Teorías y prácticas en la historia del arte
Entrevista de caiana a José Emilio Burucúa
Compartir
> autores
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
> como citar este artículo
“Teorías y prácticas en la historia del arte. Entrevista a José Emilio Burucúa”. En caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA). Nº 8 | Segundo semestre 2015, pp. 175-178
Tu nombre es un gran referente para muchos historiadores del arte actuales, en la conformación de este campo profesional, en la tarea pedagógica, en la formación de tesistas, un verdadero pionero en ese trabajo ¿cuáles fueron tus referentes? ¿fueron dentro de la disciplina, por fuera de ella?
Si, los tuve dentro y fuera. Dentro de la disciplina fue Adolfo Ribera, quien fue un maestro muy importante, me enseñó muchas cosas sobre temas que eran los que más me atraían entonces, el Renacimiento pero también la primerísima pintura argentina, que me interesaba mucho. Después Schenone fue una persona fundamental para mí, sobre todo las conversaciones off the record, cuando yo era investigador del Conicet y trabajaba en el Instituto Payró, él era el director, nos veíamos todos los días y eso fue una cosa muy importante. Y por fuera de la historia del arte tuve dos maestros: fueron Angel Castellan, que era alguien con una visión de los problemas europeos realmente muy original y propia y a la vez muy aggiornata, manejaba una bibliografía en los años ‘60 que nadie más que él tenía (entonces había una búsqueda casi te diría obsesiva de la bibliografía, la práctica de la lectura) él daba historia moderna, un hombre con una gran visión. Después, otro fundamental fue Héctor Ciocchini, yo ya había oído hablar mucho de él cuando era el Director del Instituto de Humanidades de Bahía Blanca, pero después tuvo la tragedia que fue la muerte de su hija en “la noche de los lápices” y se fue a Inglaterra, entonces no tuve ocasión de conocerlo. Y cuando fui a Londres en el año ‘80 no lo encontré, él estaba allí, pero no lo encontré. Ocurrió que al volver tanto él como yo a la Argentina en el ’82, ahí sí nos conocimos; él armó un grupo de estudio en su casa y yo iba siempre, eran dos veces por semana, una maravilla, su biblioteca, su generosidad, la gente que él había conocido, había sido muy amigo de Francis Yates. Entonces había una familiaridad con esos temas transversales, y él tenía una biblioteca maravillosa. Pero siempre, esa sombra de la desaparición de la hija sobre su vida que lo marcó, pero a su vez le dio una densidad humana que no mucha gente tiene. Entonces la amistad con él fue una cosa definitoria para mí, no sólo por todo lo que aprendí.
Y ¿quiénes frecuentaban esas reuniones, esos grupos de estudio? ¿eran historiadores?
Había de todo, gente de letras, Pablo Williams, De Lorenzini, un muchacho que era crítico de literatura de varios periódicos en la segunda mitad de los ’80, y después estaba Nante, quien se dedica mucho a la filosofía medieval, un hombre de pensamiento muy fino y después había artistas, Eduardo Bendersky quien hacía una pintura muy sutil, de naturalezas muertas, a mi me gustaba mucho lo que hacía, desapareció del mercado, era un artista de primera. Ciocchini escribía para sus catálogos, exponía en lo de Jacques Martinez; murió joven. Era cordobés y venía a Buenos Aires sólo para hablar con Ciocchini. Alguien notable.
¿Cómo ves ahora la profesionalización local del campo de la historia del arte en estos últimos años? ¿Dónde ves el origen de esa profesionalización? ¿Cuándo crees que la historia del arte pasó de ser un campo a ser una disciplina?
Ribera y Schenone, si bien eran historiadores que conocían mucho, no se percibían como profesionales tal cual nosotros nos podemos percibir hoy, siempre había algún tipo de dependencia. Para nosotros fue fundamental la autonomía económica que nos dieron las becas de investigación de la UBA y después el Conicet, que fue el principal factor de nuestra profesionalización. O sea, después del ’80, a partir de los “ochentilargos”, la UBA fue primero, las becas de investigación para la historia del arte, algunas muy importantes; después, en los ’90 empezó la etapa muy exitosa del Conicet, y a partir del 2004-2005 mucho más, hasta ahora en que gente de nuestra disciplina integra las comisiones. Ese fue un factor fundamental porque nos dio una autonomía económica que nos permitió profesionalizarnos. Tal autonomía no existía. En la época de Ribera y Schenone dependían mucho de designaciones docentes, dependían de algún trabajo en un museo pero era todo muy inseguro, y uno estaba como de tránsito siempre. Se dependía de la administración de turno, no era como ocurre hoy en que hay concursos. Los concursos nos estabilizaron. Schenone y Ribera de pronto tenían que ponerse a hacer cosas para poder sobrevivir, que no tenían nada que ver. Mientras no hubo esa seguridad económica no se puede decir que haya habido profesión. Ahí se arma el círculo virtuoso, un primer peldaño de autonomía económica hace que vos te dediques full time a lo tuyo, hace que tu producción sea buena y si tu producción es buena, entonces ingresás al Conicet y así empieza la retroalimentación. Para mí esos fueron factores fundamentales, con lo cual a veces se piensa que lo académico es una instancia de validación profesional, en nuestro caso entiendo que el campo se ha hecho más complejo, más rico…
Ni siquiera te parece que la creación de la carrera puede haber sido un paso fuerte a la profesionalización …
No, eso fue en el ’63. Es cierto que sin eso, lo otro no hubiera sido posible, pero profesionalización, sobre todo para los jóvenes, eso era fundamental, Schenone finalmente fue director del Instituto y se dedicó solo a eso, el asunto era los que tienen 23 ó 24 años y se acababan de recibir. Es decir que sin entrar en la vía descripta era muy difícil planificar. En mi caso personal con mis compañeros de carrera, cuando planificábamos el año, la actividad principal era dar clase en los colegios, ese era el recurso financiero fundamental, y en cuanto a la investigación… Ahora tal vez un pibe, una chica de 30-32 años pueda decir yo en los próximos años me voy a dedicar a esto, y eso después se replica y continúa. El shift está ahí, empezaría fines de los ’80 con las becas de la UBA, y continuaría en los ’90- 2000-2003 en adelante que es la incorporación masiva a Conicet.
¿Y todo esto cómo se articuló según tu perspectiva con las renovaciones teóricas en la disciplina?
Yo veo que hay muchas inercias, no lo digo en sentido peyorativo, lo que veo es que hay una inercia fuerte de lo que podríamos llamar una historia social del arte, eso sigue, hay gente que hace eso, y está muy bien que así sea, es un núcleo duro de la disciplina, y además se está haciendo con mucha calidad. Es nuevo todo lo que se está investigando sobre instituciones, es una frontera de una historia social que tiene que ver con la política, arte y política, o arte y militancia pero que acá se hace con mucha calidad. Hay que agradecérselo yo creo a Ana Longoni, al Cedinci y a Andrea Giunta; la polémica que a veces ellas desarrollaron es una polémica de mucha altura. Porque no hay una ideologización chata, y eso es muy importante. El desarrollo que se dio en el estudio de la historia institucional es fundamental, el coleccionismo, y las instituciones como Sociedad Estímulo, Amigos del Arte, que estudió tanto Diana Weschler, el Salón Nacional, y más acá nos acercamos a la cuestión del mercado y las galerías ahí se ve hasta qué punto eso tiene un peso, está ahí la teoría del campo artístico de Bourdieu, que es una teoría que todavía está en vigencia y se aplica, excelente y como herramienta, y que acá se hace bien, pero eso es, digamos, la cosa que ya viene de lejos.
Después, yo creo que ahí hay otras elementos, el que vos misma (Sandra Szir) abriste en el sentido de la imagen por fuera del arte, este campo que vos abriste con el estudio de las ilustraciones, de las revistas, el arte incorporado a ese producto que es el libro, la apertura a lo que se llama estudios visuales me parece una cosa fundamental, y que se está viendo también en las exposiciones que hubo en el Museo Nacional de Bellas Artes, sobre arte anarquista, todo eso me parece que es un campo nuevo y que plantea toda una serie de cuestiones teóricas, porque ¿cómo son las herramientas? ¿Vienen de la historia social, vienen de la estética, se cruzan? ¿Hay herramientas propias de los estudios visuales? Aparece la cuestión del soporte material, si no ¿cómo analizás la especificidad de este tipo de productos? Entonces me parece que ahí hay un campo que se ha abierto muy bien, desde el arranque eso estuvo bien planteado. Después está la cuestión de texto e imagen, palabra e imagen que es una frontera, que no tiene resolución, es la tensión lo que tenemos que estudiar, el apartamiento o la convergencia entre una cosa y la otra, me parece que ese también es un horizonte teórico abierto e interesante, ahí estamos. Y tiene que ver también con los estudios visuales, Laura Malosetti trabajó en ese sentido. Marta Penhos también, en su libro sobre los mapas virreinales, ustedes lo han hecho con Caras y Caretas, con las publicaciones para niños, me parece que ahí hay un horizonte con problemas teóricos y con problemas de investigación a los que acá se presta mucha atención. Y después hay relaciones con otros campos como con el de la comunicación, de eso sé muy poco, con el diseño.
Con respecto a tus temas de trabajo ¿qué podés contarnos de qué te interesa ahora, qué estás desarrollando? Y con respecto a tus elecciones metodológicas, Warburg, Ginzburg y otros autores, ¿solés privilegiar algunos conceptos que te resultan más productivos o elocuentes para el trabajo con imágenes?
Durante diez años, Nicolás Kwiatkowski y yo aceptamos el desafío de explorar el problema de la representación y sus límites en los casos de masacres, otras situaciones-límite o traumas históricos. Lo hicimos en el mayor rango posible que podíamos abarcar con nuestros pocos saberes. No fuimos más allá del mundo europeo y americano y utilizamos sistemáticamente una adaptación de la categoría de la Pathosformel que acuñó Warburg. Así nos percatamos de que, ante fenómenos de aquella radicalidad, las culturas disponen de unas pocas fórmulas que les provee el pasado, pero que han hecho agua a medida que avanzó la masividad de las matanzas. Nuestra primera comprobación de que dos fórmulas, como la de la cacería y el martirio, no alcanzaban para dar cuenta de los horrores provocados por la conquista europea de las Américas, nos llevó a descubrir que el padre Las Casas intentó utilizar una fórmula nueva, la del infierno, y para ello tuvo que desactivar la idea de que la idea infernal está siempre asociada al castigo merecido de las víctimas. Por el contrario, Las Casas entendió que los conquistadores habían instalado un infierno en este mundo y lo habían descargado sobre seres desarmados e inocentes, sin culpabilidad alguna en su haber. La fórmula del infierno se impuso en poco más de un siglo pero, cuando hubimos de enfrentarnos a las masacres genocidas del siglo XX, si bien nuestro primer recurso consistió en echar mano de la idea de un infierno en vida, ningún esquema del pasado resultó suficiente para representar el nuevo espanto. Así fue que artistas, escritores e intelectuales comenzaron a buscar una Pathosformel nueva. Creemos que la experiencia argentina del Siluetazo fue un momento importante para que, de todos los ensayos modernos, la fórmula de la multiplicación de siluetas y de sombras sea la que tienda a imponerse ahora como sistema privilegiado de representación de los genocidios contemporáneos.
Nicolás trabaja hoy con las fórmulas estéticas, narrativas e historiográficas aplicadas al conocimiento y comprensión del fenómeno de la “barbarie”. Yo, estoy en las puertas del dolce far niente.
¿Qué les discutirías a los grandes historiadores del arte?
A los iconólogos, les cuestiono que sus métodos son válidos para horizontes visuales y artísticos muy restringidos; cuando se amplía la cuestión de los significados y sus acogimientos a públicos amplios y clases sociales que van más allá de los círculos aristocráticos e intelectuales, entonces la iconología se diluye y la multiplicidad de los receptores impone una teoría más amplia del acogimiento, que va de los contextos de la primera producción y recepción de las obras a la policronía de las apropiaciones sucesivas.
Respecto de la historiografía social de las artes y de los objetos visuales, entiendo que esa “escuela” ha prestado poca atención a la escala de los individuos. Sería enriquecedor, para la propia perspectiva socio-histórica, oscilar siempre entre los grandes colectivos y las personas concretas que ingresan en los campos estéticos y visuales de la semiosis