada por el sombrero roto, el pantalón desgastado, la ausencia de calcetines, los zapatos viejos y polvosos y el cesto lleno de otros tantos artículos de desecho, Ocaranza obliga al espectador a tomar partido imponiéndole la perspectiva de su mirada. Desde este punto de vista, la fachada del restaurante, con su elegante decoración y tipografía, funciona como una barrera infranqueable para el niño y el espectador, accesible sólo a través de la ventana desde la que se aprecia una escena del interior del restaurante: un mesero de francas facciones indígenas con una charola en las manos se dirige a una mesa en la que dos hombres tocados con sombrero de copa, se encuentran sentados a la mesa uno frente y otro y se disponen a engullir sus manjares con gesto caricaturesco, indiferentes de la presencia del niño y de la nuestra. La fachada del Café de la Concordia divide el espacio entre los poseedores y los desposeídos. Con estas estrategias compositivas, Ocaranza logra la construcción de un claro enfrentamiento social.
El Café de la Concordia se ubicaba en la esquina que forman las actuales calles de Madero e Isabel la Católica en la ciudad de México. En El Semanario Ilustrado, Guillermo Prieto comentaba su inauguración en noviembre de 1868 y hacía referencia a su exquisita carta gastronómica:
Todas las naciones del globo, como en una exposición universal, están representadas en aquel brasero cosmopolita. Lo mismo las suculentas sopas italianas que los jugosos asados ingleses, que los fricasés y la pastelería francesa. Como que conversan las salsas rusas con los quesos alemanes, y asocian a su tertulia apetitosa la repostería mexicana, que se hermana y coquetea con los helados napolitanos y con el café de Colima o de moca.
Todo esto, como que solazando la vista sobre limpio mantel y tras de deslumbradoras fortalezas de relucientes copas de todos tamaños y colores, aparece escoltado por largas y pescuezudas botellas de Rhin, alegres y rechonchas de jerez, polvosas obesas de borgoña y oporto, y por las de plateada corbata que prometen el espumoso champaña, combustible del brindis entusiasta.[29]
Para fin de siglo, el poeta José Juan Tablada se refería en sus memorias a este famoso restaurante, subrayando justamente, como el cuadro de Ocaranza, el contraste social entre el interior y el exterior:
La Concordia, desde cuyas amplias ventanas de cristales, a la altura de la banqueta, los snobs podían darse el gusto de comer trufas y beber champagne, a la vista de los transeúntes menos afortunados.[30]
La representación de un lugar reconocible para sus contemporáneos, el propósito crítico social y el tratamiento pictórico con base en una rica textura de la superficie, todos rasgos de indiscutible modernidad, no sólo permiten ubicar a Ocaranza como un artista de vanguardia desde su etapa de estudiante, sino que también revelan el cambio que experimentó la ENBA en los años de la República Restaurada, evidente en las novedades iconográficas, presentes en esta obra, y en la intención por tratar temas de la historia nacional o de las costumbres y los tipos locales, igualmente visibles en el Café de la Concordia.
Si bien algunas de estas imágenes (pensemos en todas aquellas que se expusieron en la ENBA, hoy en paraderos desconocidos) tuvieron una clara intención social y llegaron a conformar un género, éste tuvo en su epílogo muchas imágenes que terminaron convirtiéndose en ejemplos de la corriente “sentimental” del realismo, en las que, detrás del supuesto contenido crítico o social, estaba la demanda del mercado burgués muy propenso a coleccionarlas en el último tercio del siglo.
Como contrapartida de esta imagen se encuentran las representaciones de la opulencia burguesa. La pintura costumbrista mexicana estuvo lejos de abarcar el amplio espectro temático que se alcanzó en otras latitudes. Una de las principales ausencias es precisamente la imagen de las prácticas gastronómicas o de las diversiones burguesas; las cuales encontraron lugar en el grabado comercial. Pese a ello, pueden hallarse referencias a estas prácticas en pinturas de otros géneros, como el retrato y el paisaje. Es el caso del retrato titulado Los hacendados de Bocas firmado por Antonio Becerra Díaz en 1896 (Fig. 13). El artista retrató en la terraza de “la casa grande” de una hacienda a una pareja de hacendados, Juan Farías y Paz Barajas, su esposa, en el momento de la sobremesa, dominando con la vista sus vastas posesiones territoriales coronadas por la silueta de la capilla familiar. Tal vez el mayor logro de la pintura sea el haber trascendido la tarea del retrato para convertirse en la imagen representativa del hacendado porfiriano:
próspero, feliz, autoritario, confiado en sus recursos personales y su riqueza. […] Colmado por la fortuna con todo lo que un hombre joven de su medio podía ambicionar: tierras extensas, sólida y cómoda morada, mujer bella, hijos, buena mesa, paz y confianza en el futuro.[31]
Epílogo
La imagen de la riqueza manifiesta en el retrato del hacendado Juan Farías resulta un tanto excepcional en la pintura mexicana del siglo XIX, pues todo parece indicar que las clases acomodadas fueron poco proclives a verse representadas disfrutando de la diversión y el esparcimiento, ya fuese en forma pública o privada, por lo menos en la pintura. En efecto, llama la atención la ausencia en la pintura costumbrista de las prácticas de recreación entre las clases acomodadas; sobre todo cuando se compara con la profusión con que fueron representados los bailes, paseos y otras diversiones de las clases populares. Esta diferenciación de temas de acuerdo con la clase social es significativa del concepto de la pintura como “construcción cultural”. Así, pese a la aparente veracidad de sus formas y contenidos, la pintura costumbrista revela la reformulación ideológica, los valores y la posición política, ya sea del artista o del comitente, que desmienten la supuesta imparcialidad y fidelidad con que se representaba la realidad. Desde esta perspectiva, una lectura de la pintura costumbrista decimonónica desde las categorías de clase y género, hace posible desmontar las diversas posturas políticas y culturales que la sustentaron.
Notas
[1] Véase: Gustavo Curiel y Antonio Rubial, “Los espejos de lo propio: ritos públicos y usos privados en la pintura virreinal”, en Pintura y vida cotidiana en México. 1650-1950 [Catálogo], México, Fomento Cultural Banamex/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1999, pp. 49-154.
[2] Véase el libro de Arturo Camacho Álbum del tiempo perdido. Pintura jalisciense del siglo XIX, México, El Colegio de Jalisco/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1997.
[3] El primero en apuntar esta relación fue Fausto Ramírez en el libro El arte del siglo de la Independencia, México, Fondo Editorial de la Plástica Mexicana, 1985. Véase también el artículo de Luis-Martín Lozano, “La faceta culta del pintor Agustín Arrieta: Cuadros de comedor y escenas de costumbres”, Memoria 6, 1995, México, Museo Nacional de Arte-Instituto Nacional de Bellas Artes, pp. 49-59.
[4] El mole es uno de los principales platillos de la cocina mexicana. Se prepara con diferentes chiles molidos y otras especies, como el cacao. Los más conocidos son los de Oaxaca y Puebla, la ciudad en la que Arrieta desarrolló su obra y en donde se encontraba su mayor clientela.
[5] El metate es un mortero rectangular de piedra volcánica de baja porosidad que sirve para moler los granos o los chiles.
[6] La “china” fue un tipo popular femenino de mediados del siglo XIX en México difundido ampliamente en las artes visuales y la literatura. Desapareció en las últimas décadas del siglo XIX para convertirse, en la época posrevolucionaria, en uno de los arquetipos femeninos de la cultura nacional popularizados por el cine.
[7] Las referencias literarias sobre “la china” son muy abundantes. Entre las fuentes primarias más sugerentes pueden citarse las de Francisca Erskine Calderón de la Barca en La vida en México durante una residencia de dos años en ese país, México, Porrúa, 1976, pp. 76, 81-82; la de José María Rivera, “La China”, en Los mexicanos pintados por sí mismos, México, Librería de Manuel Porrúa, 1974, pp. 89-98; y la de Manuel Payno en Crónicas de viaje. Obras completas I, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1996, pp. 76-77. Véase también Angélica Velázquez Guadarrama, La colección de pintura del Banco Nacional de México. Siglo XIX, México, Fomento Cultural Banamex, 2004, vol. II, pp. 466-468.
[8] Como ejemplo de estas imágenes pueden citarse las pinturas de las hermanas Juliana y Josefa Sanromán. Véase Angélica Velázquez Guadarrama, “La representación de la domesticidad burguesa: el caso de las hermanas Sanromán”, en De la estructuración colonial a la exigencia nacional (1780-1860), de Esther Acevedo (coord.), Hacia otra historia del arte en México, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Curare, 2001, tomo I, pp. 122-145.
[9] Véase Elodia Isabel Rosario Chávez Carretero, “Daniel Dávila (1843-1924). Medio siglo de creación artística”, Tesis de maestría en historia del arte, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Filosofía y Letras, Posgrado en Historia del arte, 2012, p. 141.
[10] Véase el capítulo de Fausto Ramírez, “Pintura e historia en México a mediados del siglo XIX: el programa artístico de los conservadores”, en De la estructuración colonial a la exigencia nacional (1780-1860), de Esther Acevedo (coord.), Hacia otra historia del arte en México, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Curare, 2001, tomo I, pp. 82-104.
[11] Debe tenerse en cuenta también que, pese al predominio en la pintura de los temas religiosos o históricos, la junta de gobierno adquirió entre 1852 y 1860 un número importante de pinturas con temática costumbrista de artistas europeos para enriquecer el acervo de la Academia.
[12] Artículo recogido por Ida Rodríguez Prampolini en La crítica de arte en México en el siglo XIX, México, Instituto de Investigaciones Estéticas-Universidad Nacional Autónoma de México, 1997, tomo II, p. 219.
[13] Ignacio Manuel Altamirano, Obras completas XIV. Escritos de literatura y arte, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1989, pp.147-148.
[14] Esta obra sirvió además de modelo al pintor Joaquín Ramírez para realizar una de las primeras representaciones seculares de la maternidad. Véase Angélica Velázquez Guadarrama, “Escena familiar de Joaquín Ramírez”, Memoria 7, México, Museo Nacional de Arte-Instituto Nacional de Bellas Artes, 1998, pp.103-107.
[15] Justo Sierra, “Crónica dominical”, El Federalista, México, 31 de diciembre de 1871. Recogido en Obras completas III. Crítica y artículos literarios, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1984, pp.137-138.
[16] Manuel Romero de Terreros (ed.), Catálogos de las exposiciones de la Antigua Academia de San Carlos de México (1850-1898), México, Instituto de Investigaciones Estéticas-Universidad Nacional Autónoma de México, 1963, p.515.
[17] María de Lourdes Alvarado, La educación “superior” femenina en el México del siglo XIX. Demanda social y reto gubernamental, México, UNAM, Centro de Estudios sobre la Universidad – Plaza y Valdés Editores, 2004, p.166.
[18] Ibidem, pp.160-162
[19] La cita es a propósito del argumento de la novela inconclusa de Justo Sierra, El ángel del porvenir, cuyos primeros capítulos se publicaron en la revista El Renacimiento, 1869. Justo Sierra, Obras completas. Viajes VI, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1977, p. 202.
[20] Romero de Terreros, Catálogos, pp. 437-438.
[21] José Ignacio Altamirano, Obras completas VII. Crónicas, México, Secretaría de Educación Pública, 1987, tomo I, pp.150-151.
[22] Véase Richard R. Brettell y Caroline B. Bretell, Les peintres et le paysan au XIXème siècle, Ginebra, Skira, 1983.
[23] Fausto Ramírez, “Apogeo del Nacionalismo académico”, en Salas de la exhibición permanente. Siglos XVII al XX, México, Museo Nacional de Arte, [s/f], p.5.
[24] Véase Alma Lilia Roura y Armando Castellanos, “Formación, vida y obra de José Jara Peregrina”, en José Jara (1867-1939). Una generación entre dos siglos: del porfiriato a la postrevolución, [Folleto de exposición], mayo-agosto, Museo Nacional de Arte-Instituto Nacional de Bellas Artes, México, 1984.
[25] Véase “Los toritos de petate”, La Aurora Literaria, Morelia, 1875, pp. 68-70.
[26] Con frecuencia, Carrasco firmaba sólo uno de los cuadros cuando éstos formaban un par.
[27] En la exposición de la ENBA de 1879 presentó una copia de El pescador de Rodrigo Gutiérrez (véase Romero de Terreros, Catálogos, p. 514) y en la Exposición Industrial de Toluca de 1883 participó con una pintura del mismo asunto, basada en un cuadro de Santiago Ramírez, con el que obtuvo un premio. Véase: Xavier Gómez Robledo, Gonzalo Carrasco. El pintor apóstol, México, Jus, 1966, pp. 35-36.
[28] Romero de Terreros, Catálogos, p. 436.
[29] Guillermo Prieto, Obras completas XIX. Actualidades de la semana 1, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1996, p.168.
[30] José Juan Tablada, La feria de la vida (Memorias), México, Ediciones Botas, 1937, p.152.
[31] Elisa Vargaslugo, “Los hacendados de Bocas de Antonio Becerra Díaz”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, México, n° 45, 1976, pp.157-164.