Isabel Plante
Argentinos de París. Arte y viajes culturales durante los años sesenta.
Buenos Aires, Edhasa, 2013, 402 páginas
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Alejandra Laera
Investigadora Principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y Profesora Titular de Literatura Argentina I en la Universidad de Buenos Aires. Actualmente dirige el Instituto de Literatura Argentina (ILA) de la UBA. Ha sido profesora visitante en universidades de su país y del exterior (Stanford, Wesleyan, Universidad Nacional de Rosario, PUC-Río). Es autora de los libros El tiempo vacío de la ficción. Las novelas argentinas de Eduardo Gutiérrez y Eugenio Cambaceres (Fondo de Cultura Económica, 2004), y Ficciones del dinero (Fondo de Cultura Económica, 2014), y de numerosas publicaciones sobre literaturas argentina y latinoamericana del siglo XIX y contemporáneas. Dirigió El brote de los géneros (2010), tercer tomo de la Historia crítica de la literatura argentina y realizó la antología de literatura y arte Una historia de la imaginación en la Argentina (Museo de Arte Moderno, 2019).
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Alejandra Laera; «Argentinos de París. Arte y viajes culturales durante los años sesenta». En Caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA). N° 3 | Año 2013 en línea desde el 4 julio 2012.
En “El deseo de París”, Rubén Darío le advierte a un joven aspirante a literato que ha resuelto abandonar Buenos Aires para irse a París, las consecuencias de tal decisión:
¿sabe usted lo que dice? (…) Ir a París, sin apoyo alguno, sin dinero, sin base… ¿Conoce usted siquiera el francés? … ¿No? … Pues mil veces peor ir usted a París, en esas condiciones… ¿A qué? Tendrá que pasar penurias horribles… Andará usted detrás de las gentes que hablan español, por los hoteles de tercer orden, para conseguir un día sí y treinta días no algo con qué no morir de hambre (…) Luchar en París, para vivir en París, con literatura… ¡Pero ese es un sueño de sueños! (…)
Darío admite que existe alguna excepción, como él mismo, pero eso se debe, le explica al joven, a sus corresponsalías para el diario La Nación (que a su vez se prestigiaba con su nombre, le aclara) y a algún cargo diplomático; no fue la poesía, como no lo eran el cuento o la novela y tampoco la pintura, lo que le permitió subsistir en París. Pese a todo, y ante la insistencia de su interlocutor, renuncia finalmente a darle más consejos: “¡Quién sabe -termina diciéndole- si es usted un genio, un genio colosal, a quien le está destinado, en un triunfo seguro, el reino de París!”. Con esta crónica, que publica en el diario La Nación a fines de 1912 (casi una década después de haberse instalado allí para cubrir la Exposición Universal de 1900 y pocos años antes de su muerte), Darío ilustra la resignada decepción de las expectativas puestas en ese viaje consagratorio. Darío, triunfante en Hispanoamérica y en España con su poesía moderna, no logró satisfacer nunca su propio “deseo de París”.
Casi nada de todo esto parece ocurrir en la historia de los “argentinos de París” en los años 60 que nos cuenta la historiadora del arte Isabel Plante en su libro: algo ha cambiado. Los intelectuales latinoamericanos que viajan tienen ahora otra visibilidad y sus obras empiezan a circular internacionalmente, en París se organizan muestras de arte argentino, artista tan diferentes como Julio Le Parc y Antonio Berni ganan premios en Europa y triunfan en París, la prensa especializada acompaña esas consagraciones. El ejemplo de Darío, en apariencia tan diferente (es un escritor nicaragüense en tiempos del Centenario), anticipa cada uno de los motivos que hacen del libro de Plante un aporte imprescindible para revisar varias cuestiones fundamentales de la historia y la crítica cultural, ya sea de orden conceptual como metodológico. En primer lugar, la noción de viaje y su altísima productividad para pensar la cultura artística y literaria argentina, no solo en términos de itinerarios sino de relaciones y redes; junto con esto, la dimensión de lo mundial que, del cosmopolitismo a la globalización, contribuye a replantear los vínculos, actualmente tan discutidos, entre centro y periferia. En segundo lugar, la relación entre especificidad crítica y transdisciplinariedad, que permite entender la cultura y la lógica de lo que se dio en llamar “campos” abandonando los compartimientos estancos sin que ello implique dejar de lado ciertos criterios específicos, ya sean literarios o artísticos. Y por último, la apuesta a narrar, desde esta perspectiva diferencial dada por la categoría del viaje y por la transdisciplinariedad, tanto una franja de la década del 60 como un tramo de la historia cultural del arte argentino: porque Argentinos en París no solo funciona sincrónicamente como un nuevo mosaico para agregar a los estudios seminales sobre la década del 60 (los de Oscar Terán, Claudia Gilman, Andrea Giunta), sino también como eslabón diacrónico de la historia que comenzó a contar Laura Malosetti -directora, de hecho, de la tesis doctoral que dio origen al libro- en Los primeros modernos con los viajes de formación de los artistas rioplatenses de finales del XIX a Francia. En definitiva, si algo termina de ratificar el libro de Plante es que la historia cultural argentina no puede pensarse sin los “argentinos de París”, esto es: sin pensar en la instancia definitoria del viaje y las inflexiones epocales y coyunturales de la formación y la consagración.
El libro de Isabel Plante, que incorpora a su vez las variables locales y las premisas y efectos políticos de la producción de los artistas, focaliza, por un lado, en el entramado de la red Buenos Aires-París (que en los 60 se proyecta a América Latina y a Nueva York), y por otro, en la imbricación entre legitimación específica y mercado del arte (que en los 60 complejiza tanto el proceso de producción de valor como la función política que se esperaba de las obras).
En cuanto a la red transatlántica, Argentinos de París le da una vuelta al itinerario Buenos Aires-París, considerado o bien desde la perspectiva argentina (periférica), como solían hacerlo los estudios ya clásicos sobre el tema (fundamentalmente, el capítulo de David Viñas en Literatura argentina y realidad política), o bien desde una perspectiva filoeurocéntrica, como tiende a hacerlo con su modelo mundializador Pascale Casanova (en su tan influyente como controvertido libro La República mundial de las letras). En cambio, Isabel Plante, que nunca olvida que el viaje a París comenzó en Buenos Aires, cruza las abundantes fuentes primarias relevadas en los archivos franceses (revistas, catálogos, etc.) con diversas fuentes primarias de procedencia local (exposiciones, reseñas periodísticas) y también con las lecturas recientes que de ellas hicieron sus colegas en sus propias investigaciones (de allí esa suerte de sedimento colectivo que puede observarse en la renovación de los estudios de historia del arte de la última década). Por eso, los “itinerarios” mencionados en el libro son verdaderas redes culturales transnacionales. Esas redes pueden partir de un crítico de arte, como el argentino Damián Bayón que vivió en Francia o el francés Pierre Restany que viajó por América latina, a quienes Plante les dedica el capítulo dos y parte del seis. O pueden partir de una revista como Robho, en gran medida protagonizada por artistas latinoamericanos, o de una experiencia como la del Atelier Populaire, que ponía a prueba los alcances y límites políticos de Le Parc y el arte cinético, por ejemplo, tal como se explica en el capítulo cuatro. E incluso esas redes pueden abrirse a través de los argentinos residentes en Francia que después pasaron, como se cuenta en la introducción y en el primer capítulo, a Estados Unidos, como Luis Felipe Noé, o a través de Copi y su Femme assise, que se presentan en el capítulo seis.
Con respecto a la consagración, no está de más volver a la tesis de Pascale Casanova al plantear que la perspectiva “mundial” propiciada por la figura del viaje se vincula con el éxito: Casanova afirma que ha sido París, con sus criterios modernos de valoración, la ciudad que ha hecho posible el triunfo de ciertos escritores procedentes de la periferia. Si el esquema bipolar de Pierre Bourdieu opone lo estético o artístico (es decir lo específico) a lo comercial, Casanova se afirma claramente sobre el polo artístico para pensar la consagración y sus valores, mientras desdeña las variables del mercado (por ejemplo, cuando duda de que el centro cultural legitimador se haya desplazado de París a New York ya en los 60). En cambio, lo que explica Plante en su libro es que los artistas que en una suerte de exilio voluntario se instalaron en París, y no solo quienes se fueron de allí a NYC, pretendían hacerse un nombre igual que aquellos de los países centrales. Se trata de una consagración que pretende ser a la vez material y simbólica: bienales, exhibiciones, premios internaciones y una sociabilidad específica e internacional. Tanto el capítulo tercero dedicado a Julio Le Parc y el recorrido del cinetismo (que pone a prueba las relaciones entre mercado y política), como el capítulo quinto sobre Antonio Berni (y los cambios en su obra de acuerdo con su recepción crítica) resultan fundamentales para cuestionar una polaridad tan frecuente en los estudios de historia del arte como de literatura en la Argentina. Solo que este tipo de consagración lleva, además, a reflexionar sobre la petición política que se le hacía al arte en la coyuntura del 68 francés, explicado en el libro de Plante al abordar la experiencia de Amérique Latine non officielle, ya en el umbral de los 70. La consagración se plantea en la tensión triangular entre valoración artística, mercado y demanda de politización, lo que, de hecho, fue central para pensar en un colectivo artístico y cultural latinoamericano conformado no solo por artistas sino también por escritores e intelectuales.
Viajes y redes, entonces, pero también transdisciplinariedad y comparaciones entre campos. Porque si, después de leer el libro de Isabel Plante, pienso en los escritores “argentinos de París”, reconozco ahora más claramente las diferencias entre los modos de legitimación local y mundial para el arte y la literatura. Y no solo se trata de una cuestión de lenguas, sino de la alta autolegitimación del campo literario argentino respecto de otros campos culturales: no fue, de hecho, necesario que Juan José Saer se consagrara en París para hacerlo en Buenos Aires; tampoco parece haber sido la residencia parisina la que definió la consagración argentina y latinoamericana de Julio Cortázar, ya que la lógica editorial armaba su itinerario en otras direcciones (pasando por España antes que por Francia). Puedo advertir también que, si leemos la relación entre cultura y política en los 60 en sede literaria (como lo ha hecho Claudia Gilman en Entre la pluma y el fusil), La Habana, como lo sabemos también por Cortázar, resulta una capital central en términos de legitimación de un arte político o politizado, algo que no parece haber sido definitorio en el caso de los artistas. Por su potencial para redefinir todo el mapa cultural de los años 60, Argentinos de París, finalmente, no solo es fundamental para seguir tramando redes en la historia del arte y la historia cultural, sino también para revisitar episodios literarios intensificando los diálogos entre disciplinas.