Alfred Gell
Arte y Agencia. Una teoría antropológica
Buenos Aires, SB, 2016, 336 páginas
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> autores
Laura Malosetti Costa
https://orcid.org/0000-0003-2152-8448
Doctora en Historia del Arte (UBA), Académica de Número de la Academia Nacional de Bellas Artes de la Argentina, Investigadora Principal del Consejo Nacional de Investigación Científica y Tecnológica (CONICET). Decana del Instituto de Artes Mauricio Kagel y del Instituto de Investigaciones sobre el Patrimonio Cultural (IIPC-TAREA) de la Universidad Nacional de San Martín.
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> como citar este artículo
Malosetti Costa, Laura; “Alfred Gell, Arte y Agencia. Una teoría antropológica”. En caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA). No 8 | 1er. semestre 2016. pp 168-170.
La esperada edición en español del libro de Alfred Gell, Art and Agency (1998) plantea en su título un problema de traducción: hace tiempo que este libro figura en la bibliografía de mis clases y siempre comento que Agency es un concepto difícilmente traducible, pues tiene en nuestro idioma un significado más bien administrativo, y no el que en inglés refiere a “acción o intervención que produce un efecto particular”. Pero tal vez a partir del libro de Gell y su traducción estamos ante un necesario neologismo aportado por las ciencias sociales a la lengua española. ¿Qué otra palabra hubiera podido utilizarse para agency? Poder, tal vez. Pero el concepto de poder tiene otras connotaciones, carece de algunos significados que implica agency y – sobre todo – se han escrito varios libros muy influyentes en tiempos recientes sobre la cuestión Arte y Poder. Esta fórmula casi se convirtió en una moda intelectual de la nueva historia del arte.
Arte y agencia es un libro póstumo. Trabajó en él su autor con intensidad hasta su temprana muerte en 1998. Curiosamente, otro libro que impactó con fuerza en nuestra disciplina en un sentido general coincidente en muchos aspectos con Arte y agencia también fue un libro póstumo: Les pouvoirs des images de Louis Marin (1993). Esos poderes de las imágenes que Marin postulaba en la doble dimensión de representar y a la vez presentarse a sí mismas, tienen mucho en común con el concepto de agencia de Gell, como veremos.
Al mismo tiempo Hans Belting publicaba su influyente ensayo The end of Art History? (1992) proponiendo una nueva aproximación – antropológica – a los artefactos visuales, por fuera del sistema arte. De este modo, casi simultáneamente, la antigua disciplina de la Historia del Arte se vio desafiada desde las tradiciones antropológica inglesa (Gell), post semiótica francesa (Marin) y una historia del arte alemana que puso en foco artefactos que habían caído fuera de su objeto de estudio (Belting se dedicó a los iconos religiosos) y pensó el arte occidental desde una perspectiva antropológica. No parecen haberse leído mutuamente, al menos no se citaron.
Alfred Gell devuelve a la cultura europea sus propios instrumentos de análisis antropológico de las representaciones visuales de culturas “otras”, aquellas que sólo habían sido insumo del arte moderno occidental (Picasso desde 1907, etc.) y que en un contexto tanto colonial como post-colonial fueron valoradas como arte con criterios propios del sistema del arte llamado “occidental”.
Gell cita como antecedente de su perspectiva de análisis la historia social del arte que había desplegado Michael Baxandall en su ya clásico Painting and Experience in 15th century Italy, (1972). El concepto de “ojo de la época” (period eye) que Baxandall aplicaba a las formas de ver, anticipando lo que hoy entendemos como cultura visual de un período histórico y un grupo social específicos, es trasladado por Gell al análisis de un sistema cultural en su totalidad a partir del supuesto de que no todas las culturas tienen un elemento comparable a nuestra estética. Y somete a una mirada antropológica a aquellos artefactos que la cultura a la que él mismo pertenece identifica como “objetos de arte”. La antropología – dice – estudia las relaciones sociales, o sea: las relaciones entre los participantes de los sistemas sociales. Y propone entonces una teoría antropológica sobre esos objetos: un sistema en el que a las personas (o sea, los agentes sociales), en determinados contextos las sustituyen objetos de arte.
A partir de allí comienza a desbrozar su concepto de objeto de arte diferenciándolo de las interpretaciones estéticas, simbólicas, sociológicas y semióticas. En primer lugar propone que objetos de arte no son sólo aquellos que los miembros del mundo del arte (marchands, coleccionistas, críticos) reconocen como tales (Arthur Danto, “The Artworld» (1964) Journal of Philosophy LXI, 571-584). Desde su perspectiva antropológica son arte también los artefactos diseñados para producir terror, maravilla, deslumbramiento, como ciertos escudos y armaduras, por ejemplo.
Avanza a continuación contra las interpretaciones simbólicas y semiológicas y sostiene que los objetos de arte no constituyen un código visual para comunicar un sentido, rechazando la idea de que esos objetos de arte posean un significado simbólico. Sólo la lengua transmite significados, es única – afirma Gell – se apoya en los objetos para desplegarse: “Más que en la comunicación simbólica, centro todo el énfasis en la agencia, la intención, la causalidad, el resultado y la transformación. Considero que el arte es un sistema de acción destinado a cambiar el mundo más que a codificar proposiciones simbólicas sobre él.” (p. 36)
Su definición del objeto de arte no es ni institucional ni estética ni semiótica, es teórica: objeto de arte es cualquier cosa que se inserte en esa ranura dentro del sistema de relaciones y términos que establece la teoría, no existe a priori. En el marco de esa teoría los objetos de arte están engarzados en la matriz de las relaciones humanas y sociales, pero no sólo en las sociedades modernas de masas y sus instituciones. El planteo de Gell se distancia aquí de la sociología del arte (Pierre Bourdieu y otros) que analiza parámetros institucionales en términos de producción, recepción, circulación, consumo aplicables sólo al arte del llamado “mundo occidental” o de grandes estados burocráticos como China o Japón. El autor propone poner a las obras de arte individuales en el centro de sus propios marcos de interacción como si fueran personas. Y a partir de ese supuesto despliega todo su arsenal de herramientas antropológicas tradicionalmente aplicadas a individuos y objetos exóticos para dirigirlo a su propia cultura.
Desde su origen la antropología se ocupó de las relaciones entre las personas y las ‘cosas” que parecen personas o cumplen la función de tales. Desde el concepto de animismo en las Culturas primitivas (Tylor, 1875), autores clásicos como Frazer, Malinowski, Mauss, se han ocupado tanto de la atribución de vida y sensibilidad a cosas inanimadas (magia) como del intercambio de esas cosas (dones) como extensión de las personas.
Ahora bien, dentro del amplio “culto de la antropología”, con sus solapamientos y diferencias ambiguas con la historia, la sociología, la psicología, etc. Gell propone abstraer como aquello más específico de la disciplina el modelo biográfico. La “especialidad” de la antropología – sostiene – es la descripción de conductas, enunciados y modos de actuar en apariencia irracionales, los proyectos de vida de los “agentes” son el eje articulador de las explicaciones de conductas individuales en el contexto de relaciones sociales.
Desde esa perspectiva, el análisis de la obra de arte deja de ser un problema estético o sociológico (legitimación, valor atribuido, etc.) y pasa a ser un índice material de relaciones específicas entre individuos. La “cosa” (índice material) suscita operaciones cognitivas que implican una abducción de la agencia del individuo, una delegación del efecto que ese individuo es capaz de generar en otros, en el tejido social. Se trata de operaciones cognitivas que no implican un desciframiento ni una traducción, son una clase de inferencia no demostrativa que permite comprender eventos misteriosos. El infinito número de explicaciones e interpretaciones posibles cuando se “lee” la obra de arte buscando su comprensión (semiótica) queda así limitada cuando se analiza al objeto de arte como índice en sí mismo, como resultado o como instrumento de la agencia social, como abducción de la agencia.
¿En qué consiste la agencia, entonces? Cualquier ser humano es un agente social al menos en potencia, plantea Gell. Agencia es la capacidad que poseen las personas o cosas de provocar secuencias causales de un tipo particular, sucesos no sólo físicos sino también causados por actos mentales, de voluntad o de intención. El autor pone ejemplos muy claros para ilustrar su teoría, comparando abducciones de la agencia en contextos muy dispares: compara la agencia de ídolos de grupos de la Polinesia con automóviles de alta gama de países europeos. La agencia es una proyección del poder, de ciertos efectos que un individuo es capaz de producir en el grupo al cual pertenece. Esa agencia actúa sobre la mente de cada ser humano pero es social de un modo inherente.
Los objetos de arte, claro está, no son nunca agentes autosuficientes sino secundarios: actúan asociados con seres humanos específicos. Son personalidades distribuidas, tienen la capacidad de generar efectos múltiples y de alguna manera azarosos a lo largo del tiempo. En fin, Gell define a los objetos de arte como típicamente “difíciles”: “fascinan, atraen, cautivan por su peculiaridad, intransigencia y extrañeza” (p. 55) A continuación el libro desarrolla el análisis de los distintos factores implicados en esta teoría antropológica del arte: el artista, el destinatario o receptor, el prototipo, las relaciones agente-paciente y un minucioso y sistemático análisis de esos índices de la agencia tan peculiares. Y termina con un largo capítulo dedicado a la cuestión del estilo, cuestión central para la disciplina tradicional de la historia del arte y también para la arqueología, aunque con muy distinto carácter y objetivos. A partir de un minucioso análisis de las pinturas corporales en las islas Marquesas, Gell termina concluyendo que no hay modo de definir el estilo de un objeto de arte sino como parte de una serie, lo cual podríamos decir que no es novedad para la historia del arte, pero tal vez sí para la antropología: ningún estilo es deducible de la sociedad o la cultura de un modo general, no hay relaciones necesarias entre las formas del arte y otros aspectos de una cultura. “El estilo visual – afirma – es una dimensión autónoma en la medida en que solo se define en función de las relaciones entre conjuntos de artefactos.” (p. 267) Pero la autonomía nunca es total. Hacia el final del libro es posible percibir algo inacabado, cierto titubeo por momentos confuso respecto de la cuestión de los estilos, aunque hay una cuestión central que articula todo el argumento: propone pensar los estilos como personalidades distribuidas, extendidas en el tiempo y el espacio, formando parte de un conjunto y pujando por diferenciarse. Un componente de tradición y una voluntad de futuro, un ímpetu individual y una vocación pública hay en todo arte: en John Constable y Marcel Duchamp tanto como en el arte corporal marquesano o las casas maoríes.