Del arjé a los saberes nómades: La dimensión política de la educación de museos artísticos
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> autores
Yocelyn Valdebenito Carrasco
Académica e investigadora en Historia del Arte y Museología. Diplomada en Archivística y Magíster en Teoría e Historia del Arte, Universidad de Chile. Sus líneas de investigación comprenden la museología, historia del arte y pedagogías feministas. Actualmente trabaja en el Museo Nacional de Bellas Artes de Chile y en la Universidad Alberto Hurtado.
Recibido: 26 de diciembre de 2018
Aceptado: 29 de abril de 2019
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
> como citar este artículo
Yocelyn Valdebenito Carrasco; “Del arjé a los saberes nómades: La dimensión política de la educación de museos artísticos”. En caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA). No 14 | Primer semestre 2019.
> resumen
El objetivo de este artículo es abordar el carácter político de la trasmisión cultural en los museos desde un enfoque feminista y decolonial. Se trata de dilucidar los saberes que están en juegoa través de herramientas teóricas para pensar críticamente dicha labor como una práctica política: en primer lugar, el relato simbólico del archivo en su estructura patriarcal de origen, cuyo mandato era trasmitir el pasado a las futuras generaciones a través de la labor pública de los arcontes; en segundo lugar, las “figuraciones” como un modo de resistir el “falogocentrismo” del museo, un sistema discursivo característico de occidente que borra las particularidades y que pretende dar cuenta de la realidad en su totalidad. Contra una ontología política y la universalidad del saber del museo como“matriz colonial del poder” se propone a través de la mediación artística una experiencia situada, incardinada y que permita a las nuevas generaciones procesos de empoderamiento a través la apropiación de su pasado, “filiación simbólica” para construir un mundo en común.
Palabras clave: sociomuseología, educación no formal, mediación artística, géneros, feminismos
> abstract
The purpose of this article is to address the political character of cultural transmission in museums from a feminist and decolonial approach. It is a question of elucidating the knowledge that is at stake in the museum entity, through certain concepts such as theoretical tools to critically think the work done in museums as a political practice. First of all, the symbolic account of the archive in its original patriarchal structure, whose order was to transmit the past to future generations through the public work of the archons. Secondly, the “figurations” as a way of resisting the “phalogocentrism” of the museum, a discursive system characteristic of the West that erases particularities and seeks to account for reality as a whole. Against a political ontology and the universality of the museum’s knowledge as the “colonial matrix of power”, through artistic mediation, it is proposed as an experience situated within the body that allows new generations to generate processes of empowerment through the appropriation of their past, “symbolic filiation” in order to build a common world.
Key Words: sociomuseology, non-formal education, artistic mediation, gender, feminisms
Del arjé a los saberes nómades: La dimensión política de la educación de museos artísticos
En una conferencia en 1996, Jacques Derrida reflexionaba sobre la noción de archivo (arkhé)a propósito de los dispositivos tecnológicos de las ciencias informáticas. Ad portasdel nuevo milenio, Derrida amplió el concepto de archivo preguntándose:
¿Por qué reelaborar hoy día un concepto de archivo? (…) Los desastres que marcan este fin de milenio son también archivos del mal: disimulados o destruidos, prohibidos, desviados, «reprimidos». Su tratamiento es a la vez masivo y refinado en el transcurso de guerras civiles o internacionales, de manipulaciones privadas o secretas.[1]
La preocupación del filósofo radicaba en ese gesto tan actual de conservarlo todo pero también de olvidarlo todo. Según el autor, se trata de una pulsión de archivo, de registrar cada detalle, de impedir que los testimonios se pierdan; es una pasión social por guardar y atesorar todo rastro, todo resto, toda huella. Esta pulsión de archivo es lo que en realidad Derrida llamó mal de archivo. La paradoja de este mal es que, al mismo tiempo que persiste en la obsesión por conservarlo todo, existe también la posibilidad de olvido total, pues no puede haber deseo de archivo sin la finitud radical de su destrucción. El archivo mismo estaría habitado desde su interior por esa pulsión de muerte pensada desde el psicoanálisis, que al mismo tiempo constituye su estrato conservador: el archivo se da muerte para conservarse.
Esta cuestión nos abre como primera entrada la posibilidad de pensar al museo como un arkhé y al mal de archivo como pulsión por la acumulación de objetos que simplemente estetizan el presente. La memoria reificada en la compulsión museal por el objeto, donde la oportunidad para la novedad es aniquilada, deja a este lugar completamente inerte de sentido. La paradoja es que de tanto acumular memoria en la compulsión por la repetición finalmente se propicia el olvido, que es también una política de la amnesia y de la alienación. Es allí donde se pone en juego el valor antropológico de la educación: ¿qué conservamos de nuestrxs antepasadxs y qué olvidamos?, ¿qué heredamos a las próximas generaciones y qué transformamos?
Arcontes atravesando el paisaje
Aliniciar su conferencia,Derrida evocólas diferentes variantes semánticas y semiológicas de la palabra en la antigüedad clásica:
Arkhé, recordemos, nombra a la vez el comienzo y el mandato. Este nombre coordina aparentemente dos principios en uno: el principio según la naturaleza o la historia, allí donde las cosas comienzan–principio físico, histórico u ontológico–, mas también el principio según la ley, allí donde los hombres y los dioses mandan, allídonde se ejerce la autoridad, el orden social, en ese lugar desde el cual el orden es dado –principio nomológico.[2]
Su significado se remitía al origen del universo o el primer elemento de todas las cosas, pero también tenía una segunda acepción que provenía del arkheion griego, es decir, la casa de los magistrados superiores: los arcontes–quienes detentaban el poder de guardar y trasmitir el pasado– cuya labor era de carácter público. La función arcóntica entonces, estaba vinculada al poder de la entrega; donativo, dádiva, paga, propina, regalo, ofrenda o don. De esta manera la función arcóntica poseía también la cualidad de volver disponible el archivo de lo común para todos y cada uno de los sujetos, pues tenía la responsabilidad de asegurase que su interpretación fuera accesible.
Los arcontes no sólo aseguraban la seguridad física del depósito y del soporte (documentos) sino que –según Derrida– también poseían el derecho y la habilidad hermenéutica. Tenían el poder de interpretar los archivos, es decir, a los arcontesse les confiaban los depósitos que contenían la ley y con ello el poder de su explicación, traducción y dilucidación. Por tanto, el archium debía contar con al menos tres elementos para su funcionamiento: lo guardado o la jurisdicción de este decir, la ley; a la vez un guardián; y por último una localización, la casa como lugar, domicilio, un contenedor, una institución o un hogar para esos archivos. Esa función patriarcal, ese poder arcóntico, sin el cual ningún archivo se pondría en escena ni aparecería como tal, no sólo requería que el archivo estuviese depositado en algún sitio concreto, sobre un soporte estable, sino principalmente precisaba de una autoridad hermenéutica legítima que mantuviera esos archivos a disposición de otros.
Pienso que esta función arcóntica puede ofrecernos una segunda entrada para pensar críticamente la labor de la educación museal en su dimensión política, sobre todo en las maneras que heredamos de la polis. Lo que permite asociar la educación en museos con el concepto de archivo es justamente aquella necesidad antropológica de dar continuidad al saber humano que supone lo educativo como trasmisión cultural.
Sin embargo, esta cuestión reviste no pocos escollos. El primero de ellos resulta evidente al considerar su estructura patriarcal de origen y, además, que la disponibilidad de las herencias para todos no era más que una categoría excluyente para las mujeres y para la población esclava. De ahí que la concepción moderna de museo en su afán democratizador del legado histórico de los pueblos, guarda también una herida de origen, un mal. El segundo escollo es que la institución museal arrastra una tradición que es profundamente racista, sobre todo para la región latinoamericana debido a su pasado colonial. Consideremos que la mayoría de los proyectos museales se instauraron en América con un fin civilizador, como un modo de asegurar la representación de la identidad del Estado-Nación. De ahí que la entidad museo actúa normalmente como una “matriz colonial del poder”[3] que reproduce jerarquías sociales, raciales y de sexo-género (Fig. 1).
La trasmisión cultural que se desarrolla en los espacios museales parte entonces con esa herida de origen, aunque plantea al mismo tiempo, un horizonte de justicia con la pregunta implícita ¿para cuáles sujetos? Como plantea la filósofa argentina Graciela Frigerio: “Educar es el verbo que da cuenta de la acción jurídica de inscribir al sujeto (filiación simbólica) y de la acción política de distribuir las herencias, designando al colectivo como heredero”.[4] La trasmisión cultural puede ser pensada entonces como el momento justo en el que se da lugar a la oportunidad, que hace posible que cada ser humano pueda ser transformado en la coexistencia con otrxs y “que su origen no devenga en una condena”.[5] Permite considerar la crucial tarea ética que implica educar como una acción, una manera de administrar justicia para convivir en la polis.
La función arcóntica que es poder y don al mismo tiempo, ya que aquella función es consignada por la comunidad, implica dar a cada uno lo suyo. Esto significa que la justicia es la virtud de cumplir y respetar lo que a cada sujeto pertenece por derecho natural. De ahí que Frigerio nomine a la educación como acción jurídica, pues estaría fundada en un conjunto de normativas elaboradas a medida de la naturaleza humana. Sin embargo, dicha acción jurídica no consiste solo en dar un pasado a las nuevas generaciones, sino que también la justicia radica en ese intersticio en el que ellas puedan interpretar su propio pasado. La función arcóntica, por tanto, es una continuidad discontinua. Posibilita encontrarnos con el pasado a través del arkhé y al mismo tiempo recibir lo joven, lo nuevo, la radical novedad –como señalaba Hannah Arendt– con entusiasmo y generosidad.
¿Qué es la mediación artística?
Quisiera abrir, en este segundo apartado, un hiato, una discontinuidad, para narrar una experiencia reciente. Atendiendo a que las experiencias son siempre relatos -pues son elaboradas después de lo vivido, recogen el acontecimiento y también lo que pensamos de él-, abordaré dicha experiencia situándome en ese vértice sentipensante.[6] Hace unas semanas, nos ofrecieron al equipo de Mediación y Educación del Museo Nacional de Bellas Artes, la oportunidad de desarrollar una mediación artística a partir de los hallazgos de una investigación realizada por Gloria Cortés Aliaga, una de las curadoras del Museo. La investigación llamada “Ausencias y omisiones femeninas: los casos de Clara Filleul y Procesa Sarmiento en el ‘Taller Monvoisin’. Análisis de las colecciones del Museo Nacional de Bellas Artes y el Museo Histórico Nacional” [7] buscaba aproximaciones críticas al concepto de género y discipulaje a partir de la obra de la artista Clara Filleul.
En concreto, diseñamos una mediación artística que presentó por primera vez la investigación realizada en torno a la artista Clara Filleul a estudiantes de segundo año medio del Liceo Municipal Haydee Azócar Mancilla de la comuna de Buin, localidad rural en la región Metropolitana. La respuesta fue tan interesante y enriquecedora a nuestro quehacer como museo, que me gustaría exponer algunos de los puntos álgidos de esta experiencia.
Antes de ello, me parece necesario dilucidar de qué se trata la mediación artística y cómo surge. El término es un concepto que se ha incorporado durante las últimas décadas a los discursos y prácticas educativas en museos artísticos, principalmente como una manera de distanciarse de la figura tradicional del guía que repite unguiónestablecido como un trasmisor de información. La mediación artística tiene como antecedente directo la “animación socio-cultural”, una práctica que data de la década del setenta que buscaba una mayor “democracia cultural” planteándose como desafío activar en diferentes sujetos una mayor participación social. Sin embargo, tal planteamiento recibió numerosas críticas ya que las intervenciones centraban su accionar en las posibilidades del animador y su pretensión de generar “liberación cultural”.[8]
La mediación artística, en cambio, ha surgido como una práctica comunitaria, de construcción de saberes colectivos, cuyo mayor interés no es eliminar conflictos sino comprenderlos, facilitarlos e incluso producirlos.[9] A través del diálogo, el uso del cuerpo, el espacio y la producción de preguntas, la mediación pretende visibilizar las diferencias entre las personas e incluso interpela el propio espacio de acción del museo como entidad cultural y patrimonial. De esta manera, el accionar de la mediación artística se establece desde las zonas de conflicto procurando contribuir a un debate abierto sobre temáticas sociales contingentes (Fig. 2).
A diferencia de la acepción común de “la mediación” como una posición neutral desde la cual se plantean estrategias para resolver conflictos, la mediación artística toma el conflicto y las diferencias como una oportunidad para tomar posición crítica respecto de las violencias que nos aquejan como sociedad. Tal como plantean Prinzy y Rith-Magni, la mediación se constituye en base a “prácticas críticas, autorreflexivas y que se articulan por medio del diálogo y la participación de los públicos como principal intérprete de las experiencias en las instituciones culturales hacia la transformación y emancipación social”.[10]
Uno de los planteamientos más interesantes en el área de la mediación artística ha sido propuesto por Carmen Mörsch quien distingue cuatro maneras de entender esta labor en museos artísticos: desde una lógica afirmativa en dónde sólo los expertos hablan a otros expertos y/o público lego; reproductiva en la cual se reproduce un discurso institucional sobre la obra de arte; deconstructiva donde el visitante asume una postura crítica respecto de los contenidos y procesos que involucran su experiencia estética; y finalmente, la transformativa en la cual la institución gestiona un diálogo que produce nuevas formas de arte y con ello nuevos saberes.[11]
El horizonte transformativo para llevar a cabo el trabajo educativo que propone Mörsch implica ciertamente replantear una serie de concepciones sobre el saber-poder de las instituciones museales como imposición cultural y afirmación de verdad. Me refiero con ello a que el enfoque de Mörsch propone transformar por completo las prácticas de relación del museo como portador de verdades y certezas hacia las comunidades.
Se trata de poner en crisis el paradigma del museo que sabe y explica frente a los públicos que ignoran. En esta relación de poder que establece a unos expertos y a otros ignorantes, Jacques Rancière ha denominado “el principio de desigualdad de las inteligencias”[12] en la que se ha fundado principalmente el contrato pedagógico, en los roles de quien enseña y quien aprende. Desde esta perspectiva y de acuerdo a la experiencia generada en el Museo Nacional de Bellas Artes, no nos interesa situarnos desde la experticia de quien “posee” más información, sino en la manera en que esta información nos llega y nos hace sentido, o no.
La interrogación por tanto nos sitúa en ese espacio incómodo de lo imprevisto, la incertidumbre, de lo que parece fuera de lugar. Solo desde el planteamiento libre de preguntas punzantes que permitan deconstruir y desarmar nuestros supuestos es posible construir un diálogo donde todas las voces tengan lugar.
La gestión del diálogo por parte del museo implica, por ende, la propensión íntima de la escucha y el acompañamiento respetuoso de las diferencias. Es la actitud imprescindible para la mediación artística. Porque resulta imposible que el diálogo ocurra sin una apertura hacia otrx, que surge de la íntima convicción de que la otredad se torna imprescindible para constituirnos en nosotrxs mismxs. De acuerdo a Mörsch “[La] tarea de la educación es la de ir más allá de la institución expositiva y que constituye políticamente un agente para el cambio social”.[13]
El genio artístico masculino y las prácticas artísticas femeninas
En sintonía con estos planteamientos, la mediación artística que propusimos buscó en principio generar un clima de confianza entre lxs estudiantes para que quisiesen participar e involucrase. Esto implicó la adecuación de un espacio cerrado al interior del museo, fuera de la circulación regular de las y los visitantes para producir ese ambiente íntimo y confidente entre las mediadoras y lxs estudiantes.
En términos metodológicos, la mediación contempló la exhibición temporal de dos obras de Clara Filleul dispuestas sobre atriles e iluminadas especialmente en la sala. De esta manera se generó una dinámica entre las mediadoras del museo, lxs estudiantes y lxs investigadorxs involucradxs, que implicó el descubrimiento colectivo de las obras y la artista en cuestión. Las obras utilizadas para esta actividad fueron: Dolores Urízar del Alcázar de Pando (1850) y Una guasa (ca. 1855). Esto permitió abrir dos ejes articulados entre sí con lxs estudiantes: por una parte, la pregunta sobre la categoría de género en el arte, y por otra parte, las diferenciaciones de clases sociales y raciales en la historia y el presente (Figs. 3 y 4).
Con el propósito de ahondar en los imaginarios de lxs estudiantes, iniciamos la mediación con la pregunta ¿Cómo se imaginan ustedes la persona que pintó estos cuadros? Al inicio las respuestas fueron: “alto, delgado y con bigotes”; “blanco y alto”; “gordo”; “inteligente, con barba”;“culta (la persona)”; “depresivo”; “alguien serio por los colores (se destaca la presencia del negro)”; “inteligente, porque supo pintarlo muy bien, muy perfeccionista, hizo hasta un anillo con mucho detalle”; “me imagino una persona de edad”; “canoso, alto y delgado”. Todos estos supuestos nos permitieron ahondar en el imaginario del genio artístico masculino. El diálogo generado planteó el cuestionamiento de por qué socialmente se reconocen principalmente nombres de hombres artistas y no así el de mujeres artistas. Allí invitamos a la conversación a la curadora Gloria Cortés para que nos contara un poco más acerca de la artista.
Clara Filleul-De Pétigny (1822-1878), quien nació en Nogent-Le Rotrou, al norte de Francia el 18 de marzo de 1822. Su padre, François-Adrien Filleul-De Pétigny, fue un liberal que participó en L’emeute de Nogent-le-Rotrou lors de la procession de 1838, un enfrentamiento entre católicos y anticlericales influenciados por la Ilustración y la Revolución Francesa. Este acontecimiento nos da luces sobre el contexto intelectual en el que se desenvolvía la artista y los ideales compartidos al interior del ambiente familiar. A los 18 años Clara emigró a París, participando en actividades literarias y convirtiéndose en alumna de pintura y dibujo del pintor bordalés Raymon Quinsac Monvoisin (Figs. 5 y 6).[14]
Filleul arribó a Chile hacia 1844/45 –en el periodo que transcurre entre su participación en la Exposition de l’Industrie de mayo de 1844 en París y su viaje a Perú con Monvoisin a mediados de 1845– y, creemos, que regresa a Francia alrededor de 1863. Clara Filleul ha sido mencionada en los relatos historiográficos como “su antigua discípula”, “su asociada” o “posiblemente su amante”, entre otras subordinaciones asociadas al pintor. En términos opuestos, la valoración de Monvoisin por parte de la historiografía local, ha sido inscrita como un agente fundacional en la historia del arte en Chile debido a su producción artística en el territorio local.[15]
Con los antecedentes aportados, el aparente consenso inicial en las valoraciones que se realizaron respecto de la autora y sus obras analizadas cambió y surgió la reflexión respecto al rol audaz de Clara Filleul proyectado en la obra Una Guasa. Este juicio, sustentado en la capacidad de la artista de salirse de los márgenes permitidos respecto a lo que se clasifica como bello, generó un diálogo profundo en el que, al problematizar la condición de género y de clase, logró poner en tensión estos prejuicios como constructos culturales. Por ejemplo, una de las estudiantes comentó: “Yo vi las dos imágenes, y yo al tiro me imaginé que era una mujer. Se veía que una era de clase alta y esa de clase baja, y lo asocié al tema de la belleza y me di cuenta al tiro que la persona que lo pintó, o sea, la mujer que lo pintó, tuvo que en ese tiempo haber tenido como mucha actitud, atreverse mucho, porque en ese tiempo quizás la podían juzgar por pintar a una persona pobre y en ver esa belleza aunque sean de clases muy diferentes es como muy bacán” (Fig.7).
¿Qué nos dicen las diferencias?
Un segundo tópico abordado por lxs estudiantes fueron las diferencias sociales existentes entre las mujeres retratadas a través de la enunciación del título de cada obra: Dolores Urízar y Una Guasa. Con este disparador, los imaginarios emergentes en torno a la diferencia se enunciaron así:
Estudiante: “Yo creo que son de clases sociales distintas.”
Mediadora: “Y las clases sociales ¿cómo se diferencian materialmente en la imagen?”
Estudiante: “En lo opaco; en la dedicación que le da la artista a la ropa, en los detalles, tiene como más joyas (…) ella es como más sencilla (la Guasa); el vestuario; los detalles, las texturas; la apariencia”.
Un primer conjunto de referencias en las opiniones de lxs estudiantes dieron cuenta de las diferencias a partir de las posesiones que se reflejaban en las pinturas: las joyas, el vestuario. Mientras que un segundo conjunto de referencias giró en torno al fenotipo asignado a la clase alta y clase baja: “(Dolores) es más pálida, como más blanca; y en lo fino de los rasgos faciales: en el color de la cara, en la fineza de la nariz,” de acuerdo a lxs estudiantes.
Me pareció interesante que, en ambos casos, las categorías de clase social y raza se vincularan de manera tan estrecha e inmediata, asociando directamente el color de la piel y la clase social y los rasgos finos a la clase alta en particular.Esta cuestión permite pensar en la actualidad y vigencia de las diferencias proyectadas en estas imágenes de mediados del 1800. Respecto de la expresión y postura de las mujeres, destacaron sobre la mujer Guasa que su expresión era depresiva, “como muy seria”, más sencilla. A diferencia de la seguridad expresada en Dolores, que es mencionada por una de las compañeras mediadoras: “Fíjense en la pose de la señora Urízar, se ve segura de sí misma, al menos parece. ¿Y la forma del otro retrato? ¿Qué piensan? ¿Se muestra segura también?”
En este mismo tópico se introdujo la posibilidad de que ambas mujeres retratadas hubiesen pagado por la pintura, frente a lo cual lxs estudiantes descartarontajantemente esta posibilidad para la mujer Guasa.
Mediadora: “¿Ambas habrán pagado los retratos que les hicieron?”
Las respuestas a la pregunta anterior señalaronque la primera estaba hecha por encargo, y la otra por amor al arte o por solidaridad.
Luego, para ahondar en las diferencias pregunté: “¿Qué es una guasa?” Frente a lo cual emergieron tres distinciones. En la primera se la ubicó en un grupo específico, el pueblo, la clase baja, humilde. En una segunda distinción productiva en la conversación se ubicó a la guasa en una posición indeterminada en la estructura social. Por su precariedad laboral, alguien señaló de la Guasa que hacía todo tipo de trabajo. Y por último, la distinción respecto al lugar de la “ruralidad” en que desarrolló su vida y su actividad laboral; una Guasa en Chile es una mujer campesina, que trabaja en zonas agrarias (Fig.8).
En ese momento de la conversación, pregunté: “¿Quién de ustedes ha escuchado –en sus experiencias de vida– el apelativo de guaso o guasa de forma despectiva?”
Estudiante: “A nosotras nos dicen guasas”.
“¿De dónde vienen ustedes?” –replicó una compañera mediadora.
Estudiante: “De Buin”.
“¿Les puedo contar una cosa?” –dije atreviéndome a realizar un acto audaz, en tono nervioso y confidente.
“Usted también es de Buin?” –preguntó alguien.
“Algo así…” –respondí.
Ahí me lancé a contar un recuerdo poco grato de mi época de estudiante. Durante el primer año de la universidad, en mi primera semana me tocó entregar un trabajo. Estaba muy nerviosa porque no sabía lo que nos iban a pedir y el profesor de diseño nos dijo: “pongan los trabajos encima del mesón.” Entonces la mayoría de nosotras pusimos los trabajos encima del mesón y luego nos tocó hablar de ellos. Cuando terminé de hablar de mi propuesta, el profesor me dijo: “el problema no es su trabajo, el problema es usted, porque usted es muy guasa.”
Efectivamente yo nací en el sur, en una localidad rural.
Ante el absoluto silencio de lxs estudiantes continué: “Es interesante que esa idea de tipificar a un otro genera exclusión y yo me pregunto ¿qué significa ser otro? ¿Qué significa ser otra?”
“Ser diferente” – comentó uno de los estudiantes.
Continué: “¿Y qué habrá significado para esta mujer ‘ser mujer’? [guasa] –miren esos detalles, el rostro, el color de piel, la forma de su pelo, el color de cada uno de los aspectos del rostro –¿Qué habrá significado ser ‘otra’ en esta época?”– pregunté nuevamente.
Allí apareció un elemento significativo tan revelador para mí que he estado pensando varios días en ello. Una de las estudiantes levantó la mano y dijo: “Ser valiente, yo me siento valiente, porque ahora estoy opinando y a mí me da vergüenza opinar. Estoy hablando en público”. Ese comentario me hizo pensar en los saberes que produce el museo y en especial, cuando aquel saber se incardina con las trayectorias de vida, las biografías de quienes nos visitan y permite que sean ellxs mismxs en este espacio público. Advierto además los títulos de ambos retratos Dolores Urízar frente a simplemente una Guasa, gesto que relega a esta última a una categoría universal, no conocemos su nombre, es un rostro sin nombre, porque su linaje claramente no importa, podría ser cualquiera de nosotras. Y entonces recuerdo aquellas “figuraciones” que plantea Rosi Braidotti como un modo de resistir el “falogocentrismo”, un sistema discursivo característico de occidente que borra las particularidades y que pretende dar cuenta de la realidad en su totalidad.
Figuras y figuraciones; lo político en ciernes
Si bien la mediación artística realizada generó importantes conexiones entre lxs estudiantes, sus experiencias y los contenidos de las obras, hubo ciertos aspectos que quedaron en vilo. Me parece que se podría haber aguzado el énfasis crítico, en torno a la pregunta: ¿Qué o quiénes deciden qué es lo otro, otra, otrx? Cuestión que nos habría permitido explorar la manera en cómo construimos esa otredad y las relaciones de poder que están en juego.
Como bien señala Rosi Braidotti,
El corolario es que tanto las mujeres como las personas de color constituyen un “Otro” que es “diferente de” la norma esperada: en tanto que tal el/la es a la vez referente empírico como el signo símbolo de los peyorativo. No obstante el otro devaluado funciona como configurador crítico de su significado. La otredad devaluada o peyorativizada organiza las diferencias en una escala jerárquica que da lugar a la conducción y gobernabilidad de todos los grados de diferencias sociales.[16]
Con ello me pregunto si después de todo, el capital simbólico del museo sirvió nada más que para enfatizar esa otredad, profundizando y perpetuando las relaciones de jerarquías.
Ciertamente las palabras que heredamos, tanto como las formas de pensar, nos traicionan,[17] nos hacen tropezar, dudar y contradecirnos. Quizás sea este ámbito ambiguo de la mediación –que sólo se constituye de incertidumbres– el espacio para avivar aún más el accionar crítico.
Desplegar radicalmente las presuposiciones que subyacen a la producción de verdades para el propio campo de trabajo, y de visibilizar la coerción que reside en los deseos bienintencionados. (…) Es difícil, porque plantear esas preguntas signica cortar la rama en que uno se apoya: poner en tela de juicio las bases de la propia posición.[18]
Aunque también allí, en ese espacio fluctuante de la mediación artística, aparece el coraje como señaló aquella estudiante: “Yo me siento valiente, porque ahora estoy opinando y a mí me da vergüenza opinar”. En ese gesto micro político de empoderamiento, de ser ella misma en el Museo, se abre también un cruce con las acciones audaces, raras o poco comunes de Clara Filleul; una mujer que viajó sola por lugares remotos como Jerusalén o Chile, que decidió no casarse, no tener hijas/os, que tuvo independencia económica; un espíritu inquieto que desarrolló diferentes géneros artísticos como fotografía, pintura, literatura, crónica y que participó en exposiciones de gran envergadura.
En esos cruces temporales y geográficos que produce el Museo –entre una pintora francesa del siglo XIX y una estudiante chilena del siglo XXI– sobre la también problemática categoría “mujer”, se abren ciertas grietas identitarias. En el mismo Museo patriarcal cuya función originaria –no lo olvidemos– fue legitimar la representación de la nación, las hegemonías eurocéntricas y violentas que constituyen valor simbólico y monetario sobre las piezas artísticas, el reconocimiento mestizo frente a la fisiología blanca en este país de tercer mundo y las posiciones de las clases sociales y la ruralidad.
Lejos del heroísmo de las pedagogías emancipadoras, que cuestionan los aspectos autoritarios y, a su vez, se insertan armónicamente en estructuras neoliberales, nuestra labor son las preguntas, las grietas por donde ingresa el malestar, la incomodidad de estar en muchas posiciones al mismo tiempo, pues:
La conciencia de exclusión debida a la denominación es grande. Las identidades parecen contradictorias, parciales y estratégicas. El género, la raza y la clase, con el reconocimiento de sus constituciones histórica y social ganado tras largas luchas, no bastan por sí solos para proveer la base de creencia en la unidad “esencial”. No existe nada en el hecho de ser “mujer” que una naturalmente a las mujeres. No existe incluso el estado “ser” mujer que en sí mismo, es una categoría enormemente compleja construida dentro de contestados discursos científicos-sexuales y de otras prácticas sociales. La conciencia de género, raza o clase es un logro forzado en nosotras por la terrible experiencia histórica de las realidades sociales contradictorias del patriarcado, del colonialismo y del capitalismo.[19]
La vergüenza de hablar en público como experiencia de opresión –¿De qué manera perversa actúa el patriarcado, colonialismo y capitalismo, y un largo etc. para que una muchacha de 15 años sienta vergüenza de manifestar su subjetividad en público?– Pero también descubrir su voz como oportunidad liberadora. Hablar con voz propia, implica localizar el cuerpo en un aquí y ahora. Siguiendo a Braidotti, las “figuraciones” devienen en un mapa geopolíticamente marcado, dibujando una biografía, una marca en nuestro propio cuerpo. Porque todo lo que sabemos, lo sabemos por el cuerpo. Es justamente porque sabemos qué significa ser guasa,[20]es que es siempre posible desplazarnos de esa categoría, y encontrar maneras de subvertirla.Me atreví a relatar aquella experiencia infame de mi época estudiantil en la mediación realizada, con la sensación de total incertidumbre: no sabía qué sucedería después. ¿Se reirían de mí? ¿Me acogerían con mi relato? ¿Indiferencia tal vez?
Las posibilidades de la mediación artística son siempre riesgosas, abiertas y múltiples. Los saberes se cruzan, se contaminan, se vuelven espurios y bastardos. No hay garantías cuando abandonamos la lógica del control. ¿Cómo podríamos determinar qué le va acontecer a una persona desconocida, una extranjera, otrx, en un lugar como el museo? Nada sabemos de las personas que visitan los museos, a menos que ellas quieran narrarse a sí mismas voluntariamente. Nada sabemos a menos que vayamos a su encuentro a rostro descubierto.
Posibilitar que brote aquella subjetividad nómade, como epistemología feminista, implica primero una organización no jerárquica de las relaciones humanas y luego la construcción de un contraarchivo o una contramemoria. Desde el presente hacia atrás, ¿por qué debería importarnos Clara Filleul? ¿Qué lazo nos conecta con ella?Se trata de poner de relieve ese sujeto que porta un saber y por tanto un poder discursivo desde el presente. En ese gesto radica la filiación simbólica. La oportunidad de disputar ese pasado, recrearlo, volverlo parte de nuestra herencia a la que tenemos derecho. Que adquiera un sentido y nos lleve a transformar la realidad compartida es una aspiración de la sociomuseología.
De la autoridad arcóntica, al lugar en que se inscribe el cuerpo nómade en el que se imprimen las huellas de las experiencias, de los lugares geopolíticos y de lxs otrxs, es decir, las huellas de lo que aún no acontece y se transforma en posicionamiento, en arrojo, coraje y valentía. Para concluir, rescato aquí un aforismo Aymara que cita Silvia Rivera Cusicanqui en su libro Sociología de la imagen: “Qhipnayra uñtasis sarnaqapxañani”. Torpemente traducido sería “que el pasado sea futuro depende de cómo caminamos en el presente”.[21]
Notas
[1] Jacques Derrida, Mal de archivo, una impresión freudiana, Madrid, Trotta, 1997, p. 16.
[2] Ibíd. p.9.
[3] Walter Mignolo, Desobediencia epistémica: retórica de la modernidad, lógica de la colonialidad y gramática de la descolonialidad, Buenos Aires, Ediciones del Signo, 2010.
[4] Graciela Frigerio y Gabriela Diker, Educar, ese acto político, Buenos Aires, Cem, 2009, p. 12.
[5] Ibíd. p. 17.
[6] Este concepto surge de la lectura de Enmanuel Lévinas, quien busca una instancia pre-originaria donde situar una ética anterior. Este ámbito se alcanza –según este autor– en la hospitalidad o acogida del rostro, que es una apertura entendida también como vulnerabilidad. Véase Emmanuel Lévinas, Totalidad e Infinito, México, Sígueme, 1987, p. 311.
[7] Rolando Báez y Gloria Cortés, “Primeras aproximaciones críticas al concepto de género y discipulaje. El caso de Clara Filleul”, en Informe Fondo de Apoyo a la Investigación Patrimonial del Servicio Nacional del Patrimonio, 2018.
[8] Jaume Trilla i Bernet, “Animación sociocultural, educación y educación no formal”, Revista Educar, Año 13, 1988, pp. 17-41.
[9] Kaija Kaitavuori y Nora Sternfeld, It’s all Mediating: Outlining and Incorporating the Roles of Curating and Education in the Exhibition Context, Pedaali, Finlandia, 2014.
[10] Ulrike Prinzy e Isabel Rith-Magni, “Mediación artística”. En Revista electrónica Humboldt, Goethe-Institut, 2011.
[11] Carmen Mörsch, “At a Crossroads of Four Discourses. documenta 12 Gallery Education in Between Affirmation, Reproduction, Deconstruction, and Transformation”. En documenta 12 Education, Zurich–Berlin, Diaphanes, 2009, pp. 9-31.
[12] Jacques Rancière, El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Madrid, Laertes, 2003. p. 13.
[13] Carmen Mörsch. op.cit.
[14] Rolando Báez y Gloria Cortés. op.cit. p.3.
[15] Ibíd. p.4.
[16] Rosi Braidotti, Feminismo, diferencia sexual y subjetividad nómade, Barcelona, Gedisa, 2004. p.190.
[17] Gloria Anzaldúa, “La prieta”. En Cherríe Moraga y Ana Castillo, Esta Puente, Mi Espalda: Voces De Mujeres Tercermundistas en Los Estados Unidos, San Francisco, Ismo, 1988. p.158.
[18] Carmen Mörsch. Contradecirse una misma. La educación en museos y exposiciones como práctica crítica,Quito, Fundación Museos de la Ciudad, 2015, p. 14.
[19] Donna Haraway. Ciencia, Cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza. Madrid: Ccátedra, 1995. p.264.
[20] Lxs campesinxs en Chile se conocen como guasos o guasas. En otros países de la región latinoamericana se les denomina popularmente gauchos, guajiros, etc.
[21] Silvia Rivera Cusicansqui. Sociología de la imagen. Miradas ch’ixi desde la historia andina. Buenos Aires: Tinta Limón, 2015. p. 12.