Registros de los sesenta. Experiencias visuales en la cultura latinoamericana
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Isabel Plante
Doctora en Historia del Arte por Universidad de Buenos Aires. Actualmente es investigadora del CONICET en el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín, co-editora de la revista Blanco sobre blanco, y colaboradora con textos sobre historia del arte y cultura visual de Carpetas Docentes de Historia de la Universidad Nacional de La Plata. En 2010 obtuvo el Primer Premio en el XIII Premio Fundación Telefónica a la investigación en historia de las artes plásticas, y en 2011 un Subsidio del Fondo Metropolitano de la Cultura, las Artes y las Ciencias, para publicar el libro Argentinos de París. Arte y viajes culturales durante los años sesenta (Edhasa, 2013).
Silvia Dolinko
Doctora en Historia del Arte por la Universidad de Buenos Aires. Investigadora del CONICET. Profesora de Arte argentino y americano del siglo XX en la Maestría en Historia del Arte del IDAES-UNSAM y docente de Metodología de la Investigación en la carrera de Artes (FFyL-UBA). Autora de Arte plural. El grabado entre la tradición y la experimentación (Edhasa, 2012), Impreso en la Argentina (Castagnino macro, 2012) y Luis Seoane. Xilografías (Santiago de Chile, CCE, 2006), entre otros libros. Co-editora de Travesías de la imagen. Historias de las artes visuales en la Argentina (CAIA-Eduntref, dos volúmenes, 2011-2012) y de la revista Blanco sobre blanco). Obtuvo en 2002 el Primer Premio en el VI Premio Fundación Telefónica en Historia de las Artes Plásticas.
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Isabel Plante – Silvia Dolinko; «Registros de los sesenta. Experiencias visuales en la cultura latinoamericana». En Caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA). N° 4 | Año 2014 en línea desde el 4 julio 2012.
En su célebre ensayo de 1965 “Una cultura y la nueva sensibilidad”, Susan Sontag caracterizaba esa sensibilidad contemporánea en relación con una desestabilización de las categorías estéticas y circuitos culturales:
…los límites convencionalmente aceptados, de todo tipo, han sido desafiados: no sólo el límite entre las culturas “científica” y “artístico-literaria”, o el límite entre “arte” y “no-arte”, sino también muchas distinciones establecidas en el mismo mundo de la cultura: la distinción entre forma y contenido, lo frívolo y lo serio, “alta” y “baja” cultura.[1]
Este análisis sostenido en tiempos en los que la reformulación del campo de la cultura se encontraba en pleno proceso, era muy certero. Con distancia histórica, resulta claro que buena parte del entramado cultural de los años sesenta se conformó en torno a cuestiones como la integración de alta y baja cultura, la subversión de cánones, la exploración de soportes inéditos, las experiencias colaborativas e interdisciplinarias, la gestación de nuevos perfiles de productores. En este sentido, la cultura visual de la época se vio atravesada por las tensiones entre “gran arte” y “cultura menor”, entre industria cultural y contracultura, entre práctica artística, compromiso político y crítica institucional.[2]
Se trata de una década signada también por la expansión inédita de una cultura urbana compartida por metrópolis diversas y más o menos distantes. Sin embargo, aunque pueden seguirse procesos de desestabilización hasta cierto punto análogos en diferentes lugares del mundo, lo cierto es que en cada escena tuvo características y protagonistas específicos, así como parámetros de la biopolítica y de los regímenes políticos particulares. En este sentido, la producción visual latinoamericana fue una de las protagonistas de esa transmutación cultural. Se asistió entonces a la formulación de propuestas y discursos altamente provocativos, renovadores, cuestionadores, cuyo impacto se proyecta hasta la actualidad.
El arte y la cultura latinoamericanos de los años sesenta han sido estudiados, revisados y revisitados a través de investigaciones y publicaciones, como así también, más recientemente, de proyectos curatoriales que cobraron gran visibilidad. Desde los trabajos pioneros, escritos casi contemporáneamente como el de Néstor García Canclini, a las revisiones más recientes como la propuesta por Rita Eder y el equipo que desarrolló el proyecto de Desafío a la estabilidad, los años sesenta han sido objeto de estudio –o, tal vez, objeto de deseo– por parte de numerosos investigadores, a tal punto que cualquier intento de enumerarlos resultaría incompleto.[3]
Considerando el impacto de estos trabajos, que muestran la emergencia de investigaciones colaborativas o interdisciplinarias para abordar nuevos objetos de estudio complejos, nos propusimos presentar en este dossier artículos que se extienden al terreno de las experiencias visuales abordadas desde múltiples campos de la cultura y que consideran distintos soportes y dispositivos que exceden con mucho el estricto marco de las artes visuales. Encarar esta tarea desde una publicación dedicada al arte y la cultura visual implicaba asumir el desafío que representa ajustar las herramientas de análisis a objetos bien diversos sin dejar de considerar el lugar de preeminencia que ocupa la visualidad. En este sentido, el dossier no busca agotar temas y problemas sino más bien reunir estos trabajos para promover investigaciones contextualizadas en campos culturales más amplios, de modo que se puedan pensar especificidades a partir de operaciones comparativas.
Este dossier se extiende a Latinoamérica en el afán de dar continuidad a la reflexión sobre un conjunto de cruces de trayectorias personales, de emprendimientos colectivos y de escenas culturales. Aunque no pasará desapercibido que la presente edición ha sido encarada desde la Argentina y que, por supuesto, no cubre todas las escenas de la región, este conjunto de artículos también trae a discusión casos de Brasil, Colombia, México, Uruguay y Venezuela, con la perspectiva de contribuir al intercambio entre investigaciones y al estudio de las redes y conexiones, así como a la apreciación comparativa entre escenas culturales locales. La noción de los “largos sesentas”[4] atraviesa la periodización de gran parte de los artículos, lo que no excluye la posibilidad de considerar también precedentes y continuidades de los años cincuenta, así como proyecciones estéticas, discursivas o ideológicas hacia las décadas siguientes.
En el intento de dar cuenta de una serie de exploraciones en torno a la visualidad que definieron esos sesenta, este dossier reúne estudios sobre producciones, soportes y dispositivos diversos. Desde el humor gráfico y el erotismo en las imágenes de las revistas de la época, pasando por la retórica arquitectónica, la notación musical, la fotografía de rock, el teatro pop y el cine como estrategia de denuncia social o de género para la militancia feminista, hasta una serie de producciones estéticas realizadas en el marco (o en los bordes) de las artes visuales tales como la poesía visual, el arte correo, la performance y también la pintura.
Dos de los artículos realizan mapeos regionales a partir de producciones bien diferentes. Laura Novoa repone un corpus inexplorado de producciones visuales: las partituras gráficas de una serie de compositores latinoamericanos de los años sesenta. El artículo se interroga acerca de las interconexiones entre la gráfica, el dibujo o la pintura con una producción musical de vanguardia, cuyas exploraciones de la temporalidad y la textura del sonido no podían representarse mediante la notación tradicional de negras, blancas y corcheas. Cada uno de esos compositores encontró soluciones de notación, más o menos sistemáticas, que permitieran asentar una partitura, que a su vez fuera soporte de nuevas interpretaciones luego de su creación. Las partituras gráficas analizadas formaron parte de la Primera exposición americana de partituras contemporáneas (1967) organizada por el Departamento de Extensión de la Universidad Nacional del Nordeste (UNNE), en la ciudad de Resistencia. Se trata de un recorte que repone un panorama latinoamericano en una escena periférica del mapa argentino de la música electroacústica de la época, y lo relaciona con lo que podría llamarse la República mundial de la música contemporánea.
El artículo de Zanna Gilbert propone una genealogía del arte conceptual para América del Sur y México más apropiada que la consabida idea de que esas prácticas aparecieron como una respuesta a la retórica industrial y la rotundez del Minimal. Para esto, la autora revisa las producciones de poesía concreta y visual que, en el caso brasileño, se remontan a los años cincuenta, y rastrea las interconexiones con la emergencia del arte correo a partir de la obra y las revistas llevadas adelante durante los años sesenta por artistas como Clemente Padín, Paulo Brusky, Edgardo Antonio Vigo o Felipe Erhenberg. Esta red de envíos y colaboraciones a distanciada cuenta una tradición ajena al devenir estadounidense (o mejor dicho, neoyorkino) del arte. De este modo, Gilbert ofrece un marco posible para el análisis de todo un caudal de producciones a las cuales puede caber la noción de “conceptuales”, que hace unos pocos años comienzan a incorporarse en las narrativas anglosajonas de la historia del arte.
El imperativo vanguardista de articular arte y vida tomó en los sesenta nuevas modalidades y expresiones. Fenómeno transdisciplinario particularmente fértil para las producciones teatrales, musicales y de diseño, el pop se asoció entonces a la nueva forma de vida de un grupo de jóvenes artistas argentinos que encontró en el Instituto Torcuato Di Tella uno de los espacios privilegiados para sus actividades. El trabajo de María Fernanda Pinta revisa algunos casos significativos respecto de la expansión de las artes escénicas vinculadas al pop en el Buenos Aires de esa época. La autora considera en particular al Centro de Experimentación Audiovisual del ITDT y algunos teatros alternativos vinculados a ese circuito como escenarios para el despliegue de cuerpos, textos e imágenes en movimiento que cuestionaban la hasta entonces imperante ortodoxia de la dramaturgia y la danza argentina.
Si los espectáculos presentados en el CEA-ITDT surgían del trabajo colectivo, por esos años también tuvieron lugar apuestas individuales radicalespor su cuestionamiento de las poéticas “institucionalizadas”. Inés Katzenstein aborda las propuestas de Alberto Greco, Jorge Bonino y Federico Manuel Peralta Ramos, en su consideración de la vida como obra y del discurso como problema. La autora sostiene una hipótesis provocativa respecto de otras lecturas más centradas en las propuestas de activismo político de por aquellos años, al diferenciar a estos artistas “atípicos” respecto de la figura del artista intelectual con competencias discursivas procedentes de la formación política. Frente a cierta rigidez o dogmatismo colectivo militante de entonces, contrapone la intensidad vital, la rebeldía individual y la imaginación discursiva de estos tres artistas solitarios.
En línea opuesta a este planteo, Pablo Alvira aborda uno de los casos más visibles del arte comprometido de la segunda mitad de la década del sesenta: el cine como estrategia de intervención pública. En tiempos de radicalización política y de luchas populares, algunos cineastas centraron sus preocupaciones en torno a la voluntad de procurar nuevos lenguajes para dar cuenta de realidades hasta ese momento desplazadas del discurso cinematográfico. Los trabajadores aparecieron así como sujetos protagónicos de esos nuevos relatos. Mientras que uno de los casos estudiados por Alvira se trata de uno de los films más reconocidos de aquél posicionamiento militante –El camino hacia la muerte del Viejo Reales, de Gerardo Vallejo–, también trae a la luz otra película hasta ahora escasamente conocida –Historia de un hombre de 561 años, de Lucio Donantuoni. Las tensiones entre ficción y realidad, entre denuncia y testimonio, demarcan el género y las decisiones estéticas e ideológicas de ese cine militante.
El texto de Andrea Giunta también se concentra en producciones estéticas realizadas en términos de dispositivos de intervención pública: analiza la obra de la artista colombiana Clemencia Lucena y de la cineasta argentina María Luisa Bemberg en relación con los contextos que rodearon a los discursos del feminismo y de la revolución en Latinoamérica. Según la autora, los tópicos que Lucena transitó en los años sesenta se ubicaban dentro de un feminismo que cuestionaba las matrices que reinscribían a la mujer desde el mercado, sin necesariamente cuestionar la relación entre mujer y trabajo doméstico, la jerarquía de los géneros ni la normatividad heterosexual. Fue precisamente contra estas cuestiones que se alzó el cine militante de María Luisa Bemberg. La selección de artistas que propone Giunta le permite trazar una suerte de trayectoria histórica de las producciones visuales feministas entre los años sesenta y setenta, y a la vez pensar comparativamente cuestiones relativas a la especificidad de diversos soportes estéticos, en relación con el uso retórico de ciertos motivos y con su circulación social.
Mientras que la mayoría de los objetos de estudio abordados en este dossier se enfocan hacia experiencias y propuestas independientes, contraculturales o en discusión con instituciones oficiales, el artículo de Cristóbal Jacome presenta una excepción al abordar la cuestión del discurso nacionalista sostenido por el Estado mexicano en relación con los nuevos programas arquitectónicos modernizadores. Consideradas en el contexto de los proyectos de la modernidad latinoamericana del siglo XX, las revisiones y rescates de la tradición prehispánica no eran algo nuevo; pero sí resulta revelador en este caso el rol central y programático que tomaron el Estado y sus élites para desplegar un programa visual articulado entre pasado prehispánico, modernidad constructiva y símbolos nacionales. En tiempos de consolidación del régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y su asentamiento del poder único, el imaginario en torno a las antiguas culturas locales eran reformuladas, según Jacome, en función de dotar al sistema político contemporáneo de un “aura mística” y una validación simbólica. Las alusiones a un pasado glorioso junto a los recursos estéticos de la modernidad arquitectónica operaban así como pieza retórica para un discurso nacionalista del aparato político estatal.
Las referencias al pasado prehispánico y el presente indígena también fueron incluidas en otros experimentos estéticos que, en las antípodas del proyecto nacionalista, se vinculaba con la esfera de la ciencia ficción latinoamericana como espacio de prácticas artísticas de provocación de los cánones disciplinares y las categorías geopolíticas. Tal fue el ejemplo de los proyectos llevados adelante en México por el escritor colombiano René Rebetez: la revista Crononauta –donde también participó Alejandro Jodorowsky– y el film La magia; estos casos, abordados en el artículo de Regina Tattersfield, resultan tan reveladores como prácticamente desconocidos. Al diferenciarse de la ciencia ficción anglosajona por medio de las ideas de subdesarrollo y tercermundismo, estos proyectos evocaban la figura del indígena desde el plano de la utopía en el cruce con el legado surrealista, la reinterpretación de prácticas etnográficas, la alusión a lo erótico y la experimentación con sustancias psicoactivas.
La cuestión del erotismo o, más precisamente del cuerpo, factual y libidinal, constituye el eje del artículo de Daniel Quiles, que sigue la trayectoria de Oscar Bony. Esa perspectiva le permite vincular, de manera novedosa, la obra que este artista argentino desarrolló dentro del campo de las artes visuales con las fotografías que tomó del mundo del rock; y también con aquellas fotos de Bony que registraron a los artistas de la exposición Experiencias 68 mientras sacaban sus obras a la calle, frente al ITDT, como protesta ante la censura ejercida sobre uno de los trabajos de la muestra. Podría pensarse que esas imágenes fotográficas del resonado evento en la Buenos Aires de 1968 representan o anuncian la salida del mundo de arte del mismo Bony y de varios otros artistas argentinos ese mismo año. A su vez, el análisis que realiza Quiles sutura el corte que supuso dejar de producir arte dentro de un circuito específico de instituciones: las fotos para los álbumes de bandas de rock como Almendra, Los Gatos, Arco Iris o Manal aparecen como una continuidad posible, en el marco de lo contracultural, respecto del deseo de dirigirse a otros públicos, más amplios y menos burgueses.
El caso que analiza Sean Nesselrode, la producción del grupo venezolano El Techo de la Ballena (1961-1969), indaga dos aspectos clave con respecto al tema de este dossier. En primer lugar, el grupo caracterizado por la fluidez de su composición alcanzó en su pico unos sesenta miembros, entre artistas, escritores, poetas y filósofos de Venezuela, Europa y Latinoamérica. De modo que su trabajo colectivo e interdisciplinario se desmarca respecto de la producción del artista moderno tradicional con una obra individual, homogénea y de desarrollo progresivo respecto de un proyecto creador. A la vez, la afinidad indiferenciada de los miembros del grupo por medios diversos como la fotografía, el dibujo, el collage y el impreso despliega una variedad en las producciones que resiste la categorización disciplinar o estilística. La hipótesis de Nesserlrode es, precisamente, que esa estrategia visual, que echaba mano a diversos artefactos de la cultura visual, resulta clave para comprender los modos que El Techo de la Ballena tuvo de intervención social.
Si indagar acerca del lugar de las imágenes en la prensa y la industria editorial y discográfica aparece como una cuestión central para un estudio de las sensibilidades del período, el trabajo de Verónica Giordano se orienta al estudio un aspecto fundamental de la cultura visual de los años sesenta, que vieron la modernización tanto del periodismo como de los modos de practicar y referirse a la sexualidad. Giordano dedica su estudio al análisis de la revista Adán, que entre mediados de 1966 y 1968 se inscribió en el magro segmento de revistas eróticas de la Argentina. El artículo avanza en este sentido, concentrando su atención en el modo en que las imágenes cómicas, las publicidades y las fotografías de modelos femeninas impregnan a Adán de una carga erótica que no siempre estuvo presente al nivel de los textos junto con los cuales circularon esos dibujos, collages y fotos.
Por su parte, Mara Burkart estudia otro tipo de revistas: las de humor gráfico. A partir del caso de Pif-Paf (1964), publicación carioca dirigida por el humorista brasileño Millôr Fernandes, la autora analiza el proceso de politización de las imágenes cómicas, y el lugar clave de esa revista tanto en la autonomización del humor gráfico en el Brasil, como en la emergencia de una prensa alternativa en oposición a la dictadura militar iniciada en 1964. Pif-Paf combinó artes plásticas, humor y diseño gráfico en consonancia con la revolución de la visualidad de esos años. Según la autora, su articulación con el periodismo modernizado y con la bohemia carioca extendió esa contribución al campo de las letras y a la cultura en general.
Es sabido que las vanguardias históricas habían abrevado en las fuentes de la cultura popular para su apuesta renovadora;[5]sin embargo, esta estrategia tomó nueva potencia en los años sesenta. La imagen difundida a través de los medios gráficos resultó un recurso central, por ejemplo, para el trabajo de Rubens Gerchman. El artista brasileño incorporaba entonces el registro fotográfico al proceso pictórico, lo que le permitió desarrollar toda una galería de retratos de figuras populares a la vez que ficcionales. Annateresa Fabris estudia cómo en los retratos de Gerchman se establece un juego dialéctico entre individualización y anonimato, considerando que la fuente de sus imágenes es la reproducción de fotografías publicadas en revistas populares. Poniendo en cuestión las interpretaciones unidireccionales de las relaciones entre arte y política, la autora se centra en la indagación de Gerchman sobre la identidad nacional a la vez que individual en su construcción de un imaginario social moldeado desde los discursos e imágenes provistos por la industria cultural local.
La cultura impresa y la industria cultural de los años sesenta posibilitaron la creación, circulación o reproducción de imaginarios de altísima visibilidad y fruición. Esas imágenes y cuerpos activaron una nueva visualidad vinculada con nuevas experiencias. Fue posiblemente esto lo que vieron los productores culturales que trabajaron tanto con la iconografía proveniente de los medios de comunicación, como quienes se dedicaron a explorar su eficacia para generar realidades. Desde una perspectiva que podríamos denominar apocalíptica, en 1967 Guy Debord entendió que asistía a una ampliación de la esfera estética en la que la imagen tomaba una preeminencia inédita.[6] Debord y muchos de sus contemporáneos consideraron a la imagen como espectáculo, en el sentido de pura exterioridad y absoluta inacción. Para quienes consideramos a la cultura visual en términos de procesos materiales, perceptivos, retóricos y simbólicos más espesos y complejos, el lugar central que la visualidad parece haber adquirido a partir de los años sesenta no hace más que confirmar la importancia de estudiarla en sus diversos soportes, circuitos y funciones.
Si los años sesenta han despertado polémicas, los artículos que aquí presentamos permiten reconfirmar que aún pueden seguir generándolas. Nuestro objetivo es que este dossier brinde nuevos materiales para continuar debates y reformular preguntas que permitan mapear cruces y sincronicidades entre circuitos artísticos y culturas visuales locales, nacionales e internacionales en este período tan provocativo como convocante.
Notas
[1] Susan Sontag, “Una cultura y la nueva sensibilidad”, en Contra la interpretación, Buenos Aires, Alfaguara, 1996, p. 381.
[2] Para una revisión de las lecturas y abordajes de la cultura visual, véase Mariana Marchesi y Sandra Szir, “Intervenciones estratégicas para una definición disciplinar”, en María Isabel Baldasarre y Silvia Dolinko (eds.), Travesías de la imagen. Historias de las artes visuales en la Argentina. Buenos Aires, CAIA – Eduntref, 2011, pp. 29-37.
[3] Nos referimos a Néstor García Canclini, “Vanguardias artísticas y cultura popular”, en Transformaciones, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1973, número 90, pp. 253-280 y a Rita Eder (ed.), Desafío a la estabilidad. Procesos artísticos en México 1952-1967, México D.F., UNAM, 2014. En el caso argentino se pueden mencionar las investigaciones y textos sobre distintos aspectos del campo artístico de los años sesenta elaborados por Gonzalo Aguilar, Rodrigo Alonso, Esteban Buch, Verónica Devalle, Silvia Dolinko, Guillermo Fantoni, Abel Gilbert, Andrea Giunta, María José Herrera, Inés Katzenstein, Ana Longoni, Mariano Mestman, Marcelo Pacheco, Isabel Plante, Sergio Pujol, Cristina Rossi, Laura Vázquez, entre otros.
[4] Fredric Jameson, Periodizar los ’60 (1984), Córdoba, Alción, 1997.
[5] Thomas Crow, “Modernidad y cultura de masas en las artes visuales”, El arte moderno en la cultura de lo cotidiano, Madrid, Akal, 2002, pp. 11-43.
[6] Guy Debord, La société du spectacle (1967). Paris, Folio, 1992.