Espíritu y mirada de Héctor Schenone

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Jaime Cuadriello

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Historiador del arte y doctor en historia por la Universidad Iberoamericana y, desde 1990, investigador titular de la UNAM. Ha sido curador en el Museo Nacional de Arte y en el de la Basílica de Guadalupe de varias exposiciones temporales especializadas en el arte del Virreinato y el México independiente entre las que pueden mencionarse: Los pinceles de la Historia: el origen del reino de la Nueva España (1998), Los pinceles de la Historia: de la patria criolla a la nación mexicana (2000), El Divino Pintor: la creación de María de Guadalupe en el Taller Celestial (2001), Zodíaco Mariano (2004) y El Éxodo Mexicano: los héroes en la mira del arte (2010). Es autor de seis libros y más de un centenar de artículos referidos a la pintura y la cultura simbólica de los siglos XVII, XVIII y XIX, el guadalupanismo mexicano y el arte regional.





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Cuadriello, Jaime; “Espíritu y mirada de Héctor Schenone”. En caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA). No 5 | 2do. semestre 2014. pp. 147-148.

Hay dos instintos primarios sin los cuales los historiadores no nacemos: la curiosidad y la retención. Pero toca a cada uno encauzar estas pulsiones para que dejen de ser eminentemente biológicas, finitas o falibles. La curiosidad se tiene que aliar con la imaginación y la retención con la memoria, dos facultades-disciplinas, y ambas con la proyección de toda una vida. Solo entonces, o situados en esa ecuación, se genera un sistema de conocimiento y surge un sentimiento interior imparable que nos concede que aparezca, a la edad temprana, la figura de un lector -o la de un observador para las regiones del arte-, paradójicamente seducido y desconfiado de todo lo que sus ojos reciben. Más tarde se representa profesionalmente al simple erudito, para que al cabo sobrevenga el escritor y así pueda nacer, junto con los primeros signos de madurez, un historiador a cabalidad. O mejor dicho: el alumbramiento público de una profunda vocación de vida que es hija por igual de la entrega y la pasión.

Sin embargo, si la curiosidad un buen día se extingue -que se da y recibe como un don y por tal se esfuma-, se derrumba todo el edificio humano, profesional e intelectual, en cualquier edad que nos sorprendan los hilos de las Parcas. Peor aún: sin la curiosidad se acaba la expectativa a la que pocos pueden aspirar como prueba de madurez, consecuencia y amor: la de un humanista que llega a ser provecto en edad pero joven de espíritu. Tal como se mantuvo hasta más de sus noventa años nuestro amigo Héctor Schenone, situado y tranquilo, dando y dando a la vida de los demás, en medio de este raro equilibrio. Es fácil afirmar lo de arriba pero otra cosa distinta constatarlo con un ejemplo tan cercano. Me consta que la curiosidad siempre estuvo del lado de Héctor, en grado superlativo, y que la memoria fue para él solo un medio, mucho más allá de sus premisas retentivas, acumulativas y egoístas: posibilitaron el espíritu.

Para entrar en plena empatía con la persona de Schenone -y de sus inagotables saberes-, era preciso cruzarse ante el espejo de una imagen, de pie, con la mano en la barbilla, inquiriendo y mirando siempre en un coloquio entre muchas voces y algunos silencios y, desde luego, en comunión con los ausentes. En esa imagen ostensible convergían los espíritus y se dialogaba entre el pasado y el presente para que luego, de manera paralela e instantánea, el interlocutor en turno pudiera asomarse al alma del historiador del arte, a la agudeza de su percepción visual y a su infalible erudición oral. Revelándose así, la figura más palmaria de un maestro en el arte de mirar, de un preceptor atentísimo y generoso consagrado para trasmitir todo el contenido de una obra de vida, … pero gracias a la maestría de una síntesis, tan difícil de lograr, de información y conceptos.

La vida me permitió entrar juntos al intacto Guápulo quiteño idea de lo que fue alguna vez el Guadalupe mexicano, que en otra ocasión peregrinamos, pero también penetrar evocativa e imaginariamente en tantos y tan diversos santuarios de Santa María dispersos por el continente, todo, desde una mesa casera o de un café porteño. No hay manera de retribuir este magisterio tan amistoso y beneficioso del sabio Héctor porque, a diferencia de tantos, en cada fraseo predicaba con el ejemplo y, precisamente, en el ejemplo de las imágenes examinadas o invocadas por su mente hallaba una razón de vida. Incluso, exponiendo su propia vida ante la iconoclasia de la intolerancia o el oportunismo político.

Más de una vez oí decirle que su colosal y tetra episódico Iconografía del arte colonial no era otra cosa más que “el directorio telefónico de los santos con santo y seña». Esta ironía, como todas, escondía su verdadera dimensión y los objetivos de una empresa nunca vista merced a su aliento y envergadura: una obra referencial para el continente y destinada para quedarse entre tantos y diversos colegas. O, en sus palabras, … “para telefonear al cielo”. Nelly Sigaut bien complementaba este juego de metáforas: “Una obra que, cual árbol frondoso, se ha plantado y reverdece para que desde su ramas otros vuelen”.

No dudo que su anhelado y vislumbrado coro celestial de vírgenes y santos, de mártires y confesores, con los atabales angélicos de por medio, han dado la entrada a la gloria a este hijo de la Iglesia, pero también estoy seguro de que su espíritu inquieto y curioso, munificente y conductor, en medio del aula o el gabinete, para siempre se ha quedado a vivir entre nosotros.