Las estrategias de la pasión

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Gabriela Siracusano

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Gabriela Siracusano es doctora en historia del arte por la Universidad de Buenos Aires. Es profesora adjunta en la misma universidad y titular de arte colonial en IDAES/UNSAM. Es investigadora de carrera del CONICET. Directora del Centro de Arte, Materia y Cultura (IIAC-Universidad Nacional de Tres de Febrero). Sus investigaciones se orientan hacia la dimensión material de la producción artística (en especial la americana de los siglos XVI-XVIII). Fue presidente del Centro Argentino de Investigaciones de Arte (1997-2007).





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Siracusano, Gabriela; “Las estrategias de la pasión”. En caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de
Investigadores de Arte (CAIA). No 5 | 2do. semestre 2014. pp 149-150.

“Sentí una cosa. Me quedé pensando…” Así comenzaban muchas de nuestras charlas. Héctor tenía esa maravillosa capacidad de reflexionar y volver sobre lo ya pensado, como si ningún argumento fuera lo suficientemente sólido y establecido para no ser revisado, discutido o simplemente descartado, en pos de nuevas posturas y nuevos desafíos del intelecto. Desdeñaba la mirada simple, ingenua, esperable. Prefería el seductor abismo de la incertidumbre. Volvía sobre sus temas y preguntas como lo haría un principiante, como si la capacidad de asombro jamás lo hubiera abandonado. A sus 94 años, el problema de la difícil categorización de un estilo mestizo, de la copia y la originalidad de las producciones artísticas americanas, de los procesos de aprendizaje y creación de las imágenes coloniales, o el de su complejo significado, recurrían a él como viejos fantasmas conocidos, a los que ya no temía pero tampoco olvidaba. Todos ellos, junto con su insistente preocupación por el registro del patrimonio, su cuidado y conservación, y la necesidad de transmitirlos a las generaciones jóvenes –generosidad que le otorgaría el lugar de gran maestro de la historia del arte argentino, al decir de todos los que pasamos por sus clases en la Universidad de Buenos Aires- permitían identificar algo más que una trayectoria académica (afortunadamente, Héctor pertenecía a una generación más preocupada por la calidad del hacer que por la obscena necesidad de cuantificar artículos en revistas indexadas, como hoy parece a veces ponderar el sistema científico y académico). El camino recorrido permitía la posibilidad de reconocer lo que oportunamente denominé como un “proyecto intelectual”, cuyo motor había sido siempre el mismo: la pasión por el conocimiento.

En una entrevista que junto con Gustavo Tudisco realizamos en el año 2008, Schenone rememoró los inicios de esa pasión y uno de los espacios (porque fueron muchos) donde pondría en acto sus convicciones acerca del arte colonial. Me refiero al Museo de Arte Hispanoamericano “Isaac Fernández Blanco” de Buenos Aires, del que fuera su director (1967/74 y 1976/78). El maestro recordaría el optimismo y la ilusión con que comenzó esa tarea. “Era la oportunidad para cambiar todo”, decía. El primer desafío era romper con la situación que imponía ese museo por el lugar donde está emplazado, es decir, el Palacio Noel. Su mayor preocupación era cómo hacer para que la casa no compitiera con la colección. Había un “continente y un contenido” que él tenía que poder manejar para que la colección no fuera “devorada” por el impacto de la casa, exponente de neo-colonialismo de los años 30. “Ojalá hubiera podido borrar, tapar todas esas marcas de la casa que iban en contra de un relato curatorial del arte colonial”, decía. Para eso, intentaría diferentes estrategias. Comenzó por algo muy sencillo: tapar con una alfombra verde el piso de la sala circular para que no distrajera la atención de los espectadores. Una preocupación que, décadas después, la gestión museográfica de Patricio López Méndez procuraría resolver.

Junto con esto, la otra gran tarea era la de seleccionar y ordenar ese gran corpus de pinturas, esculturas, platería y mobiliario, producto de varias colecciones. Una primera medida fue separar algunas piezas de arte español y enviarlas al museo correspondiente, esto es el Museo Larreta. En lo más profundo de su museo imaginario estaba el objetivo de otorgar a la producción americana el valor que sus investigaciones y sus clases tanto pregonaban. Él sabía que esa colección guardaba tesoros, pero a su vez, era consciente de que podía ser mejorada, aumentada y enriquecida. Así, emprendió la silenciosa misión de salir a la búsqueda de otras piezas. La compra y la donación fueron las dos operaciones que promovería, con el apoyo de la municipalidad y el Banco Ciudad en la primera, y con la generosidad de coleccionistas (entre ellos él mismo) en la segunda. Las dos acciones fueron de la mano: mientras se vinculaba con coleccionistas, hacía compras en remates (todavía recordaba el apoyo que había recibido de la esposa del gerente del banco, quien le advertía sobre oportunidades en remates). La idea de fortalecer la colección del museo mediante piezas que contribuyeran a sostener su relato curatorial acerca del arte colonial hispanoamericano, se combinaba con otra empresa que, decididamente, sería una constante en toda su vida profesional: la del rescate del olvido. Junto con el enorme emprendimiento de registro del patrimonio que realizó hasta sus últimos días en la Academia Nacional de Bellas Artes, el rescate de piezas que, por distintas razones, caían en el olvido, eran desatendidas, desestimadas o simplemente desechadas, fue una de las principales y más fascinantes labores que Schenone ejecutó en pos de la salvaguarda de nuestro patrimonio cultural. Así, mantuvo un vínculo sostenido con la iglesia con el fin de rescatar todas aquellas obras que ésta se estaba desprendiendo con motivo del Concilio Vaticano II (1962-65), o que habían sufrido algún tipo de deterioro, como lo fueron las obras que sufrieron los incendios de 1955. Él sabía de los vagones que llegaban desde el norte con lienzos sueltos “que se vendían mostrándolos como alfombras”, buscaba esas imágenes en remates (a precios que iban entre 10 o 15 pesos), las miraba, las identificaba y las rescataba de su destino fatal en algún escaparate perdido o en algún basural. “Siempre era mejor que estuvieran en manos del Estado”, afirmaba con convicción. Detrás de estas decisiones, estaba el argumento de consolidar un campo de estudio que todavía requería atención. “Hay piezas que pueden ser muy bonitas y grandes obras de arte procedentes de otros destinos (italianas, españolas, etc) y otras, que tal vez no respondan a las categorías que sostienen esas grandes obras, pero que dicen mucho acerca de lo que somos y pensamos en términos de nación y de nuestro pasado histórico”. Reconocernos en ellas, velar por ese patrimonio y concientizar a quienes lo cuidaban, eran parte de un mismo objetivo.

Hoy, a escasos meses de su partida, me pregunto cómo honraremos tanto esfuerzo y tanta dedicación. Tal vez, la respuesta esté en seguir alimentando con pasión lo que hacemos, tal como él nos enseñó.