Georgina Gluzman

Trazos invisibles. Mujeres artistas en Buenos Aires (1890-1923)

Buenos Aires, Biblos, 2016, 286 páginas

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Graciela Batticuore

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Escritora, Profesora Asociada de Literatura Argentina I en la UBA e Investigadora Independiente del CONICET. Publicó, entre otros ensayos, Lectoras del siglo XIX. Imaginarios y prácticas en la Argentina  (Ampersand, 2017); Mariquita Sánchez. Bajo el signo de la revolución (Edhasa, 2011); La mujer romántica. Lectoras, autoras y escritores en la Argentina: 1830-1870 (Primer Premio de Ensayo del Fondo Nacional de las Artes 2005). Prepara actualmente el volumen 1 de la Historia feminista de la literatura argentina (en colaboración, Eduvim). Publicó recientemente su segunda novela, La caracola (Conejos, 2021). Dirige en Ampersand la colección Lector&s.





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Graciela Batticuore; «Trazos invisibles. Mujeres artistas en Buenos Aires (1890-1923)». En Caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA). N° 9 | Año 2016 en línea desde el 4 julio 2012.

La fuente de las Nereidas de Lola Mora, Las ilustres patricias de Buenos Aires de Lía Correa Morales y su Amalia. Pero también el Retrato de Lucía de Elina González Acha de Correa Morales o la Cabeza de niña de Graham Allardice de Witt o el Retrato de Amelia Sánchez de Eugenia Bellin Sarmiento o el Autorretrato de Carlota Stein y el de Emilia Bertolé o el óleo de Léonie Matthis, titulado Descanso, y Blancos y verdes de Fides Castro, y también los desnudos de María Obligado de Soto y Calvo y el de Elvira Mayol, que son estudios sobre papel hechos con grafito, y el precioso Torso de Lía Correa Morales, colgado actualmente en el Museo Nacional de Bellas Artes. Evocamos un cúmulo de imágenes femeninas que provienen del pasado: todas compuestas por artistas mujeres a lo largo del siglo XIX y a comienzos del XX. Se trata, en algunos pocos casos, de obras y de artistas muy conocidas y arraigadas en la memoria colectiva; en otros, de nombres e imágenes olvidadas, casi ignotas, aisladas en el espacio y en el tiempo, resguardadas tan sólo por el afán de los coleccionistas o los herederos de las obras, sus actuales propietarios. O por el interés ocasional de la crítica de arte, antes y ahora.

El libro de Georgina Gluzman, Trazos invisibles. Mujeres artistas en Buenos Aires (1890-1923) viene a sacarlas del ostracismo y del olvido. A reponer trayectorias, interlocuciones, a desentrañar leyendas y situar biografías desperdigadas en el tiempo. La mirada sagaz y amorosa de la autora, me permito señalarlo (¿o acaso no necesita la crítica, el arte, la literatura, del amor, también, para poder realizarse?), digo, entonces, la mirada de Georgina Gluzman persigue a lo largo de este libro que antes fue su tesis doctoral, dirigida por Laura Malosetti Costa, los rastros de las artistas argentinas del pasado. Nos propone reubicarlas en la sociabilidad doméstica, en los salones de exposición europeos y rioplatenses, en el célebre Ateneo de Buenos Aires donde tantas de ellas exploraron un nuevo modo de ser y aparecer en la escena moderna de entresiglos. O nos hace imaginar la única foto que Lola Mora “no se tomó”: la foto de la artista trabajando en su taller; una foto inexistente que contrastaría con las otras, muchas otras que sí circularon en la prensa del siglo XX, para celebrar y sellar su reconocimiento como figura excepcional. O también nos lleva este libro a descubrir el diario olvidado de una mujer artista menos popular, hoy día, que Lola Mora: Andrea Moch, pintora y también escritora de poesía y de un libro cuyo sugerente título perfila una pose desafiante: Andanzas de una artista, el diario de Moch, trae aire fresco y renovado a los ya clásicos estudios sobre la flaneurie: la imagen de una flaneuse, en femenino, así recorta Gluzman la figura de Moch en su diario, entre el contingente de “paseantes” varones que pueblan el siglo XIX y el XX. En esas páginas Andrea Moch adopta la posición de una artista viajera amante de la libertad, en busca de sí misma y de su arte.

No casualmente Trazos invisibles… se interroga, entre otras cosas, sobre el “espacio propio”, el “cuarto propio” de las mujeres artistas que pocas veces tuvieron “taller” en el pasado remoto, como pocas veces tuvieron las escritoras del siglo XIX un “gabinete” de trabajo. Y es que Georgina Gluzman está atenta al afuera y el adentro, a las andanzas y los encierros femeninos. Y también a los contactos entre el mundo del arte y el de la literatura, cercanos, también hoy, a través de la crítica y la historiografía. Un solo ejemplo basta: la presencia de Clorinda Matto de Turner, escritora peruana exiliada a fines del siglo XIX en Buenos Aires, disertando en el Ateneo sobre “Las obreras del progreso en América del Sur”. Cuando sitúa ese escenario para analizarlo, Georgina Gluzman repone el contraste entre la imagen singular de esta escritora, la primera y una de las pocas invitadas a ensayar ideas en voz alta ante aquél público de elite, y el numeroso círculo de mujeres artistas que fue poblando la sala del Ateneo hacia 1896, cuando el 50 % de lxs asistentes a esos prestigiosos encuentros eran mujeres, precisamente. Este solo dato parece venir a responder una inquietud que guió el trabajo de Gluzman en los comienzos y que ella explicita en la introducción al libro: “esta investigación surge de una simple pregunta: ¿fue acaso Lola Mora la única artista activa entre 1890 y 1920 o es apenas el emergente más visible de un grupo creativo olvidado?” El Ateneo como un espacio de interlocución entre escritores y artistas ha sido estudiado en los últimos años –por Laura Malosetti Costa o por Alejandra Laera, por ejemplo- pero la perspectiva de Georgina Gluzman ofrece una nueva dimensión, que abre caminos a nuevas interpretaciones y abordajes a partir de la ubicación de esa presencia femenina expansiva, en el mismo recinto en el que descollaron las intervenciones de Rubén Darío o de Eduardo Schiaffino, entre otros. ¿Y quiénes eran esas mujeres?, ¿cómo llegaron hasta allí y de qué otros modos se situaron en la sociedad de su tiempo? Este estudio no sólo promueve estos interrogantes (y en gran medida los responde) sino que abre el camino a futuras investigaciones.

Leyendo Trazos invisibles… se impone al lector/ la lectora, otra pregunta en apariencia sencilla: ¿qué significa pintar? ¿Se trata, acaso, de poner el mundo, la vida, la experiencia personal, la mirada propia y la sensibilidad, las técnicas, los saberes adquiridos, en imágenes? Y subrayo, la palabra vida, una palabra clave en la investigación que subyace al libro. Hoy día, en que la literatura y la crítica literaria y acaso la crítica de arte o el arte mismo, vuelven la mirada sobre “la vida” como objeto de interés o de estudio –la vida privada, el giro autobiográfico, de esto último se habla bastante en literatura actualmente- quisiera señalar, precisamente, que este es un libro que habla entre otras cosas de la vida de las mujeres en el pasado: ¿cómo sobrevivieron las artistas en un mundo reacio a la emancipación o los reclamos de “derechos” para el individuo, un mundo fascinado pero temeroso de la tan mentada sensibilidad femenina, temeroso de la pasión que el arte o la literatura son capaces de suscitar. ¿Cómo se abrieron paso y bajo qué recursos y tácticas desarrollaron su arte todas esas mujeres que buscaron el aplauso o prefirieron, para resguardarse de los juicios adversos, moralizantes, practicar su pasión a solas, sin grandes estridencias? En este punto creo que Trazos invisibles… acierta en señalar y analizar algunos paradigmas, conceptualizaciones poco inocentes bajo las cuales se ubicaron las artistas o fueron ubicadas por la crítica o los historiadores del arte, intentando justificar o legitimar su existencia como tales: la condición de “excepcionales” que le cabe a las más resonantes, el mote de “aficionadas” que condenó a muchas al anecdotario o a las páginas suplementarias en las historias del arte o la literatura, o que simplemente las catapultó en el olvido. Y sin embargo, también recupera Gluzman en este libro el perfil de las artistas “profesionales” que se perfilaron como tales en diversos momentos del siglo.

El libro abre un juego de interpretaciones que contempla ese variado arco de posicionamientos y de poses –reitero: la de las mujeres excepcionales, aficionadas, las profesionales. Merodeando en todas ellas, la autora explora las tensiones y ambigüedades que poblaron los discursos del pasado, los pone en primer plano, los considera a todos sin excepción y esboza, por momentos, apuestas desafiantes. Como por ejemplo “cuestionar el modelo interpretativo de un desarrollo lineal para abordar el tema del profesionalismo femenino”, que según Gluzman aparece en diferentes momentos del siglo y no tan sólo en épocas de modernización. O sea aparece y reaparece de manera discontinua, como reaparecen otros tópicos que también son recurrentes a lo largo de la centuria: las preguntas sobre la educación y el progreso, sobre el rol social de las mujeres en la configuración de la nación emergente, sobre el derecho a instruirse, especializarse, tener un oficio, trabajar fuera del hogar. Esas preguntas arrastran otra más crucial que esconde para los hombres y las mujeres del siglo XIX un dilema acuciante: ¿qué pasará con la división tradicional de géneros cuando las mujeres alcancen un grado de instrucción igual a la de los hombres? ¿Qué pasará o en qué se convertirá el “ángel del hogar”, si en vez de sostener entre sus manos la mano de los hijos o el esposo sostiene un pincel o una pluma? Frente a semejantes fantasmas, la búsqueda de “antecesoras”, la configuración de “genealogías” o de redes horizontales será un recurso común para las artistas y las literatas de los siglos XIX y también los del XX. El libro de Gluzman lo ilustra con elocuencia sobre todo en los capítulos finales, cuando analiza por ejemplo cómo “las patricias” vuelven a jugar un rol preponderante en el imaginario de entresiglos, y cómo son disputadas por los sectores más conservadores y también los más progresistas. Resulta especialmente estimulante esa zona del libro porque ofrece proyecciones de gran actualidad: ¿qué nos siguen diciendo, hoy día, todas esas imágenes de mujeres desperdigas en los museos o entre colecciones privadas, recuperadas algunas del olvido por los historiadores y los críticos, reproducidas otras en los libros escolares? ¿Cómo sigue circulando, o no, un imaginario de las mujeres en el contexto revolucionario de Mayo? Y cómo juega ese pasado en relación con el presente de la crítica, la literatura y el arte. Georgina Gluzman señala en un par ocasiones, a lo largo del libro, que a veces la ficción y la imaginación tomaron el lugar del documento o el archivo extraviado, a la hora de interpretar la obra de las artistas del pasado. Incluso en los casos más resonantes como el de Lola Mora, la historia se valió de la leyenda para encomiar a la mujer artista. O se valió de la novela en lugar del documento o el archivo: ese es otro lazo que ata hasta hoy a la literatura con el arte, y que solicita la intervención de la crítica moderna, interdisciplinaria y de género, para dilucidar lo qué hay detrás de una pintura pero también de una biografía célebre de mujer artista.

Por último, amerita un comentario el modo de articulación, de confección, de este libro que se me presenta, por momentos, como una filigrana. ¿Y qué es una filigrana? Voy al diccionario: al que tengo más a mano, uno de uso corriente en internet, que me ofrece rápidamente dos acepciones: 1) es un adorno hecho con hilos de oro o plata que, entrelazados, forman un dibujo parecido a un encaje; 2) la filigrana es una marca o dibujo que se hace en el papel en el momento de su fabricación y que es visible al trasluz. O sea que la filigrana me remite a dos universos muy coherentes con el libro de Georgina Gluzman: el universo femenino de los vestidos y encajes, el universo del dibujo y el papel. Creo que estoy justo en el comienzo de los comienzos, en el comienzo o tal vez en el sustrato del libro. Y veo entonces, entiendo bien, que la autora escribió una obra que está en completa afinidad o sintonía con su objeto de estudio: ella también, de algún modo, borda una tela, confecciona un tejido, un vestido, una trama, hace un dibujo o cuenta una historia que le permite sacar los hilos al trasluz. De eso se trata la crítica, también: de sacar a la luz lo que no se ve a simple vista, y de recomponer una trama. Esto también es un arte.

El trabajo de Gluzman es meticuloso, paciente, también es arqueológico porque tiene que excavar y relevar las fuentes, los archivos perdidos, recuperados, donde se guardan los bosquejos, los nombres que se esfumaron en el anonimato, las cartas, los diarios de las mujeres artistas que no forman parte del tropel de las “excepcionales”, a veces, sino que están en el “pelotón” de las desconocidas, como suele decir María Vicens, que hace tiempo estudia, también, a las escritoras de entre siglos, y a quien recordé varias veces mientras leía este libro. Acaso porque acabo de leer su tesis doctoral, recién entregada en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Acaso porque estos trabajos de investigación reciente consolidan y continúan la traza de una nueva crítica que en la historia del arte sigue los pasos de trabajos señeros: los de Lía Munilla, Laura Malosetti Costa, Sandra Szir, Marta Penhos, Gabriela Siracusano, María Isabel Baldasarre, Isabel Plante, la escuela que abrió el maestro Gastón Burucúa. El trabajo de Gluzman se inscribe en esa serie, lo hace subiendo un peldaño en los estudios de género, y con él, en la historia del arte. Por fin, sin temor a abusar de las imágenes y las metáforas, no será exagerado decir que Georgina Gluzman encara en este libro una tarea de orfebre o también de relojero, o también de miniaturista (uno de los géneros que practicaron las mujeres artistas del XIX, que además pintaron paisajes y retratos y también desnudos). Todos esos datos que la autora rescata sigilosamente del olvido evocan un arte de lo mínimo, lo pequeño, lo que es difícil sostener sin que a uno se le caiga algo de las manos: el arte de poner una cosa pequeña junto a otra, un dato pequeño junto a otro y con cuidado hacerlo crecer hasta formar un objeto, un asunto, una historia, hasta recomponer una imagen. Alguna vez el filósofo John Austin llamó la atención sobre “cómo hacer cosas con palabras”. Y cómo hacer cosas con imágenes, podemos preguntarnos también, con imágenes desperdigadas en el espacio y en el tiempo, diseminadas en la memoria. Es posible reconocer en este emprendimiento el gran desafío que afrontan los estudios de género cuando están abocados al mundo del pasado. Un desafío que Georgina Gluzman supo afrontar y del que salió airosa, con algunos tesoros en la barca del libro. Por eso, es para celebrar su esfuerzo crítico y también que esas imágenes poco conocidas u olvidadas del pasado reaparezcan todas juntas en este libro que logra darles relieve, dimensión, organicidad y un sentido nuevo. Logra visibilizarlas, revivirlas y devolverles consistencia: creo que para eso trabaja la crítica, cuando es sustanciosa.