Objetos sagrados en diáspora: enajenaciones y redistribuciones durante el proceso de temporalidades tras la expulsión de la Compañía de Jesús (Córdoba y Buenos Aires, 1767-1810)
Sacred objects in diaspora: alienations and redistributions during the process of temporalities after the expulsion of the Compañía de Jesús (Córdoba and Buenos Aires, 1767-1810)
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> autores
Vanina Scocchera
Licenciada y Profesora en Artes Plásticas y Doctora en Historia y Teoría del Arte por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Sus investigaciones tanto doctoral como posdoctoral se centran en el estudio de las trayectorias de objetos de culto y devoción en período colonial en el Virreinato del Río de la Plata. Ha publicado capítulos de libros, artículos en revistas académicas y participado en congresos internacionales. Asimismo, actualmente se desempeña como docente de grado y posgrado en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de Palermo.
Recibido: 2 de marzo de 2020.
Aceptado: 4 de abril de 2020.
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
> como citar este artículo
Scocchera, Vanina; “Objetos sagrados en diáspora: enajenaciones y redistribuciones durante el proceso de temporalidades tras la expulsión de la Compañía de Jesús (Córdoba y Buenos Aires, 1767-1810)”. En Caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA).N° 16 | Primer semestre 2020, pp. 117-132.
> resumen
El presente artículo se propone indagar sobre las trayectorias suscitadas por objetos de culto y devoción en el marco del proceso de temporalidades de los bienes jesuitas tras la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767. A partir del rastreo de fuentes documentales heterogéneas nos proponemos presentar las tensiones desplegadas entre las pretensiones de las metrópolis respecto de la venta de dichas “alhajas” frente a las aplicaciones que, en los obispados de Córdoba y Buenos Aires, fueron llevadas a cabo por los funcionarios y administradores locales de temporalidades y los integrantes del clero secular que pugnaron por su posesión para el fomento del culto. En el marco de estos procesos, dichos objetos de culto fueron intervenidos, apropiados materialmente y redistribuidos toda vez que, los grupos de actores sociales intervinientes, ejercieron múltiples valoraciones, clasificaciones y criterios que rebasan las dimensiones sagradas e incluyen, entre otras, percepciones respecto de su materialidad, su carácter estético o simbólico, sus funciones prácticas y sus aspectos mercantiles y económicos.
Palabras clave: objetos de culto, administración de temporalidades, Virreinato del Río de la Plata, fines siglo XVIII, cultura material
> abstract
This article aims to analyze the trajectories of objects of worship and devotion during the process of temporalities of Jesuit goods after the expulsion of the Society of Jesus in 1767. From the study of heterogeneous documentary sources, we propose to present the tensions deployed among the claims of the metropolis regarding the applications of these “jewels” by local temporalities officials and the secular clergy. Within the Viceroyalty of the Rio de la Plata, the local clergy deployed multiple strategies to acquire these objects of worship and avoid the monarchical dispositions, what has remained unexplored so far. During this process, the objects of worship were intervened, materially appropriated and redistributed due to multiple classifications, and criteria that exceeded their sacred dimensions. These assessments included perceptions about its materiality, its aesthetic or symbolic character, its practical functions, and its commercial and economic aspects, among others.
Key Words: objects of worship, administration of temporalities, Río de la Plata Viceroyalty, late 18th century, material culture
Objetos sagrados en diáspora: enajenaciones y redistribuciones durante el proceso de temporalidades tras la expulsión de la Compañía de Jesús (Córdoba y Buenos Aires, 1767-1810)
Sacred objects in diaspora: alienations and redistributions during the process of temporalities after the expulsion of the Compañía de Jesús (Córdoba and Buenos Aires, 1767-1810)
La identidad jesuita previa y posterior a la expulsión
Los jesuitas… sabían que si la pompa de las ceremonias no nos acerca al criador, a lo menos nos eleva sobre nosotros mismos… Imbuidos en estas máximas los jesuitas daban a los altares una magnificencia que arrebataba los sentidos. Ricos bordados, telas finísimas, alhajas de valor, prodigios de las artes de gusto, todo embelesaba los sentidos en el templo de Córdoba, y daba a conocer que la religión no era obra de los hombres.[1]
El extracto precedente, escrito de la pluma del deán Gregorio Funes, ilustra con claridad la opulencia barroca a la cual los jesuitas habían acostumbrado a su feligresía en la celebración del culto, a tal punto que tras la expulsión de la orden había perdurado un vivo recuerdo de las capacidades agentes de aquellas imágenes y objetos de culto que intervinieron en la contemplación de la trascendencia.[2] Así, aún hoy en la prosa de Funes puede percibirse una añoranza por un modo de experimentar la religiosidad que, a pesar de las pretensiones ilustradas, habría pervivido tiempo después de la expulsión de la orden.[3]
En materia política y económica, el decreto de 1767 que determinó la expulsión de los jesuitas de España, América y Filipinas supuso ‒junto a la detención y extrañamiento de los sacerdotes, coadjutores y estudiantes de la Compañía de Jesús– la ocupación de sus temporalidades en los dominios de la corona, es decir, la confiscación de los bienes muebles –entre los cuales se encontraba una innumerable cantidad de imágenes, objetos de culto y liturgia–, inmuebles y de los ingresos derivados de sus establecimientos productivos. Para ello, el rey dispuso la creación de sucesivas instituciones administrativas en los virreinatos con el objeto de enajenar los bienes de culto y remitir su caudal a la metrópolis, así como, en los casos de necesidad, redistribuirlos entre las iglesias de las diócesis.[4] Lo anterior implicó una gran dispersión de un sinnúmero de imágenes, objetos de culto y devoción ignacianos que, una vez iniciado el proceso de temporalidades, estuvieron sujetos a múltiples trayectorias y a una dispersión difícil de reconstruir, no obstante sus cualidades agentes habrían permanecido intactas.
Si bien desde la historia del arte se han realizado estudios de relevamiento de obras procedentes de la Compañía de Jesús y de sus misiones pertenecientes al actual territorio argentino, no abundan las investigaciones que inicien su indagación a partir de la actual ausencia de las imágenes. Generalmente, la metodología de la historia del arte se ha abocado a un estudio que cruce las obras artísticas supervivientes con aquellas fuentes documentales que repongan sus sentidos.[5] En este caso, nuestra operación será inversa: debido a que nos proponemos analizar una diáspora de objetos de culto seguida de sus trayectorias, redistribuciones e intercambios entre diversas esferas religiosas y laicas, consideramos factible el empleo de una metodología que inicie sus indagaciones a partir del carácter ausente de dichos objetos artísticos y reponga ciertos aspectos de las obras supervivientes.[6]
En este sentido, nos referiremos a una heterogeneidad de objetos de culto pertenecientes a las diócesis de Córdoba y Buenos Aires entre 1767 y la primera década del siglo xix cuya presencia y derrotero solo puede ser recuperada, en su mayor parte, a través de diversas fuentes documentales para identificar huellas de su antigua presencia, entre las que abundan especialmente las cédulas reales así como los documentos contables y notariales de las administraciones locales.[7] Desde una perspectiva que recupere algunos planteos de los estudios de la cultura material y la biografía de los objetos, nos proponemos explicar las prácticas por las cuales estos objetos habrían adquirido sucesivas resignificaciones y reconfiguraciones de su valor en el marco de las prácticas de enajenación y redistribución suscitadas durante el proceso de temporalidades.[8]
Para identificar y comprender estas trayectorias, el recorrido del presente artículo será doble: por un lado analizaremos cómo la monarquía ejerció un proceso de apropiación –en sentido material y simbólico– de los antiguos bienes muebles e inmuebles pertenecientes a la orden regular ignaciana mediante su enajenación a la vez que, como patrono real, permitió la redistribución de ciertos objetos sagrados que resultaban eficaces para satisfacer necesidades del culto manifestadas por los obispos rioplatenses. Por el otro lado –y en especial vinculación con el tema del presente dossier– veremos cómo estas disposiciones monárquicas muchas veces entraron en tensión con las valoraciones compuestas por agentes religiosos –el clero secular, capellanes y regulares– que, con su apropiación material, buscaron sortear lo establecido por las autoridades civiles metropolitanas. De este modo, analizaremos las tensiones desplegadas entre las ordenanzas metropolitanas y su puesta en práctica en el espacio local, donde aquéllas confluyeron con los intereses de los administradores locales y el clero secular. Comencemos entonces por analizar cómo la monarquía se propuso administrar la confiscación de aquellos bienes que habían pertenecido a la antigua Compañía de Jesús.
Las pretensiones de la corona respecto de la enajenación, redistribución y diáspora de objetos de culto tras la conformación de la administración de temporalidades
El proceso de temporalidades iniciado inmediatamente después de la expulsión de la Compañía de Jesús de dominios hispánicos implicó la confiscación y administración de su patrimonio –estancias, propiedades productivas, casas espirituales, colegios, iglesias, rentas, esclavos, ganado y objetos de culto– con el objeto de que sus capitales fueran remitidos a la metrópolis, previa enajenación.[9] Para ello, la monarquía dispuso la creación de diversos dispositivos de control y gestión administrativa de los bienes temporales de los expulsos en sus dominios peninsulares y americanos comúnmente conocidos como administraciones de las temporalidades. Estas reparticiones locales recibieron sucesivas indicaciones de la metrópolis –reales cédulas, cartas circulares y pragmáticas sanciones– respecto del modo en que estos objetos debieron ser preservados y administrados, y que recuperaremos a los fines de analizar las pretensiones monárquicas en relación con las valoraciones vertidas sobre los objetos de culto.[10]
En lo que a nosotros respecta, las iglesias jesuitas atravesaron diversos procesos: fueron cerradas o reutilizadas para el culto de otras órdenes o del clero secular y, como veremos a lo largo de las siguientes páginas, la corona dispuso que sus bienes fueran inventariados, redistribuidos entre las catedrales, parroquias e iglesias de sus diócesis, así como fuesen enajenados y sus caudales remitidos a España. Sin embargo, a pesar de lo dispuesto por la corona, una amplia cantidad de objetos de culto parece haber corrido suertes inciertas que excedieron lo esperado por la metrópolis.[11] Para avanzar en nuestra caracterización de los desplazamientos de sentido atravesados por estos objetos identificaremos tres etapas en relación con las diversas decisiones tomadas por la corona sobre el modo en que los funcionarios locales debían proceder a su expolio:
La primera etapa (1767 a 1773) estuvo caracterizada por un proceso inicial en el que el monarca y su consejo dispusieron la organización de los bienes de los expulsos mediante inventarios de bienes de cada propiedad en los que se hallaban las “alhajas” de iglesias y sacristías –lienzos, esculturas, objetos litúrgicos y de culto– que, temporalmente, debían ser resguardadas al cuidado del funcionario de temporalidades.[12] Asimismo en 1769 y con el objeto de aumentar el control de los bienes del ramo de temporalidades, el monarca determinó la organización de su administración en juntas superiores provinciales y municipales integradas por el virrey o gobernador; el arzobispo u obispo; un representante de la Audiencia; un fiscal y, en las jurisdicciones con población indígena, un protector de indios. Así, a la Junta Superior Provincial de Buenos Aires estuvieron subordinadas las juntas municipales de cuatro provincias del Río de la Plata: Tucumán, Paraguay y Cuyo. Todos aquellos personajes serán los protagonistas de este relato que, sucesivamente adquirirán mayor o menor presencia dependiendo de los casos particulares que analizaremos.
Las dos siguientes etapas (1773-1782 y 1782-1810) en las que se centra este relato estuvieron signadas por los sucesivos inconvenientes entre las ventas, redistribuciones y pleitos por la posesión de los objetos de culto que el monarca y las administraciones locales tuvieron que afrontar.[13] En 1773 y con el objeto de organizar el modo en que los funcionarios designados procederían a la confiscación, venta y remate de sus bienes, la corona dispuso una serie de medidas por las cuales ordenaba clasificar a los objetos encontrados en las iglesias en tres categorías acorde a su cercanía con lo sagrado (Fig. 1):
La primera clase ha de ser de aquellas Alhajas, que no solo estaban adictas inmediatamente al culto Divino, sino que tenían contacto físico, é inmediato con lo mas sagrado de la Religion, como son Cálices, Patenas, Custodias y Viriles, en que se exponía el Sacramento, Copones y Adornos de Reliquias.[14]
Estos objetos resultaban no solo de especial importancia para el culto sino que además debían ser propiciamente reverenciados a causa de que en ellos se preservaba la materia sagrada, ya sea eucarística o restos mortales de santos y mártires. Podríamos decir que en contacto con –o al interior de– estos objetos se preservaban aquellas porciones de materia que representaban los dogmas de la fe y la doctrina cristiana. Motivo por el cual, el rey dispuso que estos objetos fueran debidamente preservados de su enajenación hasta nueva indicación, al igual que momentáneamente sucedería con los de segunda categoría. Los bienes que la corona clasificó como de segunda clase eran
aquellas Alhajas, que aunque no tubiesen inmediato contacto físico con lo mas sagrado, estaban adictas al culto para las funciones ordinarias ó solemnes mas religiosas, ó de freqüente exercicio del Templo, quales son Vinageras con sus Platillos, Sacras palabras, y Evangelios, Candeleros de Altar, como también las Lamparas que sirven cotidianamente al Sacramento, como que todas eran precisas para el culto y rito de las Iglesias. Y en esta misma clase se han de contemplar los Adornos de Imágenes y Santos, como son Coronas, Diademas, Laureolas y otras semejantes, que en cierto modo se acercan á lo sagrado.[15]
En esta segunda categoría no se incluyen los bienes tanto por su condición simbólica sino más bien aquellos que compartieron una especial materialidad. Todos estos objetos, además de contribuir al carácter suntuario y litúrgico de las iglesias, estaban compuestos por metales nobles tales como plata y oro. En este sentido, si para la selección de los objetos de primera clase el acento fue puesto en sus condiciones simbólicas, en este caso la atención estuvo centrada en el aspecto material que garantizaría una potencial enajenación y enfatizaba en el carácter mercantil de estos bienes como criterio de agrupamiento. Por último, aquellos bienes de tercera clase fueron identificados como
todas las demás Alhajas, que ni tenian contacto físico con lo sagrado , ó quasi no eran adictas al preciso y decente culto, y sí solo servían a su magnificencia y mayor pompa: como son Floreros, Ramilletes, Aparadores, Fuentes, Vandejas, Jarras, Arañas, y aun los Blandones extraordinarios, y otras riquezas semejantes que puede haber.[16]
Estos objetos fueron considerados de “sola pompa y mayor ornamento”[17] por lo que, carentes de un especial valor simbólico y material, fueron rápidamente dispuestos para su enajenación, mientras que los bienes de primera y segunda clase debían ser preservados en sus depósitos salvo que, por necesidad, alguna iglesia o parroquia los solicitara para el culto.
A pesar de la aparente claridad de la clasificación propuesta por el monarca y su consejo, las dificultades para encontrar compradores rioplatenses que pagaran al contado, sumado a los problemas suscitados en torno a la clasificación de los bienes y la correcta administración de sus cuentas no tardaron en aparecer entre los funcionarios locales de temporalidades.[18] Del otro lado del océano, las ansias de la corona por obtener recompensas materiales con el expolio de bienes no cesaron y se intensificaron pues, en el imaginario de los detractores de la orden ignaciana era frecuente la mención a la incalculable acumulación de riquezas.[19] En esta línea deben comprenderse el supuesto “descubrimiento de un tesoro oculto del colegio de Salta”,[20] o bien, los incansables esfuerzos por hallar una imagen de oro macizo escondida en la misión del San Juan del Paraguay; documentos dispersos que resultan claros indicadores de las valoraciones y las pretensiones monárquicas respecto del usufructo de las obras de arte que fueran de los expulsos.[21]
Las enajenaciones de objetos de culto acorde a su valoración mercantil
Quizás haya sido consecuencia de la aparente escasa remisión de los caudales solicitados por la corona, de los habituales inconvenientes en la clasificación de alhajas y enseres litúrgicos acorde a lo propuesto en la Real Provisión y de las irregularidades en la administración de temporalidades, que, en febrero de 1782 el monarca dispuso la venta de aquellos objetos de culto de segunda categoría que habían pertenecido a los jesuitas.[22] Es entonces cuando se inauguró el tercer momento respecto del destino de éstos, a partir del cual los ornamentos litúrgicos o aditamentos para exaltar la veneración de las esculturas –como potencias, coronas, etc.– que habían sido depositados o redistribuidos fueron factibles de ser mercantilizados.
En esta oportunidad, y para prevenir su destino incierto, la circular emitida por el Consejo de Indias agregó como preferentes para la compra de los bienes, en primer lugar, a las iglesias o colegiatas a las que se hubiesen trasladado los colegios o casas que previamente fueran de los jesuitas; en segundo lugar, estuvieron las demás iglesias parroquiales, catedrales y hospitales de la diócesis y en tercer lugar el resto de espacios piadosos que pertenecieran o no al obispado. Con esta enumeración de compradores favoritos pareciera que la corona buscó garantizar su adquisición por agentes que permanecieran en un radio cercano al lugar en el que antiguamente estos objetos habían sido empleados y así evitar su dispersión por fuera de los límites diocesanos y de los dominios monárquicos.
A pesar de las pretensiones de la corona de evitar la dispersión de estos objetos de culto, los datos pormenorizados respecto de su destino son más bien escasos.[23] La restringida mención a estos datos en contraposición a las frecuentes alusiones acerca de los caudales remitidos a la metrópolis resulta para nosotros significativa y creemos que podría ser explicada en parte por el cambio de estatuto que estos objetos atravesaban pues, una vez inventariados bajo el ramo de temporalidades dejaban de pertenecer a una esfera singular, por la cual eran valorados simbólica y estéticamente, para ser desacralizados e incorporados en un ámbito mercantil. La traslación de los objetos en procesos similares ha sido conceptualizada por Arjun Appadurai bajo el término de mercantilización por el cual se comprende que con dichos movimientos todos estos objetos pierden sus antiguos sentidos simbólicos y estéticos en función de la exaltación de su conversión monetaria.[24] Lo anterior se traduce, en nuestro caso, en un rasgo recurrente de estas fuentes documentales, donde las menciones que aludan a aspectos iconográficos, simbólicos, así como a detalles de la materialidad, procedencia o destino de estos objetos artísticos son por demás escasas.[25]
Ahora bien, en contraposición a la ausencia de referencias precisas sobre las obras a enajenar, abundan las consultas elevadas por los funcionarios locales a las autoridades superiores de temporalidades respecto de pleitos suscitados a la hora de proceder a la enajenación de objetos de culto en propiedad de religiosos. Algunos de estos casos exhiben las habituales limitaciones de los funcionarios locales al momento de tomar decisiones eficientes sobre la enajenación de objetos de culto. El caso al que referiremos brevemente fue protagonizado por el administrador subalterno de temporalidades de la ciudad de Mendoza y el presbítero Eduardo de la Reta, encargado de la capilla de Nuestra Señora del Buen Viaje en dicha ciudad. Los hechos tuvieron su origen en 1806, cuando el funcionario se dispuso a confiscar una serie de alhajas y ornamentos que el cura Reta había inventariado como bienes de primera clase que habían sido cedidos a su capilla, en lugar de identificarlos como bienes de segunda clase con el objeto de evitar su confiscación y posterior venta por la junta de temporalidades.
Al reconocer la malversación de Reta en la clasificación de los bienes en su poder, el administrador solicitó “la extracción, venta y depósito de las referidas alajas”; decisión a la que el presbítero se opuso bajo la conveniente argumentación de que estos bienes, y especialmente una custodia, no habían pertenecido a los jesuitas sino que habían sido donados por dos vecinos de la ciudad de Mendoza.[26] A continuación, la administración de temporalidades de Buenos Aires procedió a una investigación por la cual se cercioró de que, efectivamente, algunos de estos bienes habían sido donados, no obstante la custodia en cuestión había pertenecido a los expulsos. En consecuencia, y a pesar de la notoria estrategia del prelado, la administración local no pudo dar ejecución a su extracción hasta que, tiempo después, el gobernador porteño concediera permiso para incorporar dicha custodia al ramo de temporalidades y por lo cual desde entonces la custodia debía ser depositada bajo el dominio de la audiencia de temporalidades de Buenos Aires.
Este ejemplo resulta uno de los tantos casos acontecidos a lo largo del proceso de temporalidades en el Río de la Plata que permite observar no solo las alteraciones en la clasificación sino también la superposición de propiedad de los objetos de culto hallados en las iglesias de los expulsos. Junto con la estrategia desplegada por el presbítero –de ocultar bajo la primera clase ciertos objetos para preservarlos de su sustracción–, se sumaron las complejidades para reconocer la propiedad de los objetos hallados en las iglesias jesuitas y que no pertenecieron al ramo. Estas formas por las cuales la sociedad colonial había accedido a la adquisición de objetos mediante diversas prácticas de intercambio no monetarios –que incluyeron la cesión o la donación– habría dificultado mucho el trabajo de los funcionarios locales quienes, envueltos en procedimientos burocráticos, no alcanzaron a cubrir los objetivos de la corona; toda vez que el proceso de temporalidades se extendiese mucho más de los esperado.
Sumado a ello, la inicial redistribución de bienes –que continuó a lo largo de todo el proceso de temporalidades– desencadenó sucesivos inconvenientes y enfrentamientos entre los funcionarios y el clero a la hora de proceder a su enajenación. Veamos entonces, de qué modo se hilvanaron estos problemas en torno de la redistribución de objetos de culto de antigua propiedad jesuita.
La redistribución de objetos de culto de temporalidades a iglesias de las diócesis de Córdoba y Buenos Aires. Los pleitos sobre su propiedad
Hasta el momento hemos caracterizado tres etapas respecto de las órdenes y recomendaciones emitidas desde la metrópolis para la administración de los objetos de culto ignacianos: un primer momento de confección de inventarios iniciales de los bienes existentes tras la expulsión de 1767; una segunda etapa iniciada en 1773 en que el monarca dispuso la enajenación de bienes de tercera categoría; y una última etapa a partir de 1782 por la cual se habilitó la venta de los bienes de segunda categoría. En simultáneo a estos procesos, y especialmente desde 1768 el rey había autorizado la redistribución de todos aquellos inmuebles y bienes encontrados en los edificios ignacianos hasta que se dispusiera su enajenación.[27] La decisión tomada en torno de este punto, no debe leerse solamente como consecuencia del carácter benéfico del monarca, sino más bien como un paliativo para detener las sucesivas extracciones y robos de bienes que habrían acontecido al interior de las iglesias en donde estos objetos estaban depositados desde la expulsión de los ignacianos.[28] Esta superposición de posibilidades, es decir, que un mismo bien pudiera ser vendido o redistribuido para el socorro de una iglesia secular, conllevó a numerosos conflictos y enfrentamientos entre el clero y las autoridades civiles metropolitanas y locales que veremos a continuación.
Una referencia tan breve como iluminadora respecto de las superposiciones de valoraciones en torno de los objetos de culto –acorde a su eficacia sagrada o su importancia mercantil– puede observarse en la afirmación formulada por el funcionario de la administración de temporalidades de Buenos Aires en 1802. Consultado por el virrey sobre los resultados obtenidos de la enajenación de objetos de culto, aquel respondió que ésta estaba detenida “porque los vicarios eclesiásticos no auxilian con su concurrencia a la profanación de los Templos, e impiden en parte la venta de los ornamentos y alhajas que no son de la primera clase”.[29] Esta contestación exhibe no sólo que, a pesar de lo previsto, dichos objetos de culto parecen no haber estado depositados con la suficiente seguridad como para evitar su sustracción; sino también cómo el proceso de redistribución habilitado por el monarca habría generado una diáspora de bienes que los administradores locales no fueron capaces de controlar y recuperar para su enajenación, de modo tal que sus alternativas se vieron reducidas a apelar insistentemente por la buena voluntad de dichos canónigos
rogándoles y encargándoles en nombre de S.M. coadyuven por si y por los vicarios generales foráneos, curas párrocos…a fin de que se pongan de manifiesto los ornamentos, alhajas de oro y plata, vasos sagrados, reliquias y demás bienes que existan de permanencia en las iglesias.[30]
Respecto de los objetos redistribuidos por el clero secular es ya conocido el caso de adquisición de una diversidad de alhajas no identificadas procedentes del Colegio Máximo protagonizado por el obispo Manuel Abad Illana en la catedral de Córdoba durante el periodo inmediatamente posterior a la expulsión (1768-1771). Cayetano Bruno ha señalado cómo dicha aplicación de objetos de las tres clases fue realizada en una primera etapa por el obispo con la connivencia de Fernando Fabro, sargento mayor y por aquellos años comisionado de temporalidades. No obstante, el conflicto consistió en que dicha redistribución no contó con la autorización del presidente de la Junta Municipal don Cayetano Terán Quevedo erigida en 1769 en la ciudad de Córdoba.[31]
Fue entonces tras 1771 –una vez que Illana hubiera sido nombrado obispo de Arequipa y Fabro fuera destituido de sus funciones acusado de malversación– cuando se inicia la segunda etapa sobre la redistribución de estos objetos. Este momento estuvo caracterizado por el enfrentamiento suscitado entre la Junta Provincial de Buenos Aires y el por entonces obispo Juan Manuel Moscoso y Peralta (1771-1778) que defendió la propiedad de dichas alhajas frente a la pretendida restitución al rubro de temporalidades. En 1773 la junta porteña justificó su reclamo argumentando que las redistribuciones de objetos de los jesuitas debían ser solicitadas por el obispo a la Junta Superior de Buenos, o en su defecto, a las juntas municipales subalternas y, por lo tanto, su aplicación a la catedral de Córdoba estaba pendiente de autorización.[32] Así, el gobernador Vértiz encomendó al presidente de la junta municipal cordobesa, José Luis Cabral, la sola aplicación de aquellos bienes que considerara necesarios para el culto de la catedral y la recuperación de todos aquellos bienes restantes por la junta de temporalidades para su enajenación.[33] Veamos entonces en detalle cuales fueron los argumentos esgrimidos por el obispo Moscoso y Peralta para, en carácter de sucesor de Illana, preservar en su propiedad aquellos objetos que según el funcionario debía devolver a la administración de temporalidades.
La estrategia del obispo consistió en documentar e informar a la autoridad civil la extrema necesidad no sólo de la catedral sino de todo su obispado, y por la que solicitaba el auxilio de la junta para que el rey, en carácter de patrono real, dotara a sus dominios de los ornamentos necesarios para el desarrollo del culto. Para demostrar el grado de flaqueza material de su diócesis, solicitó a sus canónigos, José Antonio Ascasubi y Pedro José de Cantillana, establecieran una visita por todo el territorio de la diócesis y redactasen un informe de todos aquellos objetos que resultaran elementales para el correcto desarrollo del culto con el fin de evitar su devolución a la junta de temporalidades. Desde la ciudad de Jujuy ambos prelados solicitaron que el obispo interceda para remitir los objetos de culto de los expulsos para su aplicación en las catedrales y parroquias de campaña por haber hallado las iglesias en estado “mui pobre y necesitada de halhajas… [y] por estar informados de su desadorno y escases de dhos. hornamentos”.[34] Si consideramos que para el momento la diócesis de Córdoba incluía las catedrales de dicha ciudad, de Salta, Tucumán, Jujuy, Catamarca y Santiago del Estero, a la que debían sumarse una cantidad incontable de viceparroquias y parroquias de las ciudades y campaña de la diócesis, el obispo justificaba la necesidad de la totalidad de los bienes, de modo tal que en su escrito alegaba la imposibilidad de reintegrar dichos objetos a la junta de temporalidades con motivo de la cura de almas.[35]
Aquellos objetos a los que Suárez de Cantillana y Ascasubi se referían incluyeron alhajas de primera y segunda clase, tales como “vasos sagrados, calizes, copones y custodias, con los demás utensilios de dhas. Iglesias como son vinageras, lámparas de plata, diademas, coronas, reliquias de santos y cruzes de plata”,[36] que solicitaron al obispo Moscoso y Peralta para que intercediera en su asignación por los comisionados de temporalidades. Consecuentemente, una constelación de bienes, que había previamente pertenecido a la Compañía de Jesús, fue diseminada por toda la diócesis de Córdoba acorde a las extremas necesidades que el obispo manifestara, toda vez que sus rastros se perdieran en los confines de su obispado.
El tercer episodio de esta historia de redistribuciones tiene lugar tras 1782, año a partir del cual el rey determinó que los objetos de segunda categoría –es decir, objetos litúrgicos y diademas, potencias o coronas de imágenes que no estuvieran en contacto directo con lo sagrado– también fueran enajenados. En 1802, la administración de temporalidades recaló sobre los bienes de esta categoría que habían sido asignados a la catedral de Córdoba durante el obispado de San Alberto (1780-1789). Con este objeto, el administrador particular del ramo de temporalidades de dicha ciudad notició al gobernador de Córdoba, Nicolás Pérez del Viso, de la inminente venta de todos los objetos de segunda clase cuyo uso y redistribución que previamente había sido aplicado por la Junta Superior de Buenos Aires, no hubieran sido explícitamente autorizados por el rey.[37]
Noticiado del inminente despojo, el entonces obispo Ángel Mariano Moscoso informó al gobernador no poseer los documentos que demostraran la aprobación del rey de la aplicación de los objetos de culto que habían sido concedidos por la administración local de temporalidades. No obstante el obispo adujo estar convencido de su aprobación, las reales órdenes concedidas sólo autorizaban la aplicación de una parte de los objetos que se hallaban en posesión en la catedral y por lo cual Moscoso –tal como lo hiciera previamente el obispo Moscoso y Peralta– tuvo que planificar una nueva estrategia para preservar estos bienes en poder de su obispado.
Tras un largo período de silencio, el obispo afirmó al visitador de temporalidades que todos los bienes estaban “en favor de la propiedad de esta iglesia”.[38] Para justificar su afirmación, el obispo elaboró una extensa argumentación que desacreditaba la palabra del funcionario de temporalidades que había iniciado el pleito cuya solicitud tildó de “antojadiza” en tanto, según el obispo había estudiado, el rey sólo había solicitado el envío de listados para disponer de la venta de “alhajas de oro, plata y piedras preciosas” y no de una diversidad de objetos entre los que se hallaban muebles y ornamentos.[39] Este punto resulta por demás curioso porque exhibe el modo en que el obispo reinterpretó las cédulas reales en su propio beneficio pues, para este momento tanto los bienes de segunda como de tercera clase eran factibles de ser enajenados acorde a su valor económico; sin implicar necesariamente su selección acorde a su materialidad.
Por lo tanto, si el obispo afirmó que en su propiedad existían “ornamentos sagrados con que se solemnizan las funciones más inmediatas al santuario”, es decir, objetos de primera clase que no podían venderse, también declaró poseer “aquellos que contribuyen a la decoración del templo y hacen más augusto el culto público, como colgaduras, alfombras… [y] muebles”.[40] Estos últimos, precisamente eran los objetos factibles de ser vendidos que el administrador había solicitado para remitir su capital a la metrópolis. Difuminada la mención de estos objetos en una extensa argumentación, el obispo no solo buscó desacreditar al funcionario sino que asimismo cuestionó las decisiones vertidas respecto de la expropiación de bienes bajo el dominio del patronato laico en beneficio de las propiedades eclesiásticas apelando al sentido común del Visitador de Real Hacienda como sigue:
si se exceptuan los ornamentos de las capillas u oratorios, cuyo uso es casi privado, mucho mas deben tenerse por exceptuadas los que despues de su aplicación a la Iglesia Catedral influyen directamente en el exercicio publico de la religión y del culto.[41]
Mediante estas palabras Moscoso buscó encauzar la aplicación de sus bienes, producto de una redistribución real en la que recordara la responsabilidad del monarca en tanto patrono de la Iglesia en América. Según puede inferirse de sus palabras los objetos que le habían sido cedidos, de algún modo servirían para compensar a la sociedad y eran devueltos a ésta en forma del “pasto espiritual” de la feligresía. Por último, el tercer argumento esgrimido por el obispo invocó la piedad del visitador y versó sobre la extrema necesidad que acechaba a su diócesis, y por lo cual los ornamentos procedentes del expolio habían sido de especial auxilio para evitar la “vergonzosa desnudez” de su iglesia.
Más allá de cuán hábiles puedan resultar los argumentos presentados por el obispo, a lo largo de este apartado hemos podido evidenciar cómo una heterogeneidad de agentes esgrimió razones para poseer objetos de culto procedentes de las antiguas propiedades ignacianas. De un lado, el gobernador, el visitador de temporalidades, los administradores y funcionarios del ramo exhiben la necesidad de poner orden en el caos: cerciorarse de la correcta aplicación y destino de los objetos de culto para reconocer e identificar a qué espacios religiosos habían sido cedidos y si éstos contaban con autorización real y la debida documentación respaldatoria que diferenciara su adquisición de un mero hurto. Por el otro lado, el clero secular –encarnado en el capellán y los obispos– pareciera aprovechar las complicaciones del caso en su propio beneficio: malinterpretar la palabra de los funcionarios, reinterpretar a su beneficio las disposiciones reales y fundar la aplicación de estos bienes en favor de la feligresía fueron tan solo algunos de los argumentos desplegados por el clero secular en su propio beneficio.
La inmanencia del objeto y los modos de sortear los embates de las temporalidades
Hasta el momento hemos presentado a través de fuentes documentales, por un lado, cómo la metrópolis y sus funcionarios locales llevaron a cabo, con dificultad, los procesos de enajenación y redistribución de objetos de culto, mientras que por el otro, hemos analizado estrategias desplegadas por integrantes del clero, para que ciertos objetos de culto sortearan su incorporación al ramo de temporalidades u obstaculizaran su enajenación en favor de su apropiación material. Sumado a estos casos particulares, en el presente apartado nos proponemos abordar una serie de casos que exhiben cómo, consecuencia de sus cualidades simbólicas y materiales, ciertas obras fueron capaces de sortear su inclusión al ramo de temporalidades.
Desde una perspectiva que repara en la cultura material y más precisamente en la biografía de los objetos, resulta preciso señalar que el proceso de temporalidades puso en circulación un amplio número de objetos de culto de antigua propiedad ignaciana que, ya sea por las transformaciones en su valor práctico, simbólico o estético, habría implicado una resignificación de su carácter agente.[42] Mientras que, en los casos que hemos visto previamente estos objetos solo parecen haber sido codiciados por el clero secular acorde a sus capacidades para propiciar el culto, en otros casos la historia de su procedencia habría tendido a exaltar sus valores simbólicos en favor de la potencial recuperación de una espiritualidad ignaciana que, a pesar de los intentos monárquicos, no había desaparecido.
Analicemos brevemente cómo la beata María Antonia de San José –fundadora de la casa de ejercicios espirituales de Buenos Aires erigida en 1795– adquirió una imagen de una Virgen de los Dolores, procedente de la Iglesia de Nuestra Señora de Belén de Buenos Aires (Fig. 2).[43] Como producto de la redistribución de temporalidades, la beata había recibido una imagen de una Virgen con un Niño proveniente de aquella iglesia, que rechazó y cambió por una imagen de vestir de una Virgen dolorosa. Aparentemente, la beata adujo que la primera le resultaba demasiado grande, por lo que solicitó tomar a cambio la cabeza y manos de esta dolorosa para componerla en su destino.
Desde entonces, el fervor piadoso desplegado en torno de esta imagen por la feligresía y por la misma beata asignándole cualidades anímicas conllevó a una creciente apropiación hacia el objeto que compuso una profunda identificación entre dicha escultura, la beata, su casa de ejercicios y su misión como continuadora de las prácticas espirituales de la orden ignaciana durante su supresión. A causa de la agencia que María Antonia hallaba en esta imagen, la apodó “Abadesa” de las sucesivas casas de ejercicios que fundó, como si la imagen ignaciana fuera su guía espiritual. Si consideramos las dimensiones antropológicas de la imagen –respecto de su valoración, usos y trayectoria acordes a los postulados de la biografía del objeto– podríamos suponer que su eficacia radicaba en su procedencia de la Iglesia de Belén de la Compañía de Jesús, de cuya misión y espiritualidad la beata se declaró abiertamente continuadora.[44] En este sentido, la imagen de la Dolorosa habría sido simbólicamente valiosa no sólo por lo que representaba sino también por la inmanencia de un espíritu jesuita que pareciera continuar en la obra de la beata.
Por otro lado, si los objetos susceptibles de ser expoliados eran aquellos que al momento de la expulsión de la Compañía de Jesús pertenecían a su propiedad, lo anterior no necesariamente implicó la incorporación de todos los objetos que estuviesen en sus edificios. Es decir, aquellos bienes procedentes de una donación hacia o de los ignacianos pudieron ser reclamados por sus propietarios para su restitución. Este es uno de los modos en que ciertos objetos pudieron sortear su inclusión en el ramo de temporalidades, tal como sucedió con una escultura de bulto de santa Bárbara. El caso se inició en 1774 cuando Bartolo Rosales, vecino cordobés que había servido como capellán en una capilla de campaña jesuita, solicitó la devolución de la imagen que se encontraba bajo la administración de temporalidades. Para ello, el capellán Rosales adujo que dicha obra era de su propiedad por haberle sido donada por los expulsos, es decir, que a pesar de encontrarse en una capilla de la Compañía de Jesús la imagen le pertenecía desde tiempo atrás, previa expulsión de los jesuitas. Para demostrar sus dichos, Rosales atestiguó que la imagen se encontraba por demás maltratada, por lo cual
mandé remediar con el padre procurador fr. José Herrera de la orden de Ntra. Sra. de la Merced, que se hallaba en la estancia de yuca [sic] y como no fue a mi satisfaccion dicha compostura [la] mande llevar a esta ciudad para retrocar por el Padre del Castillo residente en esta ciudad maestro escultor y dorador.[45]
Con el relato anterior el capellán demostró que él se había ocupado de la compostura de la imagen en tanto ésta era de su propiedad y no de los expulsos jesuitas.[46] A pesar de que el suplicante no poseyera ninguna documentación que avalara su propiedad, la prueba de verdad presentada fue el testimonio escrito de dos padres mercedarios que afirmaron que “el año de 71 o 72 el capellan Bartolomé se valio de nosotros para que se le compusiese una imagen de la gloriosa s.ta Bárbara… la que hizo redorar y componer como que era perteneciente a su individuo”.[47] Sumado a estos testimonios, los indicios materiales del estado de conservación de la obra resultaron pruebas suficientes para que la Junta municipal de temporalidades reconociese el carácter piadoso del capellán hacia la imagen de su propiedad y la entregase a su dueño.
En este sentido, como señaló el capataz, la imagen que el capellán reclamó le había sido donada por el padre procurador Jaureche “por la gran devoción que tenía de ella… y por tenerlo grato por su servicio”.[48] Es decir que, de un modo semejante al que hemos visto respecto del caso de María Antonia y su Abadesa, la escultura de Santa Bárbara resultaba tanto una imagen valiosa por las cualidades simbólicas que ella condensaba respecto del afecto que ciertos hombres y mujeres guardaban por los religiosos de la Compañía de Jesús que –como puede observarse– era frecuentemente añorada.
Conclusión
Es justamente la continuidad de estos sentimientos piadosos en torno de la identidad ignaciana, la que inquietaba y llenaba de amargura al obispo de Buenos Aires Manuel Antonio de la Torre. No obstante hubieran sido promulgados numerosos reales decretos, breves papales y cartas pastorales para impedir que se hablase sobre la Compañía de Jesús y sus expulsos o se diera crédito a escritos y noticias que el clero secular reconoció como falsos milagros, revelaciones y profecías vinculadas al culto ignaciano, en 1771 el obispo de la Torre realizó una representación ante el Consejo de Indias para exterminar todo recuerdo de la antigua presencia jesuita.[49] En opinión del obispo la
grande obra del extrañamiento de los regulares es del todo inútil si no se arrancan de raíz las perniciosas semillas que dejaron impresas en los corazones de sus apasionados… a quienes imbuyeran de la detestable máxima que toda costumbre era superior a cualquiera ley divina, eclesiástica y civil.[50]
Lo señalado por el obispo implica considerar que a sus ojos existían aún numerosas prácticas que dieron cuenta, a pesar de la expulsión y supresión de la orden, de la pervivencia de numerosos modos de componer la piedad por la feligresía y acciones desarrolladas por el clero vinculadas a la espiritualidad ignaciana a la cual los pleitos en torno a las enajenaciones, redistribuciones y apropiaciones .de imágenes y objetos de culto que hemos analizado a lo largo de este artículo no fueron ajenas.
En respuesta, y tras una extendida argumentación, el fiscal y arzobispo novohispano Nuñez de Haro explicó que, de satisfacerse la solicitud del obispo, “causaría también una suma inquietud en el gobierno civil y eclesiástico y otros gravísimos perjuicios que no pueden explicarse sin fatigar ociosamente la atención del consejo”[51] porque en su opinión no existía fuerza de ley que pudiera persuadir la voluntad humana. En consecuencia, el fiscal consideró que sería más “perjudicial cualquier providencia que se tomase sobre las malas costumbres, corruptelas y abusos que dejaron en aquellos reynos los regulares de la Compañía”[52] que la continuidad de una serie de prácticas a su entender marginales y carentes de la suficiente fuerza como para afectar la potestad de la corona o las facultades de los obispos. Es quizás en esta tónica que pueda comprenderse cómo las superposiciones y tensiones desplegadas entre los diversos modos de valorar estos objetos de culto –ya sea en sus dimensiones económicas, devocionales o materiales– no fueron reguladas más allá de las disposiciones que, insistente y agobiadamente, los funcionarios locales buscaron aplicar.
Paralelamente, y como hemos visto a lo largo de las páginas precedentes, las estrategias desplegadas por numerosos agentes del clero secular y religiosos en torno de la posesión y apropiación de un universo de objetos devocionales habrían contribuido a perdurar la identidad ignaciana en tiempos de supresión. Por lo señalado hasta aquí hemos podido observar cómo las fuentes documentales así como la presencia de las pocas imágenes supervivientes permiten comprender los diversos modos en que integrantes del clero secular y religiosos desplegaron estrategias eficaces para la obtención de imágenes procedentes de la esfera ignaciana.
Asimismo, y en torno de las formas de componer valor respecto de dichos objetos, hemos visto cómo los mismos fueron disputados por su posesión tanto por su utilidad para propiciar dignamente el culto en casos de necesidad, así como por su valor económico, material y simbólico. En este sentido, la relevancia temática del presente trabajo acorde a los criterios y categorías que contribuyeron a conformar el sentido del gusto propuesto en el presente dossier reside en la posibilidad de analizar cómo distintas autoridades seculares y religiosas vertieron múltiples valoraciones y criterios estéticos, económicos y piadosos respecto de un universo de objetos de culto y devoción en el marco del proceso de temporalidades. Lo anterior implica comprender en el marco de estas dinámicas de enajenación, redistribución e intercambio que un sinnúmero de imágenes, objetos de culto y paramentos litúrgicos fueron apropiados y desfuncionalizados, ya sea por su mercantilización y escisión de un ámbito de culto, así como por su refuncionalización en espacios religiosos ajenos a la espiritualidad ignaciana que habría alterado sus sentidos de eficacia.
Notas.
[1] Gregorio Funes, Ensayo de la Historia Civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán, Buenos Aires, imprenta de M.J. Gandarillas, 1816-1817, t. III, pp. 151-152.
[2] Evonne Levy, Propaganda and the Jesuit baroque, California, University of California Press, 2004.
[3] Si bien Miranda Lida ha caracterizado a Gregorio Funes como un personaje ilustrado del clero secular y particularmente alejado de los cultos jesuitas, en el extracto anterior puede percibirse la simpatía del deán por los modos en que los ignacianos desplegaron la eficacia de las imágenes para la incitación de los fieles hacia la contemplación de lo divino. Miranda Lida, Dos ciudades y un deán. Biografía de Gregorio Funes, 1749-1829, Buenos Aires, Eudeba, 2006.
[4] El real decreto de expulsión fechado el 27 de febrero de 1767 fue dirigido hacia el conde de Aranda quien estaba a cargo del Consejo de Castilla que controló la expulsión y sus resultas. Sumado a ello, el breve de la supresión emitido por el Papa supuso la finalización de la existencia de la orden en todos los dominios católicos. La compilación de documentos respecto de los modos de proceder para la administración de los bienes temporales de los jesuitas puede encontrarse en: Consejo Real de Castilla, Colección General de las Providencias hasta aquí tomadas por el Gobierno sobre el extrañamiento y ocupación de temporalidades de los regulares de la Compañía que existían en los dominios de S. M. de España. Indias y Filipinas, a consecuencia del real decreto de 27 de febrero y pragmática sanción del 2 de abril de este año, Madrid, imprenta Real de la Gazeta, 1767-1769, parte primera.
[5] En nuestro territorio, las pioneras investigaciones de historia del arte y arquitectura realizadas por la Academia Nacional de Bellas Artes proponen un relevamiento patrimonial de los edificios jesuitas de la provincia de Córdoba, entre los que se encuentra el trabajo de Buschiazzo. Asimismo, esculturas y pinturas procedentes de las misiones guaraníes fueron relevadas por Furlong y posteriormente investigadas por Sustersic con vías a delimitar una periodización y clasificación estilística. Mario Buschiazzo, Documentos de arte argentino XII. La iglesia de la Compañía de Córdoba, Buenos Aires, Academia Nacional de Bellas Artes, 1942; Adolfo Luis Ribera y Héctor Schenone, El arte de la imaginería en el Río de la Plata, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 1948; Guillermo Cardif Furlong, S.J. El arte en el Río de la Plata, 1530-1810, Buenos Aires, Tea, 1993; Bozidar Darko Sustersic, Arte jesuítico-guaraní y sus estilos: Argentina-Paraguay-Brasil, Buenos Aires, FFyL/UBA, 2010, entre otros.
[6] Algunos trabajos que permiten comprender las dimensiones materiales de la supervivencia de estas obras son las investigaciones realizadas por Gabriela Siracusano sobre la escultura jesuítica guaraní, así como el hallazgo y deterioro de un lienzo de san Luis Gonzaga perteneciente a la Iglesia de San Ignacio de Buenos Aires. Gabriela Siracusano et al. “Imagen, ruina, fragmento, documento: vestigios sobre la pintura de san Luis Gonzaga para una investigación interdisciplinaria” en: Siracusano Gabriela y Agustina Rodríguez Romero (eds.), Materia Americana. El “cuerpo” de las imágenes hispanoamericanas (siglo xvi-principios del siglo xix), Buenos Aires, Eduntref, 2020 [En prensa]; Ana Morales, et al. “Alternative methodology for traditional interventions: a colonial painting and its lining with the nap bond method”, Journal of Cultural Heritage, 2016, n° 18, pp. 362-365.
[7] Carlos Page recupera los documentos relativos a la administración de temporalidades para identificar las obras actualmente existentes en la Iglesia Matriz de la Compañía de Jesús de Córdoba, no obstante el autor no propone análisis respecto de las obras ausentes. Carlos Page, “La Pintura ‘San Ignacio Iluminando al Mundo’ de los Jesuitas de Córdoba”, Antiguos Jesuitas en Iberoamérica, vol. 2, 2018, n° 6, pp. 99-109.
[8] Entendemos el concepto de redistribución acorde a lo propuesto por Marshal Sahlins caracterizados por movimientos centralizados al interior de una institución y que se contraponen a los procesos distributivos por reciprocidad o viceversa. La redistribución de imágenes y objetos de culto al interior del clero, así como sus intercambios en el marco de relaciones de reciprocidad entre esferas laicas y religiosas era una práctica habitual en el Río de la Plata durante el siglo xviii tendiente a subsanar las falencias y proveer los elementos necesarios para el servicio del culto divino. Marshall Sahlins, Economía de la Edad de Piedra, Madrid, Akal, 1983; Vanina Scocchera, Objetos de devoción y culto: prácticas piadosas, intercambios y distinción entre agentes laicos y religiosos en las diócesis de Buenos Aires y Córdoba (mediados siglo xviii- primer cuarto siglo xix), Tesis de doctorado en Historia y Teoría del Arte, Universidad de Buenos Aires, 2019; Arjun Appadurai, “Introduction: commodities and the politics of value”, en: Arjun Appadurai (ed.), The social life of things. Commodities in cultural perspective, Cambridge, University Press, 1986, pp. 3-63.
[9] La Pragmática Sanción del 2/04/1767 dispuso, junto con la expulsión de los jesuitas, la ocupación de todos sus bienes y efectos, así muebles como raíces o rentas eclesiásticas. Una de las disposiciones más importantes fue la Real Cédula del 14/08/1768 que dio los fundamentos jurídicos de la corona para disponer de los bienes expropiados. En razón de ello, la corona estaba facultada para aplicarlos a seminarios conciliares para la formación del clero y ocupar los edificios de los colegios, mientras los fondos de obras pías se usarían para la dotación de profesores, alimentación de alumnos y pago de pensiones vitalicias de los expulsos. “Pragmática Sanción de S.M. en fuerza de ley para el estrañamiento de estos Reynos a los Regulares de la Compañía, ocupacion de sus Temporalidades y prohibición de su restablecimiento en tiempo alguno” 2/04/1767 y “Real Cédula de S.M. y señores del consejo en el Extraordinario. Declara S.M…. el dominio de los bienes ocupados a los Regulares de la Compañía, estrañados de estos Reynos, los de Indias, é Islas adyacentes; y pertenecer a S.M. la protección inmediata de los píos establecimientos…” 14/08/1768, en: Consejo Real de Castilla, Colección General de las Providencias, op. cit., 28-34.
[10] La historiografía argentina ha caracterizado el recurrente fraude económico de las administraciones locales de temporalidades del patrimonio ignaciano, que posteriormente fue matizado bajo el prisma de las tensiones entre poder central y poder local en el marco de la coyuntura regalista borbónica. Lía Quarleri, “Elite local, burocracia y reformas borbónicas. La administración de Temporalidades de La Rioja”, Población y Sociedad, v. 8/9, 2001, Tucumán, pp. 177-209; Ana María Lorandi, Poder central, poder local. Funcionarios borbónicos en el Tucumán colonial. Un estudio de antropología política, Buenos Aires, Prometeo, 2008; María Victoria Ciliberto, “Los bienes rurales de la Compañía de Jesús en Buenos Aires luego de la expulsión: su destino y administración (fines del siglo xviii – primera mitad siglo xix)”, Jornadas Interescuelas, Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, 2013 (ponencia inédita).
[11] Si bien Maeder afirma que el proceso de temporalidades implicó en su mayoría el remate de bienes inmuebles y esclavos, las imágenes y “alhajas de culto” sumaban el 28% del valor de los bienes ingresados al rubro de temporalidades entre 1767-1770 en el territorio del Río de la Plata. Ese 28% correspondiente a bienes de culto estaba, a su vez, compuesto en un 42% por objetos procedentes de Buenos Aires y un 49% por los de Córdoba del Tucumán. Eduardo Maeder, Los bienes de los jesuitas. Destino y administración de sus temporalidades en el Río de la Plata, 1767-1813, Resistencia, Instituto de Investigaciones Geohistóricas, 2001.
[12] “Real Decreto de Execucion…” op. cit, ítem VIII, en: Consejo Real de Castilla, Colección General de las Providencias…op. cit. Parte I, 9. “Carta circular, para los comisionados que entienden en la ocupación de Temporalidades, previniéndoles informen sobre los bienes, que hayan quedado en las casas de su encargo, por menor, al Consejo Extraordinario, y sobre otros varios puntos”, en: Consejo Real de Castilla, Colección General de las Providencias… op. cit, Parte I, Cap. VI, 2/05/1767, 60.
[13] Las etapas que proponemos para este análisis se asientan en las decisiones tomadas por la corona respecto del modo a proceder con los objetos de culto. Si bien esta división en tres momentos no guarda una estricta correspondencia con los períodos propuestos por Maeder, consideraremos para su clasificación los distintos momentos y organismos burocráticos de su administración. Maeder, Los bienes de los…op. cit.
[14] “Real Provision de Su Magestad, y Señores del Consejo, en el extraordinario, para que los Comisionados en la ocupación de Temporalidades de los Regulares de la extiguida Compañía, de España, Indias, é Islas Filipinas procedan á la separación de Ornamentos, Vasos Sagrados, y Alhajas de oro y plata, encontradas en las Iglesias que fueron de dichos Regulares, dirigiendo listas, y otras cosas”, en: Consejo Real de Castilla, Colección General de las Providencias… op. cit., parte IV, 6/03/1773, 62 y ss.
[15] Idem.
[16] Idem.
[17] Archivo General de la Nación, Argentina (en adelante AGN), sala IX, Hacienda 34-4-6 expte. 2871, “Relación de los bienes de temporalidades”, 1802.
[18] Universidad Nacional de Córdoba, Sección Estudios Americanistas, Argentina (en adelante UNC, SEA), F. Cabrera, doc. 2638, “José Luis Cabral señala no pueden darse normas respecto a preferir el pago al contado o a plazos, en ventas de bienes de temporalidades”, 16/01/1773.
[19] Cayetano Bruno, Historia de la Iglesia Argentina, Buenos Aires, Don Bosco, 1966, t. 6.
[20] AGN, sala IX, Tribunales Civiles 36-2-4, expte. 18 “Inventario de expedientes y papeles correspondientes a las temporalidades, en poder del escribano Marcelino Callejas Sanz y que pasan al escribano don Pedro Velazco, por resolución superior”, 1798-1799.
[21] AGN, sala IX, Temporalidades, 21-5-8, expte. 25, 1771-1772.
[22] UNC, SEA F. Cabrera, doc. 6775 “Sobre el destino de las alhajas de oro y plata encontradas en los colegios y casas que fueron de los individuos de la extinguida Compañía de Jesús” 28/02/1782.
[23] AGN, sala IX, Hacienda 34-4-6 expte. 2871 “Relación de los bienes de temporalidades”, 1802.
[24] Appadurai, op. cit.
[25] La ausencia de datos específicos de las obras puede verse ejemplificado en las numerosas solicitudes de los curas de la campaña para la “aplicación de varias alhajas…para el adorno del altar” o el pedido para “que se le[s] provea de alhajas para el culto”. Asimismo, el claro acento en el carácter económico de dichos objetos de culto puede evidenciarse en la correspondencia intercambiada entre un funcionario de temporalidades y el gobernador de Buenos Aires al que aquel solicitó permiso para la venta de “alhajas” de segunda clase con la sola indicación de su valor de 442 pesos. AGN, sala IX, Temporalidades 21-5-3, 1769-1791; AGN, sala IX, Temporalidades 22-8-4, 1799-1810.
[26] AGN, sala IX, temporalidades 22-8-4, 1799-1810, carta de 6/III/1806.
[27] Con posterioridad a 1773 muchos de los bienes de tercera categoría que previamente habían sido redistribuidos a las iglesias de las diócesis del Río de la Plata fueron solicitados para su devolución y enajenación por la junta de temporalidades; lo mismo sucedería con los bienes de segunda categoría tras 1782.
[28] “Carta circular, dirigida a los Arzobispos, y Obispos, á efecto de que informen sobre el destino que consideren mas útil dar á los Templos y Edificios de los Colegios que fueron de los Regulares expulsos de la Compañía; teniendo para ello presente el Capítulo VIII de la Pragmática de 2 de Abril del año pasado de 1767”, en: Consejo Real de Castilla, Colección General de las Providencias…parte II, 29/07/1768, p. 33.
[29] AGN, sala IX, Hacienda 34-4-6 expte. 2871 “Relación de los bienes de temporalidades”, 1802.
[30] Idem.
[31] Bruno, Historia de la Iglesia, op. cit. t. 6, pp. 94-95. Posteriormente Fabro fue acusado de malversar los bienes del Colegio Máximo y fue destituido de su cargo no obstante no pudo probarse su culpabilidad. Eduardo Maeder, “La administración de las Temporalidades rioplatenses”, en: Jesuitas, 400 años de historia en Córdoba, Córdoba, Junta Provincial de Historia de Córdoba, 1999, t. 2, pp. 219-240; Nancy Juncos “La junta de temporalidades de Córdoba: Fernando Fabro y el Colegio Máximo”, Fuentes, Revista de la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional, vol. 5, 2009, n° 3, pp. 21-27.
[32] Como podrá observarse a continuación, la contravención de Illana consistió en que la apropiación de dichos bienes no había contado con ninguna aprobación más que el acuerdo con el desprestigiado Fabro puesto que previo a 1769, la junta municipal aún no había sido conformada, UNC, SEA F. Cabrera, doc. 2608 Carta del gobernador Vértiz a Cayetano Terán Quevedo, presidente de la Junta Municipal de Temporalidades de Córdoba “Sobre alhajas que se habían entregado a la Iglesia Catedral de Córdoba, de las que fueron del colegio de los jesuitas” 22/8/1771.
[33] UNC, SEA, F. Cabrera, doc. 2652, “Sobre carta que había pasado José Rodríguez a la Junta Provincial, respecto a los ornamentos y vasos sagrados que se entregaron en depósito a la Catedral de Córdoba. Acompaña resumen relativo a su informe sobre el estado material del colegio y de la iglesia de los ex- jesuitas, que solicitaba fuera aplicada a la universidad.” 15/05/1773.
[34] UNC, SEA F. Cabrera, doc. 201, José Antonio Ascasubi Pedro José de Gutiérrez y Lorenzo Suárez de Cantillana “Contestando consulta, piden para la Catedral y matrices de la diócesis los ornamentos que excedan de los necesarios para el servicio de las iglesias de los ex- jesuitas. Insinúan destino edificios de la Universidad de Córdoba, Colegio Monserrat, ex-noviciado jesuítico de Córdoba y demás colegios y residencias de la provincia”, 1773.
[35] Respecto de las dotaciones necesarias para los diversos espacios de la diócesis cordobesa, el mismo Suárez de Cantillana solicitó en 1780 se le asignara una serie de ornamentos y objetos litúrgicos para la fundación de reducciones en el norte del virreinato. Asimismo, en 1774 el cura a cargo de la capilla de Ischilín solicitó el envío de ornamentos. UNC, SEA, F. Cabrera doc. 9039 “Acta sesión de la fecha: sobre ornamentos, vasos sagrados, etc. que el Virrey había dispuesto se entregaran al Arcediano Lorenzo Suárez de Cantillana, para el culto en las reducciones que se iban a formar en el gran Chaco de Gualamba”; UNC, SEA F: Cabrera, doc. 12840 “Solicitud para las capillas de su curato algunos ornamentos que fueron de los expulsos, lo mismo que libros espirituales para dar Exercicios”, 1774.
[36] UNC, SEA F. Cabrera, doc. 201, op. cit.
[37] UNC, SEA, F. Cabrera, doc. 2774, f. 3 v, 1786.
[38] Ibídem, f. 11v.
[39] Ibídem, f. 12 r y 12v.
[40] Ibídem, f. 11v.
[41] Ibídem, f. 13r.
[42] La redistribución de alhajas encierra, en ciertos casos, múltiples usos previos al suscitado por la Compañía de Jesús en materia de culto, tal como por ejemplo sucedió respecto de unas alhajas que consecuencia a su redistribución durante las temporalidades pasaron al poder del cura Julián Segundo de Agüero para su custodia en 1821. Previo a la expulsión de la orden dichas alhajas habían sido donadas por Ana y Francisca Guerreros a la Virgen de Nuestra Señora de las Nieves, cuyo altar estaba dispuesto en la Iglesia de San Ignacio de Buenos Aires. AGN, sala IX, Temporalidades, 21-5-3, 1821.
[43] Ricardo Gutiérrez, Documentos de Arte Argentino, XXIV. La Santa Casa de Ejercicios, Buenos Aires, ANBA, 1940, p.16. La fecha de aplicación de esta imagen debe ser posterior a 1779, año en que la beata llegó a la ciudad de Buenos Aires.
[44] Para comprender las condiciones por las que los objetos adquirieron valor a partir de su circulación, Appadurai señala como factor necesario interpretar los usos, formas y trayectorias con el objeto de comprender a los objetos como cosas vivientes. Appadurai, op. cit.
[45] Por Yuca se refiere a la estancia de Yucat, actualmente ubicada en las afueras de la ciudad de Villa María.
[46] A lo anterior, agregó que dicha imagen no había sido separada del resto de los bienes de temporalidades porque al momento de ejecutarse la pragmática sanción no tenía ningún documento que pudiera demostrar su derecho por sobre esta imagen.
[47] UNC, SEA, F. Cabrera, doc. 10231, “Bartolomé Rosales solicita se le entregue una imagen de Santa Bárbara que los «Regulares expatriados me dieron graciosamente» y que «mantenían en la Capilla de el puesto de mi cargo»”, 1774, f. 3.
[48] Ibídem, f. 2.
[49] Biblioteca Nacional de España (en adelante BNE), sala Cervantes, Ve 1591/28, “Nos el D.r. D.n Alonso Núñez de Haro y Peralta por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica…”. En respuesta el Arzobispo de Nueva España en carácter de fiscal menciona todos los antecedentes promovidos –tanto por la corona mediante reales cédulas y decretos, así como por el papa Clemente XIV en su breve apostólico– para prohibir que se hable de la Compañía y de su expulsión.
[50] Archivo General de Indias (en adelante AGI), Audiencia de Buenos Aires, leg. 187, 1771.
[51] Ibídem.
[52] Ibídem.