Mari Carmen Benedit

Benedit. Obras 1968–1978

Fundación Espigas, 2020, 289 páginas, ISBN 9789871398195

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Julia Detchon 

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Estudiante de doctorada en Historia del Arte en la Universidad de Texas (CLAVIS) y Mellon International Dissertation Research Fellow en el Social Science Research Council. Su tesis, sobre Lea Lublin, Marie Orensanz, Mirtha Dermisache y Margarita Paksa, ha sido apoyada con becas Fulbright y Tinker Foundation. Anteriormente se desempeñó como Andrew W. Mellon Fellow en Arte Latinoamericano en el Museo Blanton, y con becas curatoriales en la Galería Nacional de Arte, el Instituto de Arte de Chicago y el Museo Mary and Leigh Block.





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Detchon, Julia, “Mari Carmen Benedit. Obras 1968–1978, Fundación Espigas, 2020, 289 páginas, ISBN
9789871398195”, en caiana. Revista deHistoria del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA), N° 17 | segundo semestre 2020, pp. 213-217.

“Mis hábitats de animales y plantas son esculturas biológicas”, escribió Luis Fernando Benedit en 1975, para una exposición en la Whitechapel Gallery de Londres. «Existe una definida relación entre las formas y sus habitantes»[1]. Esta relación, entre «las formas y sus habitantes», contiene la pregunta o tensión central tanto en la obra de Benedit como en los ensayos recopilados que componen Benedit. Obras 1968-1978. Las nuevas investigaciones en este volumen desarrollan no solo la carrera poco estudiada y conceptualmente rica de Benedit, sino también el rol principal que tuvo en un período de experimentación transnacional entre artistas argentinos, particularmente en aquellos que trabajaron en torno al Centro de Arte y Comunicación (CAyC).

Con la forma de un catálogo de exposición cuidadosamente investigado (aunque no hubo una retrospectiva de Benedit que lo acompañe), el libro reproduce un exhaustivo conjunto de obras y recopila ensayos de Marcelo Pacheco, Mari Carmen Ramírez, David Elliott y Daniel R. Quiles, así como —un aspecto crucial para los investigadores— una cronología detallada compilada por Fernando Davis y una bibliografía seleccionada por Victoria Lopresto. Centrándose en diferentes etapas de su carrera, las contribuciones de estos académicos y curadores de alto nivel atraviesan la complejidad material y discursiva de Benedit: Pacheco al trazar un campo de «focalizaciones» en busca de una narrativa global; Ramírez al leer un “enfoque neohumanista” frente a las teorías de sistemas y movimientos experimentales de los años setenta; Elliott al concentrarse en los referentes biográficos y sociales de su arte; y Quiles con una lectura detallada de la cibernética en el —recientemente disponible— archivo. En el entramado de estos ejes de investigación surge un retrato fluido de la trayectoria de Benedit, que lo introduce en profundidad a los estudiosos de habla inglesa e hispana y, al mismo tiempo, revisa algunos de los marcos históricamente aplicados a su obra. A pesar de logros visibles individuales como ser el representante de Argentina en la Bienal de Venecia de 1970 y tener una muestra Projects en el Museum of Modern Art de Nueva York en 1972, Benedit ha sido comprendido en gran medida como representante de un momento o movimiento. Este libro es un paso importante hacia una comprensión más matizada y contextual de un artista y su obra a veces subsumida en los grupos (como el CAyC) y las categorías historiográficas (como el “conceptualismo ideológico”) con las que ha estado asociado.

En su ensayo inicial, Pacheco se entiende más allá de la década indicada en el título del libro, situando la obra de Benedit en una historia cultural nacional o criolla utilizando ese símbolo más argentino: una vaca. “Es criollo por su manera de absorber lo local y lo extranjero, lo adquirido y lo heredado, lo nacional y lo internacional”, escribe Pacheco. “Su proceso es, de hecho, bastante rumiante: una cosa u otra podría ser un bolo que, como en el sistema digestivo de una vaca, regresa a la boca dos veces para ser masticado”  (p. 13). [2] Es una imagen lúdica, un toque «rumiante» de la antropofagia, la fantasía poscolonial del canibalismo ritual de principios del siglo XX de Oswald de Andrade. Más que centrarse en el acto violento de comer como medio de generar una vanguardia nueva y sincrética, Pacheco pone el acento, con un tono decididamente del siglo XX tardío, en los procesos: incorporación, apropiación, reciclaje, reutilización. Las vanguardias renacieron como neovanguardias; los paisajes y las escenas costumbristas del arte criollo, incluso el regionalismo místico de Xul Solar, escribe, son devorados sólo para resurgir en el neocriollismo de Benedit. Utilizando la lógica visual de la parodia, la apropiación, el pastiche, la alegoría y el «mestizaje», Benedit presenta historias grandes y pequeñas, públicas y personales. Incluso en sus pinturas, hay una relación dinámica entre la forma y sus habitantes, un tira y afloja entre los significados que acompañan a las imágenes de diferentes épocas y geografías. Para Pacheco, “el dominio estético es la superestructura” aportando cohesión material y narrativa a estas variadas temporalidades discursivas: “Las obras de Benedit están ahí para ser vistas, pero también para preguntar de dónde hablan, cuáles son sus intuiciones narrativas, figurativas y artísticas” (p. 19) . Si bien Pacheco enmarca la síntesis de estos indicios como la del genio de una maniera contemporánea, otra forma de verlos, menos humanista o intencional, podría ser a través de la lente de la semiótica, como una red de signos abiertos que continúan siendo reconfigurados en sus límites históricos y condiciones de uso. Las obras de Benedit involucran los mitos de la identidad argentina, del colonialismo, de la cultura occidental, jugando con lo que Roland Barthes llamó el «juego constante del escondite entre el significado y la forma que define el mito»[3].

Los mitos, nos recuerda Barthes, son formas, no objetos; son el proceso por el cual los valores son codificados y naturalizados por los objetos, a través de lo cual la historia se convierte en naturaleza. Las comparaciones de Pacheco con Alberto Greco, Jannis Kounellis y Vicente Marotta se basan no solo en la experimentación radical, sino también en su investigación —como la de Benedit— de una especie de ética, del papel del arte en “transformar la realidad del mundo en una imagen del mundo” y así codificar o naturalizar las relaciones de poder. [4] El despliegue de signos y temporalidades de Benedit explora la ética de los mitos. Son apropiaciones tácticas de lo criollo, “la esencia argentina, a través de la ciencia, lo indígena, la historia, la formación de la nación, el darwinismo patagónico, el federalismo, la cibernética, el campo y la historia del arte” (p. 25). Su giro hacia la naturaleza, es decir, hacia el uso de plantas y animales como materiales, revela aún más la contingencia de su representación. Aunque hay muchas formas de extrapolar la crítica política de la obra de Benedit, su gesto fundamentalmente político puede ser el alejamiento de lo «natural» para exponer las condiciones históricas por las que lo percibimos.

Pasando de una visión nacional hacia una internacional, Ramírez retoma el vocabulario del arte de sistemas, término acuñado por Jack Burnham y luego cooptado por Jorge Glusberg como “un movimiento que afirmó haber concebido y que debe ser considerado una versión argentina politizada de la ‘estética de los sistemas’ de Burnham”. Glusberg, el fundador del CAyC, construyó una postura política flexible en torno al entusiasmo internacional por los sistemas, una que podría aplicarse a las “problemáticas” compartidas de los artistas latinoamericanos o incluso a través del llamado Tercer Mundo[5]. Ramírez señala que Benedit se mantuvo evasivo a la hora de adherirse a movimientos específicos o incluso a estrategias visuales, aunque interpreta la producción de Benedit a través del término «conceptualismo ideológico»[6]  del historiador de arte español Simón Marchán Fiz. Sin embargo, su investigación y lectura atenta de los sistemas vivos de Benedit intentan revisar la aplicación historiográfica del término preguntando hasta qué punto el arte de Benedit precedió y/o excedió los compromisos políticos y teóricos supuestamente coherentes del CAyC. Si bien sus instalaciones y dibujos se han considerado antiestéticos, Benedit estaba, nos recuerda la autora, profundamente interesado en la forma, y tal vez incluso en la belleza.

Una contribución importante del ensayo de Ramírez, y de esta publicación en términos más generales, es el análisis específico de la imaginería de Benedit: en pinturas figurativas que muestran su relación con Otra Figuración argentina y Figurative Narrative, en su práctica continua del dibujo arquitectónico y en su producción Pop, incluyendo pinturas en esmalte de colores brillantes con imágenes tomadas de tiras cómicas, juguetes de hojalata, libros para niños, anuncios y carteles de películas. Pacheco enfatiza el «espesor material» de las pinturas, una exuberancia que se acerca a la performatividad en su uso de textura, luz, brillo y «volumen imaginario» (p. 16). Ramírez, por su parte, cita la exploración del movimiento Figuration Narrative de la imagen icónica a través de la serialización (secuencias de películas, dibujos animados) como una herramienta crítica para contrarrestar los valores comerciales del arte pop. Una perspectiva fascinante, que quizás requiera un estudio más a fondo de la innovadora exposición de 1965 La figuration narrative dans l’art contemporain, podría configurar una historia alternativa del pop latinoamericano, más conocido por su enfoque crítico de la imagen capitalista que sus contrapartes norteamericanas o europeas. [7] Ambos estudiosos ven las representaciones irónicas, incluso grotescas, de animales en estas obras figurativas como un capítulo predecesor del cambio de Benedit de representar la vida a experimentar con la vida.

Esa transición ocurrió con Microzoo, el monumental environment que abrió en la Galería Rubbers en noviembre de 1968, para el cual Benedit diseñó decenas de hábitats artificiales para loros, tortugas, peces, hormigas, salamandras, abejas, vegetales y plantas con flores en los espacios de la galería. A diferencia de los hábitats posteriores construidos para criaturas vivientes, Microzoo incluyó aves y animales tanto reales como artificiales para demostrar (y cuestionar) los límites entre lo «real» (organismo vivo) y lo «artificial» (imagen). Como dice Quiles en su texto, Microzoo yuxtapuso representación con demostración. Ésta, para Ramírez, es la tensión central que manipula Benedit, aunque revierte la inclinación estructuralista hacia lo “artificial” (imagen): “En lugar de aceptar plenamente el impulso racional, cibernético y progresista en el centro de la estética de los sistemas de Burnham, Benedit optó por un enfoque neohumanista que buscaba despojar la imagen de su artificialidad devolviéndola a su estado ‘real’ preicónico” (p. 32) . En este sentido, incluso los sistemas de Benedit son imágenes figurativas y sus dibujos sistemas.

Si la postura apropiativa del Arte Povera (una referencia frecuente) buscaba «recuperar la naturaleza y el medio ambiente de las fuerzas negativas del capitalismo», Ramírez considera que el uso de la naturaleza por Benedit es «parte de un proyecto ideológico y político más amplio dirigido a revertir el efecto deshumanizante del desarrollismo y la tecnología en la cultura contemporánea en Argentina y más allá” (p. 32) . En sistemas más grandes y elaborados —Biotrón en la XXXV Bienal de Venecia, Fitotrón en el MoMA, Laberinto invisible, que involucró la participación humana— Benedit impulsó las posibilidades participativas del arte de sistemas. A medida que las condiciones políticas empeoraron en la década de 1970, la sustitución del ser humano como objeto de estudio pareció formar una crítica cada vez más explícita, aunque para Ramírez estas metáforas “evocan la misma defensa del humanismo expresada en la serie de pinturas al óleo y esmalte de 1967-1968″ (p. 48). Y si bien coloca a Benedit en el centro de la experimentación del CAyC en este campo heterogéneo, finalmente concluye que su asociación con Glusberg, a quien ella apoda un «caudillo cultural», lo margina «como una versión más de una manifestación colectiva regional» (p. 50).

Quiles, en su ensayo sobre cibernética, aborda las implicaciones políticas de los sistemas desde un ángulo diferente. Si Ramírez posiciona el trabajo de Benedit como “metafórico más que comprometido; refiriéndose oblicuamente a las realidades políticas en lugar de modelar nuevas relaciones entre sujetos o intervenir directamente en la experiencia social», Quiles fundamenta su inversión en la estética cibernética no como «una ilustración metafórica de pesimismo o impotencia», sino como parte de una empresa optimista y generalizada, una esfuerzo «para tomar la ‘caja negra’ de un sistema desconocido y convertirlo en una fuente transparente y evidente de investigación heurística» (p. 81). En el CAyC, escribe Quiles, la cibernética se colectivizó, un “esfuerzo expresamente comunitario desarrollado en un entorno cuasi académico” como metodología de grupo.

La cibernética es un paradigma del pensamiento de la Guerra Fría, una visión del conocimiento ligada al control (aunque sea «intrínsecamente optimista» o aspiracional en sus posibilidades). La idea de que estudiar es controlar es quizás un elemento de la ética de Benedit que no se aborda en los textos de este volumen. Si un entorno artificial es un uso optimista de la tecnología, o incluso un ejercicio de análisis semiótico, parece igualmente una advertencia, una visión de supervivencia cuando la naturaleza misma se ha vuelto insuperable. El control de Benedit sobre la naturaleza no es romántico, como en una miniatura del siglo XIX, sino alienante para sacarnos de nuestra indiferencia ante su degradación. Por eso, la serie de múltiples que Benedit denominó “Minibiotrones” plantea una especie de dilema ético al resto de su práctica. Ramírez describe los contenedores prefabricados a pequeña escala, que pretendía que la gente comprara y se llevara a casa para observar insectos y pequeños animales, como “un intento de trascender la idea de una exposición como un evento institucional estático y al mismo tiempo disolver el margen que separa lo público de lo privado» (p. 47). Y, sin embargo, realizan una operación extraña que coloca al visitante del museo, a través de un intercambio capitalista, en la poderosa posición de técnico, colonizador o incluso fetichista de la naturaleza. ¿Cuál es la ética, especialmente a finales del siglo XX, de un gesto estético que hace que la naturaleza sea de bolsillo, discreta, privada? ¿Quién es el sujeto y quién es el objeto en este experimento científico?

Para Elliott, esta pregunta —la sensación de que «el espectador es cómplice de un experimento en el que tiene poca idea de su propósito»— es un eje que atraviesa las formas cambiantes del trabajo de Benedit, conectando las macro-crisis de crecimiento poblacional y agotamiento de recursos con las crisis políticas más locales de la dictadura y las desapariciones. Lee la historia política de Argentina como el «elefante» en las habitaciones de Benedit, el «tema tácito del arte de esta época» (p. 71). A través de poéticas y metanarrativas, metáforas de crecimiento y control, Benedit (con la ayuda del encuadre crítico de Glusberg) eludió una crítica política sobredeterminada al adoptar una estética «pre-iconográfica» o «autónoma». En lugar de comparar este enfoque materialista con la ficción apolítica del minimalismo, podríamos volver a ubicar una política más sutil, pero en última instancia más duradera, en el compromiso de Benedit con el mito como forma. Quiles identifica la lógica explícitamente cibernética de «pensar en los seres vivos a través de la máquina». Quizás la máquina, el sistema, el estudio sean solo nuevas formas de racionalizar (es decir, naturalizar) el imperio, la extracción y la explotación: como escribió Benedit, la relación entre las formas y sus habitantes. Sus múltiples estrategias formales —citación, parodia, apropiación, pastiche, alegoría, sistemas reales y teóricos— extrañan y exponen estas relaciones, revelándonos el “lenguaje robado del mito”, la ideología de los seres vivos.

 

Notas.

[1] Luis Benedit, Projects and Labyrinths. 29 May-6 July 1975, London, Whitechapel Art Gallery, Experimental Gallery, 1975.

[2] El énfasis es mío.

[3] Roland Barthes, Mythologies, Paris,  Éditions du Seuil, 1970, p. 118.

[4] Ibid., 141

[5] Esta es una frase que  Glusberg usaba reiteradamente (“No existe un arte de los países latinoamericanos, pero si una problemática propia, consecuente con su situación revolucionaria”) al desarrollar un marco conceptual para muestras colectiva, como en Hacia un perfil del arte latinoamericano. Muestra del Grupo de los Trece e invitados especiales organizada por Jorge Glusberg, Buenos Aires, Centro de Arte y Comunicación, 1972..

[6] El término “conceptualismo ideológico” —y su tesis de que el compromiso con lo político es el rasgo constitutivo del conceptualismo latinoamericano, en oposición al arte conceptual formalista o analítico de Europa y América del Norte— ha dado visibilidad y consolidó un discurso en torno al arte. de lo que había sido concebido como «la periferia». La utilidad historiográfica y el éxito del término también lo han abierto a críticas sobre las limitaciones, incluyendo su determinismo morfológico, de dicha categoría. Para su uso original, véase Mari Carmen Ramírez, “Blueprint Circuits: Conceptual Art and Politics in Latin America” in Waldo Rasmussen, Fatima Bercht and Elizabeth Ferrer, eds., Latin American Artists of the Twentieth Century, New York: Museum of Modern Art, 1993, pp. 156–67. Para revisiones posteriores, véase, por ejemplo Miguel A López, “How Do We Know What Latin American Conceptualism Looks Like?”, Afterall no. 23, April 2010 y Zanna Gilbert, “Ideological Conceptualism and Latin America: Politics, Neoprimitivism and Consumption”, re·bus no. 4, Autumn/Winter 2009.

[7] [Figuration Narrative in Contemporary Art] Organizada en octubre de 1965 por el curador y crítico franco-argelino Gérald Gassiot-Talabot. La cronología de Fernando Davis, junto con varias menciones en los ensayos del texto, contribuyen a una importante recuperación de la longevidad y maleabilidad del surrealismo en Argentina, así como de su (poco examinada) relación con el informalismo local e internacional, la nueva figuración y los movimientos pop.