Imágenes de los trabajadores en el cine militante: estrategias y tensiones en torno a un programa estético-político

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> autores

Pablo Alvira

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Es profesor de Historia y se empeña como docente en la Universidad Nacional de Rosario. Es becario doctoral de CONICET, cursando actualmente el doctorado en Humanidades y Artes con mención en Historia en la UNR. Se especializa en el área de estudios de Cine e Historia. Entre sus publicaciones más recientes se puede mencionar el artículo “Modelo, variantes y ruptura en el período clásico del cine argentino: Soffici, Demare, Del Carril”, Revista Zer nº 32, vol. 17, Bilbao, Universidad del País Vasco, 2012.





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> como citar este artículo

Pablo Alvira; «Imágenes de los trabajadores en el cine militante: estrategias y tensiones en torno a un programa estético-político». En Caiana. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte (CAIA). N° 4 | Año 2014 en línea desde el 4 julio 2012.

> resumen

En la segunda mitad de los años sesenta, la emergencia del llamado cine militante o cine de intervención política fue una expresión de la radicalización política de buena parte de los artistas e intelectuales argentinos. Los cineastas militantes compartían una firme voluntad de realizar un cine que acompañara y promoviera las luchas populares del momento, así como la preocupación por encontrar un lenguaje adecuado para transmitir y representar estas nuevas realidades y sujetos. Uno de los objetivos fue colocar en el centro de su producción fílmica a las clases subalternas -entre ellas a los/las trabajadores/as- y situarlos como sujetos activos de un proyecto de transformación social del que los grupos de cineastas formaban parte. En este artículo se analizan dos películas de dicho corpus cinematográfico, específicamente centradas en trabajadores/as rurales: El camino hacia la muerte del Viejo Reales, de Gerardo Vallejo, e Historia de un hombre de 561 años, de Lucio Donantuoni, intentando recuperar aquellas representaciones con el objetivo de destacar su potencia testimonial y a la vez indagar en los procedimientos mediante los cuales se construyeron, así como discutir acerca de las contradicciones y tensiones que el propio programa estético-político del cine militante albergaba.

Palabras clave: Argentina, años sesenta, izquierda, cine militante, trabajadores

> abstract

In the second half of the sixties, the emergence of militant cinema was an expression of the political radicalization of many of the artists and intellectuals in Argentina. This filmmakers shared a strong will to make cinema to accompany and promote the popular struggles of the moment, as well as concern for finding an appropriate language to convey and represent these new realities and subjects. One of the aims was to put in the center of their production the subaltern classes -including workers- place them as active subjects of a social transformation project which involved the filmmakers. In this paper two militant cinema films, specifically focused on rural workers, are analyzed: El camino hacia la muerte del Viejo Reales, directed by Gerardo Vallejo, e Historia de un hombre de 561 años, directed by Lucio Donantuoni,trying to recover those representations in order to highlight their testimonial strength and simultaneously inquire into the procedures whereby were constructed. In the same way, discuss about the contradictions and tensions in the aesthetic and political program of militant cinema.

Key Words: Argentina, sixties, left-wing, militant cinema, workers

Imágenes de los trabajadores en el cine militante: estrategias y tensiones en torno a un programa estético-político

Introducción

A lo largo de la historia del cine, la presencia de imágenes del mundo laboral o de la vida cotidiana de hombres y mujeres que trabajan en el campo o la ciudad ha sido bastante desigual, según qué períodos o cinematografías nacionales se tomen en consideración. Con frecuencia han formado parte del “ambiente” donde tiene lugar el desarrollo de la historia y la intriga principal, pero pocas veces los trabajadores han sido el tema central de las películas. Según ha sugerido José E. Monterde, una de las posibles causas de esto estribaría en que, como industria del ocio que es, el cine apunta a un momento de distracción del público respecto de su tiempo de trabajo, siendo lógico abstraerse momentáneamente de lo laboral. Otra razón, señala el autor español, descansa en las relaciones de producción capitalista que rigen la industria cinematográfica, ya que capital invierte en la producción cinematográfica como en cualquier otra industria. Por lo que “el punto de vista de clase del cine predominante –el cine norteamericano y sus diversos satélites– no puede quedar marginado, de lo cual debe deducirse que el grado de contradicción a los fundamentos de ese propio esquema estará circunscrito en los límites más o menos fluctuantes que el contexto socio-político imponga”.[1] En líneas generales estas observaciones también son válidas para referirse a la producción fílmica argentina. No obstante, hay que señalar que la inquietud por abordar problemas sociales, incluyendo imágenes de trabajadores, fue expresada por algunos cineastas ya desde la época silente, con películas como Nobleza Gaucha (1915, Cairo, Gunche y Martínez de la Pera), El último malón (1917, Alcides Greca) o Juan Sin Ropa (1919, Georges Benoit y Héctor Quiroga). Más tarde, dentro del cine clásico-industrial, una serie de películas pusieron en escena la situación de mensúes, zafreros, hacheros y otros/as trabajadores/as, intentando contrarrestar las representaciones conformistas y complacientes de la sociedad predominantes en la denominada “época de oro” del cine argentino. Aunque minoritaria, esta tendencia crítico-realista dio lugar a algunas de las mejores películas del período, como Prisioneros de la tierra (1939, Mario Soffici) o Las aguas bajan turbias (1952, Hugo del Carril).[2]

El cambio más notorio, sin embargo, se dio con la producción del cine militante en las décadas de 1960 y 1970, en la cual la preocupación de los cineastas por transmitir una “verdad” exterior a los filmes tuvo como correlato una nutrida  presencia de imágenes de trabajadoras y trabajadores, de sus condiciones de trabajo y vida, así como de sus luchas. Películas como La hora de los hornos (1968, Fernando Solanas y Octavio Getino) y Los traidores (1972, Raymundo Gleyzer), entre otras, apelaron tanto a la reconstrucción ficcional como al registro documental con el propósito de situar en el centro de su relato a las clases subalternas. Intentando recuperar esas representaciones, analizamos en este artículo dos películas de ese corpus de cine político: El camino hacia la muerte del Viejo Reales, de Gerardo Vallejo, e Historia de un hombre de 561 años, de Lucio Donantuoni. Ambas fueron estrenadas comercialmente en 1974, en el breve período democrático, pero filmadas tiempo antes.

Con antecedentes como las películas de Mario Soffici y Hugo Del Carril en la época clásica, o la pionera producción de la Escuela Documental de Santa Fe hacia fines de los cincuenta, la radicalización de una vertiente de cine social argentino finalmente se produjo en la segunda mitad de la década del sesenta. Luego del golpe de estado encabezado por el general Onganía en 1966 se había acelerado el proceso de resistencia y movilización social, incluyendo la aparición de tendencias sindicales anticapitalistas y el surgimiento de agrupaciones políticas de izquierda –marxistas y peronistas– varias de las cuales impulsaron la lucha armada entre fines de los sesenta y principio de los setenta.[3] Este proceso comportó una reconfiguración del campo popular, y dentro de él, una redefinición del papel que le cabía a los artistas e intelectuales, y quienes se autodenominaban “trabajadores de la cultura” se involucraron en los distintos combates y se debatieron entre el arte y la revolución.[4] El ámbito cinematográfico fue particularmente conmovido por ese movimiento, dando lugar a lo que se conocería como cine militante o cine de “intervención política”,[5] constituido tanto por colectivos de realizadores relativamente estables como Cine Liberación y Cine de la Base, como también por otras experiencias más efímeras o circunstanciales. Todos los grupos poseían similares inquietudes: por un lado, una firme voluntad de realizar un cine que acompañara y promoviera las luchas populares del momento; por otro, preocupación por encontrar un lenguaje adecuado para transmitir y representar estas nuevas realidades y sujetos, en tanto su vocación rupturista también se dirigía contra la tradición hegemónica del cine clásico-industrial.

Esta tendencia también debe ser situada en el marco de un movimiento de renovación cinematográfica de alcance mundial –los “nuevos cines”– que en América Latina se expresó en el surgimiento del Nuevo Cine Latinoamericano (NCL), el cual, en cualquiera de sus expresiones nacionales, fue una combinación de intervención política radical con experimentación estética y narrativa.[6] Su conformación del principios de los años sesenta debe pensarse, por un lado, en un contexto regional marcado por ideas y proyectos de transformación social: la descolonización, las revueltas estudiantiles, la Revolución Cubana, entre otros procesos, impactaron en las agendas culturales y políticas de la izquierda en Latinoamérica, instalando los debates en torno a la liberación y las tareas que en su concurso le cabían a los artistas e intelectuales, entre ellos a quienes hacían películas. Por otro,  su emergencia se liga de una serie de transformaciones que involucraron a gran parte de la cinematografía mundial. Con el precedente del neorrealismo italiano, surgieron los llamados “nuevos cines” como resultado tanto de circunstancias históricas (procesos políticos y cambios sociales, renovación generacional, desarrollos tecnológicos) como de estrategias deliberadas (políticas cinematográficas nacionales, nuevos productores).[7] Esta renovación se desarrolló como respuesta al modelo hegemónico de los “viejos” cines, cuyo mejor ejemplo era la producción hollywoodense, con su sistema de producción industrial y su modo de representación institucional (MRI).[8]

El camino hacia la muerte del Viejo Reales fue filmada entre 1968 y 1971 en Tucumán, cuando la provincia estaba sumida en una profunda crisis social. Desempleo, migraciones y empobrecimiento eran algunas de las consecuencias de la política de “racionalización” de la dictadura de Onganía que había afectado principalmente a la agroindustria azucarera. La película, filmada por Vallejo clandestinamente en la zona de Acheral con el apoyo del grupo Cine Liberación, parte de las memorias de un viejo obrero del surco y su familia, descomponiendo luego el relato en varias líneas argumentales diferentes entre sí pero que condensan la dura situación de la población rural tucumana en el contexto de cierre de los ingenios durante el gobierno militar de la “Revolución Argentina”.

Historia de un hombre de 561 años, por su parte, fue realizada en Mendoza entre 1970 y 1972, producida por el grupo Nuevo Cine y dirigida por Lucio Donantuoni. Basada en el poema Ahí va Lucas Romero del escritor mendocino Armando Tejada Gómez (1988), la película sigue la vida cotidiana de Juan Belmonte, su mujer María y sus once hijos e hijas, una familia de contratistas de viñas mendocinos. Con una estrategia que mezcla registro documental y ficcionalización, idéntica a El camino de Vallejo, Historia relata las duras condiciones de vida y trabajo de Juan Belmonte, su mujer y sus hijos/as, también en una coyuntura crítica para los/as trabajadores/as de la vid a principios de los años 1970, cuando luego de toda una década de deterioro económico y laboral, se encontraban en un momento álgido de lucha y reivindicación de sus derechos.

Ambos filmes otorgan centralidad a los grupos subalternos rurales, específicamente trabajadores/as, a quienes se les había escatimado el derecho a la imagen en el cine hegemónico. Esta rehabilitación de los/as trabajadores/as como sujetos de la representación fílmica, que tiene por objetivo principal situarlos como parte activa de un proyecto de transformación social del que los grupos de cineastas forman parte y promueven, consideramos que se realiza enfatizando la reconstrucción de la experiencia de estos hombres y mujeres. [9] Sin embargo, estas películas no nos presentan lo “real” sin más, evidente por sí mismo, sino que lo hacen a través de procedimientos estéticos y narrativos específicos, que son los de la modernidad cinematográfica con sus particularidades regionales y locales. Vanguardia política y vanguardia estética (cinematográfica) se unen, así, en un lugar no exento de tensiones.[10] Pretendemos mostrar en este texto cómo la construcción de la representación de la experiencia de los trabajadores del azúcar y las viñas en estas películas, como en buena parte del cine militante, está marcada por el modo en que se resuelve la fricción permanente entre la pretensión de documentar y la fuerte intervención de la instancia narrativa,[11] entre el registro testimonial y la manifestación de una “tesis” social y política que responde tanto a las preocupaciones del grupo realizador como las determinaciones del contexto sociocultural en el que se produjeron la obras.

La experiencia de la explotación y la crisis
Los Reales: pasado y presente del proletariado azucarero

El camino comienza con el relato de Gerardo Reales. Su ejercicio de memoria parte de su situación actual: “Yo soy un negro que no sirve para nada. Soy una porquería”. Su mujer murió hace años, sus hijos ya se han ido de la casa. Y además, ahora ya no tiene gallinas, ni cerdos, “nada de nada”. Pero la miseria no es nueva para Reales, que evoca su infancia: “Yo trabajaba para ayudarle a mi papá, el ganaba dos pesos por día. Con fichas, fichas había entonces, papelitos de cobro”, recuerda, mientras que en primer plano vemos su rostro y sus manos curtidas, “Las cosas no han cambiado, antes eran latigazos, ahora no hay látigo pero lo mismo es. Antes había trabajo pero lo mismo se moría de hambre. Ahora no hay trabajo y todos se mueren de hambre.”

El cuadro ante el cual el Viejo Reales se sitúa en el presente es el de la dura situación de las familias de sus hijos Mariano, Ángel y el Pibe luego del cierre de los ingenios azucareros, y compara esa situación con la de su infancia el Tucumán rural y azucarero en las primeras décadas del siglo XX. Desde aquella época, la gran masa de los obreros de la actividad azucarera eran los obreros del surco, que cultivaban, mantenían y cosechaban la caña de azúcar. Una gran parte de ellos radicados en los llamados “pueblos de ingenio”, mientras que grandes grupos de cosecheros migrantes llegaban para la época de la zafra desde otros lugares de la provincia o de provincias vecinas.

Tal como recuerda el Viejo, durante su infancia a principios del siglo XX los trabajadores estaban sometidos a condiciones durísimas, que posibilitaban la superexplotación y la obtención de ganancias extraordinarias para la burguesía azucarera: pago en vales, defraudación, mecanismos coactivos de captación y retención para la época de la zafra.[12] Más tarde, la legislación laboral del peronismo y la sindicalización a través de FOTIA, con altos niveles de movilización y lucha, implicaron una efectiva mejora en las condiciones de vida y trabajo para el proletariado azucarero. Pero los logros empezaron a revertirse apenas derrocado Perón: las políticas del gobierno nacional orientadas a la modernización de los ingenios y a una mayor mecanización de la zafra provocaron disminución del número de trabajadores en fábricas, crecimiento del trabajo transitorio y precarización general. El golpe final al proletariado azucarero lo dio la autodenominada “Revolución Argentina” en 1966 con su programa de “eficiencia”, cerrando 11 de los 27 ingenios de la provincia. De los doce hijos e hijas del Viejo, sólo tres permanecen cerca de él: Ángel, Mariano y el Pibe, en cuyas experiencias individuales el filme intenta condensar las diferentes opciones de los trabajadores tucumanos en esta coyuntura.

El primero de los hijos que es presentado por la voz over del narrador es el Ángel, que debe migrar al sur como cosechero golondrina, dejando a su mujer Rosa y sus hijos/as en Tucumán por varios meses. Como otros, él ya conocía la precariedad del obrero del surco no permanente, que debe migrar en los meses de inter-zafra. Sin embargo durante la segunda mitad de los sesenta, el cierre de los ingenios provocó una masiva emigración de la provincia, que afectó principalmente a las áreas azucareras y a  la población rural. Miles de tucumanos ya no volvieron a encontrar trabajo en el sistema azucarero. Mientras viaja en tren al sur, el propio Ángel Reales cuenta que no le queda otra opción que irse de la provincia.

Mariano, el hijo mayor del Viejo Reales, después de haber trabajado en el surco muchos años, tiene ahora un trabajo que lo hunde en la degradación, el alcohol y la violencia: es policía, comisario en la población de Caspinchango y ayudante, “mandadero”, del comisario en Acheral.Según el comisario de Acheral, Mariano “es ineficiente, lo tengo por lástima […] tiene muchos hijos, y como va a darles de comer a esos hijos”. Así, la vida de Mariano es circular: castigar (a otro pobre) – beber – castigar (a la/s mujer/es) – beber. De ser activista sindical, como lo cuenta su hermano, en pocos años Mariano se convirtió en enemigo de su clase.

El lugar otorgado a las mujeres es secundario en el filme y su lugar subordinado respecto de los hombres está lejos de ser problematizado, como veremos más adelante. Aún así, centrada en el mundo de lostrabajadores (en masculino), la película ofrece, de modo fragmentario y subordinado a otros ejes narrativos, indicios para recuperar esa experiencia que es diferencial no sólo en términos de clase, sino también de género, dos niveles indisociables. Las representadas en El camino tienen muchos hijos, y se quedan solas: cuando el Ángel se va a Río Negro a la cosecha de frutales, Rosa se queda con sus tres hijos y sus dos hijas por varios meses. Una escena posterior da cuenta de esta situación generalizada: en una larga secuencia en el local del sindicato en Acheral desfilan muchas personas con peticiones derivadas de distintas situaciones de precariedad, y varias son mujeres a cargo del grupo familiar. Una de ellas, desesperada con un niño en brazos, reclama que le ayuden a localizar a su esposo: “No me escribe, y quiero ver si ustedes me pueden solicitar eso, para poder ir donde el está. Yo sé que él es afiliado aquí, del sindicato”. Por otra parte, se observa a lo largo de la película la constante violencia contra las mujeres por parte de los hombres con quienes viven.

La situación social a fines de los años sesenta era gravísima, y dentro de la clase trabajadora otro grupo muy afectado eran los niños y niñas, que están presentes en toda la película, y son mostrados de manera evidente como el símbolo del desamparo. Se pueden ver en cierta forma como una condensación de las consecuencias de la crisis: se quedan solos y se cuidan entre sí (como los hijos de Mariano), son compañía y ayuda para la madre (los hijos de Ángel), están hambrientos casi siempre, y se enferman.[13]

La denuncia de las condiciones en que vivía el pueblo tucumano y la represión que se ejercía contra cualquier forma de protesta trascendía la provincia, y era acompañada también de llamados a acompañar la lucha del proletariado azucarero.[14] En la película, el segmento del Pibe intenta retratar este contexto, con sus contradicciones e incertidumbres. El tercer hijo del Viejo es un obrero del surco que trabajó siempre para el Ingenio Santa Lucía. A diferencia de sus hermanos, él dice que tuvo suerte de ser obrero permanente: “Quizá esto me dio una ventaja sobre mis hermanos, porque yo no estaba obligado a viajar y tenía una mayor relación con los compañeros del ingenio”. El Pibe representa la otra cara de la situación de los obreros tucumanos de este período, el de la militancia sindical. Dicha característica combativa no se corresponde con el verdadero Pibe Reales, es la construcción de una figura con la que el filme intenta condensar manifiestamente en su figura las experiencias de “miles de activistas que han tenido los trabajadores tucumanos”, como explica la voz over. Mientras lo vemos viajando en un tren, asomado a la ventanilla, observando las estaciones de los pueblos tucumanos que va dejando atrás, el Pibe explica que “Hasta el año 68, yo no había participado en nada. Trabajaba en el surco al igual que el Ángel” Pero ese año, en la marcha a Bella Vista, uno de los ingenio cerrados, que desembocó en una violenta represión, el Pibe se decidió: “a partir de ahí yo acepté ser delegado. Uno empieza a ser delegado para no defraudar a los compañeros que lo elijen. Es como un premio o una responsabilidad que le dan a uno y no queda bien rechazarla.”

En las escenas finales, a través de la actividad del Pibe es posible un acercamiento a las discusiones vigentes dentro del sindicato. En una reunión en un local sindical de FOTIA, la exigencia de las bases obreras es saber “cuáles es la propuesta del gobierno, cuáles son los trabajos que propone el gobierno” mientras el ingenio esté cerrado, a lo que un dirigente contesta que “nunca hemos perdido la fe, la esperanza, de que el Santa Lucía abra sus puertas otra vez”, lo que provoca la indignación de uno de los obreros: “son todas mentiras, aquí no se hace nada, el ingenio no va  a abrir nunca más”. Se trata del momento inmediatamente posterior a la radicalización obrera que siguió al desencadenamiento de la crisis y al “Operativo Tucumán”, hacia 1969, cuando hubo un reflujo de la movilización de los obreros azucareros agrupados en la estructura sindical de FOTIA, desgastada por la intervención oficial, las divisiones internas, la feroz represión, la emigración y el desempleo. Los protagonistas principales de los conflictos fueron  los obreros desocupados y dirigentes gremiales de  orientación  combativa  o revolucionaria, cada  vez más distanciados de lo que quedaba de la estructura sindical azucarera, y vinculados a sectores estudiantiles y religiosos radicalizados.[15] En este contexto, las discusiones son acerca de las diferentes estrategias de lucha. En la persona de Ramón, compañero de Ángel, se presenta otras opciones más radicalizadas que aparecían en el horizonte de las clases subalternas tucumanas, entre ellas una que efectivamente tendría desarrollos importantes en Tucumán, la lucha armada. Ramón se constituye en lo que el Ángel, en medio de sus reflexiones y contradicciones, todavía no es: un activista totalmente comprometido con la causa, optimista y que además motiva a los compañeros.

La experiencia, según E. P. Thompson, es de clase, y se expresa en términos culturales encarnada en “tradiciones, sistemas de valores, ideas y formación institucionales”.[16] Es interesante como el filme ayuda a visualizar uno de los aspectos de ese proceso, a través del cual los obreros del surco han materializado sus experiencias. La secuencia del sindicato intenta poner en evidencia cuáles son las demandas concretas de los obreros del surco y cómo éstas se canalizan en esta coyuntura particular, además de mostrar la forma en que la acción de estos/as trabajadores/as interviene en una especial coyuntura, ya sea a través de la organización sindical o a pesar de ella. La articulación de trayectoria individual y experiencia colectiva en los procesos históricos se manifiesta aquí, siendo esa articulación uno de los aspectos concretos de los procesos históricos que el cine es capaz de iluminar de modo muy efectivo.

La familia de Juan y María

Apenas comenzada, Historia de un hombre de 561 años nos introduce en el ámbito del trabajo, tanto en lo que respecta al proceso mismo y las condiciones en que éste se desarrolla, como a la relación laboral, el contrato de viñas.[17]

Andamos de noche, pisando escarcha, llueva o no llueva, tenemos que andar trabajando en la viña, cuando nos toca el turno a la una, a las dos, a las tres de la mañana, tenemos que recibir el agua. En cambio ellos están durmiendo, en el cine o en el casino

relata Juan, que también rememora su itinerario como contratista de viñas. Desde aquel primer contrato, en el que sólo trabajaban él y María, recién casados y con un hijo pequeño, han ido de finca en finca. Nos enteramos que a lo largo de casi dos décadas años Juan y su familia han ido migrando en busca de un contrato que les deje algún margen monetario, pero no lo han conseguido. Lo único seguro con lo que el contratista contaba era con el pago mensual, mientras que su porcentaje de la cosecha quedaba sujeto a oscilaciones del mercado o a contingencias climáticas, y estas últimas podían implicar pérdidas totales.[18]

También se observa el trabajo de los/las niños/as en la viña, los cuales, según explica Juan, trabajan gratis. La importancia de la superexplotación del trabajo familiar, es decir, trabajo no pago de mujeres y niños ya era destacada por los algunos observadores a principios del siglo XX y se acentuó a lo largo del siglo.[19] Los hijos/as que van a la escuela, que no son todos/as, ni pueden hacerlo siempre, trabajan la otra mitad del día en la viña. Otras veces, según cuenta Juan, “uno los hace faltar a la escuela a los chicos, por falta de calzado o de ropita, porque no alcanza para comprarla.”

Ciertamente muchos de los contratistas, que los patrones consideraban “socios”, vivieron siempre con limitaciones, pero luego de la recuperación de mediados de siglo, durante los años sesenta una gran mayoría volvió a caer al límite de la pobreza.[20] La importancia otorgada a la “familia” –cuanto más numerosa, mejor: más brazos para trabajar– del contratista, también queda manifestada al presentar otro personaje, el único que aparece en el filme fuera de los Belmonte: el “compadre” Giménez, un ex contratista de viñas que se gana la vida como jornalero. Pero ahora, según cuenta Juan, hace muchos años que Giménez no consigue contrato porque una vez que sus hijos se casaron y se fueron de la casa, quedaron sólo él y su esposa, por lo que debe rebuscárselas empleándose por día o haciendo pequeñas changas.

Hay otro tipo de trabajo que es apenas visible en la película y que tampoco es remunerado: el trabajo de María.[21] Aunque nunca se la vea en la viña, a María se la ve en varias escenas haciendo distintos trabajos dentro del ámbito tradicionalmente llamado doméstico. Las escenas de trabajo dentro y fuera de la casa, y la propia voz de María nos ilustran acerca de la división sexual del trabajo en este ámbito específico. Si en las familias la de los zafreros migrantes hombres en Tucumán, las mujeres se quedan solas mucho tiempo a cargo de otras actividades, en el caso de la familia Belmonte nos muestra una realidad diferente, ya que María Belmonte cumple su rol subordinado en una estructura familiar que debe permanecer lo más estable posible, porque de ello depende la consecución y mantenimiento de los contratos.[22] Las otras mujeres que aparecen brevemente en la película son las cosecheras, muchas de ellas arrastrando sus hijos por la viña.

Otro tipo de información que el film nos provee, además de las condiciones materiales,  tiene que ver con las percepciones del mundo y de sí mismos que expresan estos/as trabajadores/as. Lo que Raymond Williams llamó “estructura de sentimiento”: aquellos significados y valores que son propios de su experiencia pero que no necesariamente forman parte de un discurso político “cristalizado.”[23] Esto se aprecia en una de las secuencias del film, construida mediante un montaje paralelo que acentúa el contraste, mostrando por un lado la Fiesta de la Vendimia y por otro una celebración comunitaria en la zona rural, visiblemente entre familias de contratistas y otros trabajadores. Mientras se suceden imágenes de fuegos artificiales, desfile carrozas y reinas, la voz over de Juan se queja: “A las reinas de la vendimia se las elegía en la cosecha, arriba de un banco, que es el banco que subimos cargados con el tacho al hombro, lleno de uva, ahí se elegía a la reina de la vendimia.” Ahora, sin embargo, los contratistas de viña ya no pueden ir a la fiesta porque ni siquiera pueden pagar las entradas. Peor aún, con amargura Juan comprueba que han olvidado a las hijas de los contratistas: “las reinas de la vendimia son chicas estudiantes que no conocen el trabajo de la viña. No saben cómo se trabaja en la viña.”[24] Pero más allá de la construcción mítica acerca del origen de las fiestas –distaba de ser una iniciativa surgida del “pueblo”– y la procedencia de las reinas, al señalar lo impropio de la elección de una reina de la vendimia ajena al mundo del trabajo, Juan expresa un malestar respecto de la realidad de un mundo vitivinícola en el que los contratistas ya no ocupan un lugar central, y que está a las puertas de una reconversión conducida por el capital más concentrado.

Por otra parte también se nos presenta cuáles eran expectativas de Juan Belmonte en torno a la su situación y la de su familia en el futuro: comprarse una casita para después de que se jubile, un pedacito de tierra, y por qué no una “chatita” para pasear. Su horizonte de expectativas parece estar ligado a acabar con la incertidumbre, estado en el que se encuentran hace veinte años: “porque es muy triste vivir en la casa de otros, o sea de los patrones”, dice Juan.

Además de lo relativo a las expectativas, la película nos ayuda a recuperar en el discurso del contratista expresiones de solidaridad y de conflicto de clase. Los cosecheros son, en el relato de Juan, trabajadores como él, y son superexplotados por igual por la burguesía agroindustrial, lo que Juan llama repetidas veces “la patronal” o el “patrón”. Aunque marginales en el relato, las referencias a los jornaleros –en este caso, cosecheros– son importantes. Por un lado, las escenas de vendimia nos muestran el tipo de trabajo, nos informan del valor de la remuneración y la forma en que ésta se estipula. Se observa además, una alta presencia de mujeres y niños en la cosecha.

Como también sucede en El camino, el último tramo de Historia nos ayuda a visualizar uno de los aspectos del proceso a través del cual los contratistas de viñas han materializado sus experiencias de clase en organizaciones. A la vez, la experiencia de la explotación y de la resistencia, cuyos orígenes se remontan al siglo XIX, generó un discurso manifiestamente clasista que se canalizó, entre otras formas, a través de la organización sindical. En la secuencia previa al epílogo, tiene lugar una asamblea –real, no reconstruida– del Sindicato Único de Contratistas de Viñas y Frutales de Mendoza, en la que el propio Juan toma el micrófono y hace un llamado a la movilización en pos de sus reivindicaciones. Dicha secuencia permite escudriñar las demandas concretas de los contratistas de viñas –el reconocimiento de la relación de dependencia, principalmente– y cómo se expresaron a través de su organización gremial, en esta coyuntura particularmente efervescente en cuanto a movilización política. Momentos como el mostrado por la película en el local sindical, vivido realmente por Juan Belmonte, fueron claves en la participación del sindicato en las luchas del período y la consecución de sus reivindicaciones específicas, alguna de las cuales van a conseguir mucho tiempo después.[25]

Esta secuencia nos acerca a un especial momento histórico y la forma en que la acción de estos trabajadores y su organización gremial actúan en ella. Al igual que sucede con la última secuencia de El camino, la articulación de trayectoria individual y experiencia colectiva en los procesos históricos se nos manifiesta aquí, donde Juan Belmonte junto con los demás contratistas expresa sus reivindicaciones, en un contexto especialmente conflictivo, días antes de la revuelta social conocida como el “Mendozazo”, las jornadas de lucha callejera de abril de 1972 donde los contratistas de viñas participaron activamente a la par de otros trabajadores, del movimiento estudiantil y buena parte de la población mendocina.[26]

No obstante la efectiva potencia testimonial de estas representaciones, para poder comprenderlas en toda su complejidad analizaremos a continuación cuáles fueron los procedimientos a través de los cuales se construyeron, las búsquedas estéticas y políticas que las orientaban y las interferencias y determinaciones del contexto cultural y político en su proceso de producción.

Nuevos sujetos, nuevas formas

La narración transparente del Modo de Representación Institucional (MRI) o cine clásico, que generaba en el espectador una “ilusión de realidad”, tenía consecuencias políticas en tanto que los filmes naturalizaban un mundo ordenado y homogéneo. Desde el punto de vista de los realizadores del cine militante, para poder representar a los grupos subalternos y denunciar un orden social injusto, una práctica cinematográfica radical debía romper con esa construcción hegemónica. Tanto Historia como El camino se construyen rechazando los cánones del “viejo cine” y asumiendo los desafíos e inquietudes que habían sido planteados por los representantes de la modernidad cinematográfica desde hacía más de quince años e implementados con objetivos específicos en las producciones argentinas y latinoamericanas contemporáneas. La propuesta depurada del cine institucional (coherente con su “clasicismo”), ese cine “perfecto” y “casi siempre reaccionario” que impugnaba el cubano Julio García Espinosa, era incapaz de mostrar la dinámica de la vida real y menos aún de movilizar e impactar al espectador.[27] Por eso, una serie de encuadres y movimientos de cámara rompen con el pacto realista propuesto por el MRI, instaurando un nuevo tipo de verosímil, sostenido por otra clase de procedimientos y acuerdos con el espectador.

Uno de ellos es la cámara al hombro, práctica posibilitada por las livianas cámaras de 16 mm domina la mayoría de secuencias de las dos películas. Esta modalidad es especialmente utilizada en los documentales del período, para los cuales la inestabilidad de la cámara implica autenticidad, pero también en la ficción político-social la cámara al hombro es utilizada con frecuencia buscando otorgar espontaneidad e inmediatez.[28] Gracias a ese movimiento, nos desplazamos con ellos/as: cuando la cámara sigue a Juan Belmonte por la viña o las vicisitudes de la familia Reales, en los lugares que trabajadores/as como ellos/as transitan diariamente. Esos espacios, por otra parte, son locaciones naturales, tal como el neorrealismo italiano había impuesto como alternativa a la artificialidad de los escenarios del sistema de estudios hollywoodense. Tanto Historia como El camino están íntegramente rodadas en locaciones naturales, ya no sólo exteriores de los cañaverales, la viña o el sindicato, sino también los interiores: las mismas y modestas casas de las realmente existentes familias Belmonte y Reales.

Los movimientos de cámara que penetran ese entorno, en la búsqueda de autenticidad, se complementan con uso reiterado de determinados encuadres destinados a comunicar precisas ideas acerca de estos sujetos. Uno de ellos es el punto de vista o plano subjetivo (PS), que muestra alguna acción o algún escenario vistos desde los ojos de un personaje, como sucede en los PS de Ángel en El camino, cuando desde arriba del tren y a través de su mirada observamos las estaciones de los poblados tucumanos que deja atrás en su migración al sur. También en las dos películas hay un recurso constante al primer plano (PP), concentrando al espectador y reforzando su interés en el sujeto filmado. En la ya citada primera escena de El camino, donde Gerardo Reales se presenta a sí mismo, la voz del Viejo se escucha sobre un PP de su rostro y de sus manos, ambos arrugados por la edad y curtidos por toda una vida de trabajo duro en el surco. También sirven para mostrar los rostros de los hijos del viejo, que sintetizan su situación: la expresión calma y resignada del Ángel, la mirada cansada y perdida de Mariano y el semblante reflexivo del Pibe. En Historias abundan también los PP de los personajes, tanto de Juan y María como de sus hijos/as y hasta del compadre Giménez. Con los mismos objetivos: denotar la experiencia encarnada en sus rostros y manos de trabajadores/as. En la película de Donantuoni, además, el uso de este recurso expresivo se combina con un encuadre generalmente utilizado con fines opuestos, el plano general (PG). Si bien en el filme de Vallejo hay planos abiertos que muestran el espacio en el que se mueven los sujetos, en Historia los PG tienen un mayor protagonismo, ligado al realce que “la tierra” y el particular paisaje vitivinícola adquieren tanto en el testimonio de los personajes como en la construcción general de la película.

Otro de los motivos recurrentes es la mirada a cámara por parte de los sujetos filmados. Una norma casi sagrada del MRI exigía que el eje de la mirada de los personajes no debía cruzarse jamás con el eje del espectador, so pena de interceptarlo y violentar ese estado de ensoñación al que el cine clásico lo inducía. En el cine militante, en cambio, fijar la vista en los receptores del hecho cinematográfico funciona como una interpelación directa a la conciencia política del público. En las dos películas aquí referidas varios personajes lanzan su mirada a cámara en momentos claves del relato, operación que rompe con los procedimientos empáticos del cine clásico, a la vez que se convierte en una potente arma del cine político. La frontalidad de la mirada en el cine político busca sacar al espectador individual de su postura pasiva de mero contemplador estético.[29]

También es una característica de los “nuevos cines” la implosión del esquema de personajes tal como predominaba en el MRI y se reproducía en el cine industrial argentino, en el que la mayoría de las películas se caracterizaban por un rígido diseño psicológico de personajes enfrentados en un conflicto central, ayudados u obstaculizados por personajes secundarios. En el NCL, ese desplazamiento se expresó en la construcción de personajes que funcionaran como condensación de una experiencia colectiva, como portadores de rasgos atribuibles al “pueblo” latinoamericano.[30] En estas dos películas esto se refuerza ya que, salvo Ángel Reales, los personajes no están construidos ex nihilo sino que los “actores” ofrecen el material y actúan su propia vida en la película. Esos personajes del pueblo tienen, claro está, uno o varios antagonistas, pero son de un orden diferente al del cine hegemónico. En los dos casos estudiados aquí el antagonista está físicamente ausente, aunque forma parte del universo diegético,[31] especialmente en Historia donde varias veces se menciona con amargura a “los patrones”, los dueños de los viñedos, como los responsables de la situación de los trabajadores. Pero en ambas la caracterización expresa del oponente del pueblo y los/as trabajadores/as (el imperialismo y los capitalistas locales) queda a cargo del narrador extradiegético, principalmente al final del relato. Por otra parte hay que destacar que la generación de empatía o afinidad del/la espectador/a con los personajes no radica en estandarizadas características sicológicas ni en el arduo camino que realizan para conseguir algún fin, como en sucede en el MRI, sino que el mecanismo de identificación funciona virtud del reconocimiento de una situación de opresión, explotación o marginación, que el observador se sienta en la necesidad de hacer algo para transformarla.

Respecto del modo de organización del relato fílmico en estas dos películas, intenta construirse en oposición a los cánones del cine institucional. Si bien hay una manifiesta voluntad de organizar la estructura en prólogo, capítulos de desarrollo y epílogo, esta tiene más que ver con la estrategia presentación de una tesis social que con seguir un proceso dramático estándar. Hay una explícita ruptura de la  linealidad y de la causalidad narrativa: aquellas secuencias de acontecimientos que componen la historia o diégesis, están dispuestas en un relato fragmentado, en el que una escena no precede dramáticamente a la siguiente ni está justificada por una anterior. La coherencia interna del relato responde a una  lógica distinta: la del despliegue de la vida diaria de los personajes y sus problemas, una épica cotidiana en contexto de crisis, llena de momentos inconexos, imprevisibles y dramas no resueltos. Por otra parte, en ambas películas hay una renuncia al clímax, como en muchas de sus contemporáneas. Esto no significa que no exista un moderado crescendo en el desarrollo dramático, pero dicha evolución no desemboca en la resolución de un conflicto propio del universo diegético como en el cine hegemónico, sino orientado a la concientización revolucionaria de los sujetos y del espectador, que es explícita en las escenas finales de las películas.

Además los procedimientos mencionados más arriba, en su mayoría deudores de una modernidad cinematográfica más amplia, en el cine militante argentino –así como en el resto del NCL– se ponen en práctica otras estrategias vinculadas a la politicidad que deriva de uno de sus programas concretos: colocar en el centro de la representación a los grupos subalternos. Primero, mostrando las condiciones en que viven y la situación de explotación o marginación a la que están sometidos. Segundo, ubicándolos como sujetos de la transformación, más o menos inminente, de ese orden social injusto.

En estas dos películas, múltiples aspectos de la experiencia son presentados –el trabajo (y la falta de él), los quehaceres cotidianos, las condiciones de vida, la recreación, las expectativas de los sujetos– de modo aparentemente fragmentario, no lineal, pero cuya unidad y validez está dada por la fuerza del testimonio de los/las protagonistas, emitido por ellos/as mismos/as y en los lugares donde viven o trabajan.

La pretensión de un cine revolucionario, que involucrara al espectador como agente de esa transformación, requería canalizar o vehiculizar las demandas de los grupos subalternos a través de las imágenes. Según las premisas del NCL la enunciación partiría desde abajo y el discurso resultante estaría empapado de las vivencias de los subalternos, de su experiencia. El cine militante cumpliría el rol de comunicar, a través de la presencia física y la voz de los sujetos marginados por los medios hegemónicos (incluido el cine dominante), las demandas de esos sujetos. Así lo asumía el propio Lucio Donantuoni, que consideraba que Historia “más que una obra estética, es un acto de comunicación”.[32] Este impulso de recuperar la experiencia a través del testimonio excede al NCL y es posible encontrarlo en distintos tipos de narrativas a partir de mediados de la década del sesenta y con más fuerza en los años setenta en toda América Latina, como instrumento para construir una versión alternativa al relato oficial.

No obstante, no escapaba a los/as cineastas militantes que existía una barrera cultural, a veces incluso de clase, y casi siempre una distancia en la formación política que los separaba de los sujetos que filmaba y que ponía en cuestión su capacidad de identificación con ellos/as. Asumían que debían luchar contra eso, y los propios miembros de Cine Liberación consideraban que no sólo la cinematografía debía descolonizarse, sino también los cineastas.[33] En muchos casos, una de las estrategias para poder librarse de preconceptos, sumergirse en la vida y la cultura de los grupos subalternos y sentir sus demandas como propias, fue la convivencia con las personas filmadas. Tanto Gerardo Vallejo como Donantuoni pasaron largas temporadas en Tucumán y Mendoza respectivamente, intentando compenetrarse con la vida cotidiana de las personas que iban a filmar, no sólo para conocer su modo de vida sino también para menguar el efecto invasivo que suponía el trabajo cinematográfico sobre la vida real de esos hombres y mujeres.

El cine etnográfico, desde los trabajos pioneros del británico Robert Flaherty hasta los del argentino Jorge Prelorán en los años sesenta, ya había establecido la necesidad de convivir previamente con los sujetos del filme, para que esa cultura se encarne en los realizadores. Pero aunque compartan esa premisa de identificación, los cineastas militantes no desean mostrar la vida de los subalternos sólo para comprender culturas no-hegemónicas y por añadidura combatir el racismo y el exotismo. Lo que ellos buscan es que la voz de los subalternos y la denuncia de su miseria y explotación mueva al espectador a la transformación: su intervención está orientada a desencadenar la acción política. De todas formas, como bien ha señalado Mariano Mestman, el objetivo militante es preponderante, pero no desplaza la indagación cultural, más bien conviven ambos propósitos.[34]

En varios filmes del NCL se presentan escenas de la vida cotidiana donde hay momentos lúdicos, recreativos, asociados con prácticas culturales de las clases subalternas. Y en cada uno de los dos filmes estudiados hay una secuencia completa dedicada a una festividad comunitaria, donde el atractivo central es el baile folclórico que además bailan los propios personajes. No son las únicas: coincidente con el eje que hace en la “familia” del contratista de viñas, en Historia se repite la escena del almuerzo o la cena con todos/as  sentados/as a la mesa hablando de cosas triviales (no-dramáticas).O la escena de El camino, cuando el  Ángel lleva un tocadiscos a la casa del Viejo Reales, para alegría de los nietos, que se ponen a bailar la cumbia que suena. Las escenas y/o secuencias de Historia y El camino intercaladas en distintas secciones del relato no tienen una función dramática, pero tienen otra que es central: muestran situaciones monótonas de trabajo, alegres de cantos, bailes y juegos, así como de relaciones afectivas entre los personajes, con el objetivo de contrainformar acerca de la dimensión más cotidiana de la experiencia, la cual ha sido generalmente escamoteada en el cine hegemónico y que el espectador ahora debe conocer.

La potencia testimonial de Historia El camino reside fundamentalmente en la reconstrucción de la vida cotidiana, el trabajo y los imaginarios de estos dos grupos de trabajadores/as, por medio de un guión construido con el material que proviene de la experiencia histórica, “real”, de estos hombres y mujeres. La verosimilitud y legitimidad de dichas representaciones están reforzadas en última instancia por las palabras de los sujetos filmados. Sin embargo, aunque pueda parecer a primera vista que se trata de una cesión plena de la voz a los subalternos y de una presentación prístina de su situación de miseria y explotación, el problema es más complejo. No sólo porque la mediación que significa la representación artística, algo ya descontado, sino por la existencia de algunas tensiones derivadas de la misma radicalidad de su proyecto.

Límites y contradicciones en torno a un programa estético-político

Una de las rupturas fundamentales de los nuevos cines y que sería especialmente apropiada para los fines comunicativos del cine militante es la puesta en evidencia de la instancia de enunciación. El mejor ejemplo de esto es el personaje del Pibe en el filme de Vallejo: una invención a través de la cual el filme intenta condensar manifiestamente en su figura las experiencias de los militantes sindicales. Es claro que en su construcción se depositan caracteres e ideas reconocibles en muchos de los militantes conocidos y anónimos que tuvo la clase obrera tucumana durante ese período de radicalización, a la vez que las contradicciones y reflexiones del personaje están fuertemente asociadas a la tesis que sostiene el filme. Paradójicamente, el gesto radical de poner en evidencia la instancia de enunciación pone en cuestión la autonomía de la voz “cedida” a los subalternos, que deben convivir con una voz de autoridad que se introduce: la de la instancia narrativa, ligada íntimamente a los intereses del grupo realizador.

La apuesta militante de “dar la voz al pueblo” o a “aquellos que no tienen voz”, programa que acompañó la radicalización del arte durante los sesenta y que tan notablemente fue puesto en práctica por el cine de intervención política, no ha estado exenta de problemas. La existencia de un narrador over extradiegético, que interviene varias veces pero y que cierra ambas películas, es sin duda el principal contrapeso al gesto de “ceder la voz” a los explotados. Pone en evidencia los objetivos políticos ulteriores de la película, y aunque exprese una fuerte identificación con las luchas de los sujetos filmados está subrayando también una instancia de enunciación presente y decisiva de principio a fin. La relación entre los cineastas (u otros artistas/intelectuales) y las clases subalternas es complejo, y las operaciones de selección u omisión, así como los preconceptos, pueden ir en un sentido u otro.

Por otra parte, como ha indicado Mariano Mestman refiriéndose a La hora de los hornos (1968, Cine Liberación), los testimonios también pueden funcionar como prueba de la argumentación que en distintas partes de los filmes –especialmente al final– reaparece en la voz over.[35] En cierta forma la autoridad textual de la película se desplaza hacia los sujetos sociales, cuyos comentarios y respuestas ofrecen una parte esencial de la argumentación de la película. Así, los testimonios de los personajes y de otros sujetos (especialmente los de los sindicalistas Romano y Zelarayán en El camino) son incorporados y articulados por la argumentación ofrecida a través de comentarios efectuados fuera del campo visual.[36]

Quizá el principal procedimiento narrativo para fijar la perspectiva política promovida por el grupo realizador, muy extendido en el cine militante y de gran importancia en Historia y El camino, es la introducción de “marcos” que orientan la construcción de sentido que hará el espectador. Estos paratextos (prólogos, epílogos y declaraciones), según Nuria Girona Fibla, dan marco a la voz testimonial, a la vez aclaran su construcción textual, y evidencian que la voz antes silenciada ha sido recuperada gracias a una mirada o escucha no subalterna, dado que forma parte de un discurso intelectual/artístico.[37] Mediante procedimientos como la voz over y carteles en distintas partes del relato se trata de fijar la perspectiva del narrador. Estos marcos introducen al espectador en el problema histórico y a la vez dan ofrecen una perspectiva político-ideológica, que en estos dos casos refuerza la necesidad de luchar para transformar un orden social injusto.

Mientras El camino comienza con combativos versos del Martín Fierro (“Si uno aguanta es gaucho bruto, si no aguanta es gaucho malo…”), en Historia luego de los títulos un cartel sobre negro explica cómo a la llegada de los españoles en el siglo XVI, los indios huarpes que vivían en la región fueron sometidos a trabajar en las encomiendas, provocando en poco más de un siglo su extinción. La segunda escena describe someramente la explotación que padecen actualmente los contratistas, para luego en una tercera escena, unir en una línea histórica a los indios huarpes con los contratistas de viñas –los nuevos encomendados– través de la poderosa voz over de un hombre (el de 561 años).

En el otro extremo del relato, los epílogos de las dos películas se distancian de la diversidad estilística que caracteriza al resto del relato, dominando en ambas conclusiones un registro asociado a la modalidad documental expositiva, en una mezcla de resumen histórico y crónica periodística.[38] A través de estos comentarios al espectador la instancia narrativa realiza un balance del problema histórico y una prospectiva para el futuro. El breve epílogo de Historia se compone de un anexo documental en el que a través de primeros planos de las tapas de los diarios y fotos fijas, se construye una crónica acelerada de los hechos del Mendozazo, desde el 26 de marzo de 1972, fecha real de la asamblea de los contratistas de viñas en la que habla Juan Belmonte, hasta el 7 de abril, día en que la represión a la rebelión popular deja muertos y heridos. Mucho más extenso, el epílogo de El camino consta de dos partesEn la primera, de forma similar al prólogo de Historia, el narrador extradiegético repasa la historia de Tucumán desde la Conquista española hasta el presente, reforzando con datos estadísticos la situación actual de miseria y opresión del campesino tucumano. Luego, en una segunda parte o anexo llamado “La lucha” se aborda las estrategias que ha seguido hasta ese momento y las que debe seguir en el futuro el pueblo trabajador tucumano para su liberación. En este anexo, la modalidad expositiva se combina con entrevistas, incluyendo testimonios –extradiegéticos– de dos de los más notorios sindicalistas azucareros tucumanos del período, Benito Romano y Raúl Zelarayán. La toma de fábricas durante el período de mayor conflictividad, con el ejemplo paradigmático del ingenio Santa Lucía y su puesta en funcionamiento “con records de producción”, es resaltada por como demostración de la capacidad de la clase obrera para hacerse cargo de la producción y lo innecesario de la gestión capitalista. Además, se destaca explícitamente haberlo enunciado en un film anterior (La hora de los hornos) de Cine Liberación, haciendo énfasis en la coherencia de un relato emancipatorio que trasciende cada obra individualmente y se atribuye al conjunto.

Hacia el cierre, el narrador evalúa el reflujo de la movilización entre 1967 y 1971, haciendo hincapié en la situación particular de FOTIA. No obstante, destaca que la resistencia durante todos estos años excede al sindicato azucarero y la impugnación al régimen corre por cuenta de la mayoría del pueblo tucumano, incluido el movimiento estudiantil. Entre las formas de resistencia, hay una particular que el pueblo ha desarrollado: la lucha popular armada, iniciada en los sesenta por Uturuncos y las FAP en Taco Ralo.[39] Con imágenes fijas de los combatientes de aquellos grupos, se cierra el filme.

Hay otra limitación que no debe dejar de señalarse. La representación de la mujer en el cine ha sido, como lo señala Laura Mulvey, históricamente construida desde una mirada masculinizada.[40] Esto ha sucedido principalmente en la representación clásica, que hace del cuerpo femenino el objeto erótico por excelencia, mientras reproduce y amplifica los estereotipos (buena mujer/mala mujer) a través del star system. Pero el cine militante no rompe con esta mirada masculina, desde la cual a nivel diegético accedemos a lo que se narra. Más aún, el control del relato por parte de esa mirada permite que subsista –como en el MRI– la dicotomía entre una posición activa y determinante del hombre y la situación de pasividad y paciencia asociada a lo femenino. La mujer deja de ser un objeto de consumo, ciertamente, pero se extiende otra figura: la de la víctima pasiva, indiferenciada dentro de la subalternidad. El problema de la invisibilización, más la dificultad para desnaturalizar las relaciones desiguales de género existentes al interior de la clase trabajadora, hacen que la representación de la subalternidad se vea limitada  por este sesgo en la mayoría de filmes militantes, incluidos El camino Historia.

Claramente en El camino, aunque haya indicios de la dura situación de una parte de las mujeresson varias cuya representación subestima el papel real, activo, que cumplían en esta coyuntura. Una de ellas ha fallecido: la esposa de Gerardo Reales. En una escena, el Viejo le habla en el cementerio a la mujer ausente, pero sin recordarla como compañera de lucha, sino lamentándose por su propia soledad. Por otra parte, las compañeras de los hijos de Reales, están filmadas casi siempre rodeadas de hijos/as o amamantando. La única cuya voz se escucha es Rosa, la mujer del Ángel. Su presencia en la pantalla son unos planos en picado que duran pocos segundos, mientras que su testimonio mayormente en over está circunscripto a su función materna y la queja por las ausencias del marido trabajador golondrina, acentuando su rol pasivo: “Estoy cuatro meses sola, y ya tengo los hijos para que me acompañen, me cuiden”.[41] En tanto Zenobia, la mujer del Pibe, intentó mostrar cierta autonomía, exigiéndole a su marido migrar a la ciudad, como él mismo lo recuerda en voz over: “Ella había estado trabajando de sirvienta en la ciudad. Había visto otras cosas, y no quería seguir viviendo como animales, decía, como si ser pobre fuera ser menos.” Sin embargo, esto es visto por el Pibe –el hijo consciente y militante–como un problema, el primero que tuvo antes que con el sindicato o con el capataz: “Yo no quería irme de Acheral, porque en Acheral había nacido, y aquí he trabajado toda la vida, por qué habría de irme yo entonces.” En la misma secuencia un flashback muestra que en otra oportunidad el Pibe arrastró violentamente a la Zenobia hacia la casa en un intento de abandonarlo. La mujer de Mariano directamente no aparece en cuadro, ya que el hijo policía del Viejo Reales, alcohólico, violento y agresor sexual, destruyó su matrimonio. Resumiendo, si bien es posible percibir su situación de miseria y explotación como parte de “la clase obrera tucumana”, las mujeres están ausentes como sujetos autónomos, y más bien aparecen a lo largo del film como un factor marginal de perturbación.

En Historia, la construcción de la figura de la mujer es ligeramente diferente. Por una parte, aparecen otras mujeres que son mostradas exclusivamente como trabajadoras, las vendimiadoras, que aunque anden con sus hijos a cuestas realizan un trabajo que realizan en condición –si bien precaria y estacional– de asalariadas. Respecto a los personajes principales, si bien el protagonista excluyente es Juan Belmonte, María está presente en una gran cantidad de escenas, y su actividad a diferencia de lo que sucede con las mujeres de El camino está más visibilizada, al punto de que se la muestra haciendo –menos los de la viña– distintos trabajos, muchas veces filmada en primeros planos. No obstante, el rol de María es subordinado y circunscripto a la esfera doméstica –no productiva, según la perspectiva dominante– y las expectativas puestas en las hijas de los contratistas no parecen ser diferentes para el futuro: las hijas de Juan y María le ayudarán a ella en “la cocina, a barrer, esas cositas que hay que hacer en la casa”, para más luego, más temprano que tarde, casarse como la propia María hizo con Juan.

El problema de las relaciones de género en el cine militante no se puede desligar de cómo se trataba esta cuestión al interior de gran parte de izquierda latinoamericana y especialmente de la Nueva Izquierda argentina, de la cual los cineastas formaban parte. La discusión acerca de la desigualdad u opresión de las mujeres no era algo urgente, o peor aún, a veces era considerado un factor de desviación de la lucha primordial que era la de liberación nacional. Ante los cuestionamientos feministas, muy visibles ya para los años sesenta y setenta, las vanguardias políticas (encabezadas mayoritariamente por hombres) asumieron el problema de la subalternidad femenina como parte de las contradicciones sociales que la revolución acabaría por resolver indefectiblemente. Mientras tanto, la tradicional división sociosexual del trabajo (de la militancia) se reproducía al interior de muchas de las organizaciones de la izquierda y sus discursos sobre el género y la sexualidad reproducían varios tópicos conservadores, como los mandatos monogámicos y heterosexuales, mientras que se promovía una “nueva moral sexual” más ocupada en la crítica a la hipocresía burguesa que en la liberación real de vida personal.[42] Este sesgo que impregnó el cine militante argentino también puede reconocerse, con algunas excepciones, en la generalidad de las corrientes del NCL.

Consideraciones finales

Los grupos realizadores de Historia y de El camino parten de una clara posición política respecto al proceso político y social en curso a fines de los años sesenta y principios de los setenta, y del rol de los cineastas y sus películas en la lucha por la liberación. Desde ese lugar, ambas películas se acercan a los/as trabajadores/as denunciando su situación de miseria y explotación, al tiempo que promueven las alternativas que el sujeto “pueblo” tiene para lograr su emancipación, con el objetivo explícito de mover la conciencia del espectador para que abandone su actitud pasiva y se sume a la lucha. Con estas premisas, ambos filmes mixturan el registro documental y la recreación ficcional para mostrar la experiencia de los obreros del surco y los contratistas de viñas.

En esa dirección, las dos películas llevan adelante estrategias en abierta ruptura con el cine hegemónico, y orientadas a un objetivo principal: colocar en el centro de la representación a los grupos subalternos. Introducen diferentes movimientos de cámara y tipos de encuadres que enfatizan aspectos de estos sujetos y de su entorno, rechazan un sistema de personajes típico en pos de transmitir las propias vivencias y el carácter de los sujetos históricos que se representan a sí mismos, y abandonan cualquier desarrollo dramático clásico en pos de un relato ni lineal, ni causal, ni progresivo. A estos procedimientos, le agregan uno fundamental: la introducción del testimonio de los sujetos como articulador de ese relato fragmentario, el gesto legitimador de “ceder la voz” a los subalternos para que expresen sus demandas y transmitan su experiencia.

La potencia de la representación en estos filmesreside fundamentalmente en una reconstrucción hecha a partir del material que proviene de la experiencia histórica de estos hombres y mujeres, verosimilitud y legitimidad reforzadas por las palabras de los sujetos filmados. No obstante, la cuestión es más complicada, ya que otras operaciones, muchas derivadas de la misma radicalidad de su proyecto estético y político, menguan esa potencia y producen tensiones.

En primer lugar, la estrategia rupturista de poner en evidencia la instancia de enunciación pone al mismo tiempo en cuestión la autonomía de la voz cedida a los subalternos, que deben convivir con una voz de autoridad que se introduce: la de la instancia narrativa, asociada a los intereses del grupo realizador. A veces a través de un narrador over extradiegético, otras veces con “marcos” o paratextos que orientan la construcción de sentido que hará el espectador, enmarcando la voz testimonial dentro de un discurso artístico y político que aunque esté identificado con sus intereses, no es subalterno. Por último, la representación de los grupos subalternos se ve cercenada por el relegamiento de las mujeres, sí mostradas como víctimas –indiferenciadas– de la explotación capitalista y la miseria provocada por la crisis, pero ausentes como sujetos de transformación.

El reconocimiento de estos límites, sin embargo, no quita validez a lo que ambas películas nos ofrecen. Por el contrario es el conocimiento de las condiciones de producción, que comprenden tanto las determinaciones sociopolíticas e ideológicas como la incidencia de programas estéticos y narrativos, el que nos permite obtener un acercamiento liberado de la “ilusión de verdad” que puede provocar la imagen cinematográfica, presente tanto en el verosímil construido por el cine clásico como en el propuesto por los “nuevos cines”.

 

 

Notas

[1] José Enrique Monterde, La imagen negada: representaciones de la clase trabajadora en el cine, Filmoteca de la Generalitat Valenciana, Valencia, 1997, p. 12.

[2] La denominación “crítico-realista” fue formulada por Peter Schumann y retomada más tarde por Octavio Getino y Susana Vellegia, para quienes en los filmes de esta tendencia la pretensión realista excede los patrones naturalistas del cine clásico, en tanto utilizan el discurso cinematográfico para mostrar el universo de lo real y producir con ello un punto de vista crítico, apuntando al cuestionamiento tanto de la realidad como del cine hegemónico. Peter Schumann,Historia del Cine Latinoamericano, Legasa, Buenos Aires, 1987; Octavio Getino y Susana Vellegia, El cine de las “historias de la revolución”: aproximación a las teorías y prácticas del cine de “intervención política” en América Latina (1967-1977), Buenos Aires, Altamira, 2002.

[3] La bibliografía sobre la resistencia a la dictadura y el auge de la movilización política entre 1966-1973, desde los conatos insurreccionales conocidos como los “azos” hasta lucha armada, es considerable. Podemos destacar, entre muchos otros trabajos, Beba Balvé y Beatriz Balvé, El 69, huelga política de masas, Buenos Aires, Contrapunto, 1989; James Brennan y Mónica Gordillo, Córdoba rebelde: el Cordobazo, el clasismo y la movilización social, Buenos Aires, De la Campana, 2008 y Pablo Pozzi y Alejandro Schneider, Los setentistas. Izquierda y clase obrera: 1969-1976, Buenos Aires, Eudeba, 2000.

[4] Acerca de las relaciones entre artistas/intelectuales y política en los años sesenta argentinos, ver Oscar Terán, Nuestros Años Sesenta, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1993; Andrea Giunta, Vanguardia, internacionalismo y política: Arte argentino en los años sesenta, Buenos Aires, Paidós, 2001 y Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.

[5] La expresión es usada por Octavio Getino y Susana Vellegia, en su libro El cine de las “historias de la revolución”…, op. cit., p. 14.

[6] El uso de la denominación Nuevo Cine Latinoamericano la tomamos de Zuzana Pick, The New Latin American Cinema. A Continental Project, Austin, University of Texas Press, 1993. Sobre la doble radicalidad del proyecto, ver Ana Laura Lusnich, “Del documental a la ficción histórica. Prácticas y estrategias del grupo Cine Liberación en su última etapa de desarrollo”, en Secuencias. Revista de historia del cine, Universidad Autónoma de Madrid, Madrid, nº 29, 2009, p. 13.

[7] Para un panorama general de los nuevos cines de los años sesenta, ver José Enrique Monterde y Esteve Riambau (coords.), Historia General del Cine. Europa y Asia (1945-1959), vol IX, Madrid, Cátedra, 1996.

[8] Utilizamos el concepto de modos de representación propuesto por Noël Burch, el cual da cuenta -en perspectiva diacrónica- de la organización de los textos fílmicos. Esos modos son históricos, y el uso que en ellos se ha hecho de los códigos cinematográficos está permeado por el contexto de producción, contemporáneas a los films. Burch propone un Modo de Representación Primitivo (el cine de los orígenes) y un Modo de Representación Institucional (el cine clásico). Otros autores agregan un Modo de Representación Moderno. Noël Burch, El tragaluz del infinito (contribución a la genealogía del lenguaje cinematográfico), Madrid, Cátedra, 1991.

[9] Hablamos de experiencia en los términos propuestos por E. P. Thompson: como experiencia de las presiones, límites y posibilidades del ser social sobre la conciencia social. Una experiencia vívida de las relaciones de producción, que se plasma en términos de clase, en la vida social y en la conciencia, en el asentimiento, la resistencia y las elecciones de hombres y mujeres. E. P. Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra, Barcelona, Crítica, 1989.

[10] Sobre los alcances del concepto “vanguardia” en los sesenta argentinos, ver Andrea Giunta, op. cit, pp. 34-35, y Ana Longoni, “Vanguardia y revolución, ideas-fuerzas en el arte  argentino de los 60/70”, en Revista Brumaria, Madrid, nº 8, 2007, p. 62.

[11] En el análisis del texto fílmico, preferimos hablar de instancia narrativa en lugar de “autor”, concepto cada vez menos usado por encerrar el lenguaje cinematográfico en el campo de la psicología y lo consciente. Ver Jacques Aumont, Alain Bergala, Michel Marie y Marc Vernet, Estética del cine. Espacio fílmico, montaje, narración, lenguaje, Barcelona, Paidós, 1996.

[12] Ver, por ejemplo, Juan Bialet Massé, Informe sobre el estado de las clases obreras argentinas, vol. II, La Plata, Ministerio de Trabajo de la Provincia de Buenos Aires, 2010, p. 242.

[13] Uno de los indicadores más tremendos del drama social tucumano es el aumento de la tasa de mortalidad infantil. Ver Alfredo Bolsi y Patricia Ortiz de D´Arterio, Población y Azúcar en el Noroeste Argentino. Mortalidad infantil y transición demográfica durante el siglo XX,Tucumán, Instituto de Estudios Geográficos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán, 2001.

[14] Ver Ana Longoni y Mariano Mestman, Del Di Tella a “Tucumán Arde”, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 2008, y Fabiola Orquera(coord.), Ese Ardiente Jardín de la República. Formación y desarticulación de un “campo” cultural: Tucumán, 1880-1975, Córdoba, Alción, 2010.

[15] Ver Ana Julia Ramírez, “Tucumán 1965-1969: movimiento azucarero y radicalización política”, en Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Debates, julio de 2008, documento electrónico: http://nuevomundo.revues.org/38892

[16] E. P. Thompson, La formación, op. cit., p. 14.

[17] El contrato de viñas era un contrato entre el propietario de la tierra y un trabajador por un período de tiempo –generalmente entre tres y cinco años– durante el cual éste realizaba todas las tareas necesarias y recibía a cambio una suma fija en dinero (generalmente) y un porcentaje de la producción. El contratista de viña, junto con su familia, se encargaba del mantenimiento de un viñedo de 10 a 15 ha.

[18] Rodolfo Richard-Jorba,Empresarios ricos, trabajadores pobres. Vitivinicultura y desarrollo capitalista en Mendoza (1850-1918), Rosario, Prohistoria, 2010, p. 167.

[19] Ver Juan Bialet Massé, op. cit.,p. 344, y Juan Manuel Cerdá, “El trabajo en la vitivinicultura mendocina. Una historia de nexos entre pasado y presente (cc. 1900 y cc. 2000)”, en Actas de las V Jornadas Interdisciplinarias de Estudios Agrarios y Agroindustriales, Buenos Aires, 2007.

[20] Ver Gabriela Scodeller, op. cit., p. 337.

[21] Sobre el trabajo no remunerado, Lourdes Benería, “El debate inconcluso sobre el trabajo no remunerado”, en Revista Internacional del Trabajo, Organización Internacional del Trabajo, nº 3, vol. 118, septiembre 1999, pp.321-346. Sobre la relación trabajo-familia en el ámbito rural del norte argentino, especialmente el rol de las mujeres, ver Vanesa Vázquez Laba, “Repensando la división sexual del trabajo familiar”, en Trabajo y Sociedad, Santiago del Estero, nº 11, 2008.

[22] Lorena Poblete, “De trabajadores inamovibles a trabajadores móviles. El caso de los contratistas de una región vitícola de Mendoza, Argentina (1995-2010)”, en Cuadernos de Relaciones Laborales, Universidad Complutense, Madrid, nº 30, vol. 2, octubre 2012, pp. 519-539.

[23] Raymond Williams, Marxismo y Literatura, Península, Barcelona, 1980.

[24] Sobre los significados en torno a las reinas de belleza en la Argentina del siglo XX, ver el volumen dirigido por Mirta Lobato, Cuando las mujeres reinaban: belleza, virtud y poder en la Argentina del siglo XX, Buenos Aires, Biblos, 2005, en especial el capítulo de Cecilia Belej, Ana Laura Martin y Alina Silveira sobre las reinas de la vendimia.

[25] Apenas ocurrido el Mendozazo, los contratistas tuvieron que hacer frente a 3000 telegramas de despido. La principal demanda, la de ser reconocidos como dependientes, se logró a través de una ley nacional recién en 1974.

[26] Sobre los distintos actores sociales que participaron, ver Gabriela Scodeller, op. cit.

[27] Julio García Espinosa, “Por un cine imperfecto”, en Hojas de Cine, vol. III, México, Fundación Mexicana de Cineastas, Universidad Autónoma Metropolitana, 1988 [1969].

[28] Mariano Mestman, “Testimonios obreros, imágenes de protesta: el directo en la encrucijada del cine militante argentino”, en Cine Documental, nº 2, Buenos Aires, 2010, p. 10, documento electrónico: http://revista.cinedocumental.com.ar/2/articulos_01.html.

[29] Ver Silvana Flores, “Sujetos en la historia: el Nuevo Cine Latinoamericano y la frontalidad de su discurso”, en Perspectivas de la comunicación, Universidad de la Frontera, Temuco, nº 4, 2011, pp. 20-31.

[30] Acerca de la figura del “pueblo” en el cine militante, ver Moira Cristiá, “El pueblo en imágenes. Representaciones gráficas y cinematográficas del sujeto popular de la izquierda peronista (Argentina, años sesenta y setenta)”, en Rúbrica Contemporánea, Universidad Autónoma de Barcelona, Barcelona, nº 3, 2013, pp. 103-123.

[31] La diégesis o universo diegético es un pseudomundo ficcional, más amplio que la historia entendida como trama, comprende la serie de acciones –en la que se ven involucrados los personajes–, así como el marco (histórico, geográfico, social) y la estructura de sentimiento que las condicionan.

[32] Diario Mendoza, Mendoza, 19 de julio de 1972.

[33] Fernando Solanas y Octavio Getino, “Hacia un tercer cine”, en Hojas de Cine, vol. III, México, Fundación Mexicana de Cineastas, Universidad Autónoma Metropolitana, 1988 [1969], p. 48.

[34] Mariano Mestman, “Testimonios…”, op. cit., p. 5.

[35] Ídem, p. 4.

[36] No es trivial el papel que cumplen las canciones utilizadas en ambos filmes, que se identifican con las reivindicaciones de los/as trabajadores y a la vez las refuerzan. Una pieza musical que es también voz over -que no es la de los trabajadores ni del conocido narrador extradiegético- cumpliendo la función de dar cierta cohesión a la diversidad de testimonios individuales, añadiéndole además la épica de la poesía popular del Nuevo Cancionero. En Historia son las canciones escritas por el propio Armando Tejada Gómez, mientras que del mismo modo funcionan las canciones de Victor Gentilini y José Romero en El camino. Ver Illa Carrillo-Rodríguez, “Mercedes Sosa y los itinerarios de la música popular argentina en la larga década de los sesenta”, en Fabiola Orquera (coord.), op. cit., p. 245.

[37] Nuria Girona Fibla, “Ver, oír y escribir. La ficción de transparencia en el relato testimonial”, en Sonia Mattalia y Joan Alcázar (coord.), América Latina: literatura e historia. Entre dos finales de siglo, Valencia, Ediciones del CEPS, 2000.

[38] Ver Bill Nichols, La representación de la realidad: cuestiones y conceptos sobre el documental, Barcelona, Paidós, 1997, p. 68.

[39] Se trató de dos intentos de guerrilla rural –en 1959 y 1968- promovidos desde los sectores más combativos del peronismo. Ambos grupos fueron rápidamente desarticulados por las fuerzas de seguridad, pero sentaron los precedentes para las organizaciones guerrilleras de los años setenta.

[40] Laura Mulvey, Visual and Other Pleasures (Language, Discourse, Society), London, Palgrave Macmillan, 1989.

[41] El picado es una angulación de la cámara en la cual los personajes son captados desde arriba, menguando su figura y dándoles una imagen de vulnerabilidad.

[42] Ver Marcela Nari, «Women in Argentina during the 1960s», en Latin American Perspectives, nº 88, vol. XXIII, winter 1996 y Catalina Trebisacce, “Un fantasma recorre la izquierda nacional. El feminismo de la segunda ola y la lucha política en Argentina en los años setenta”, en Sociedad y Economía, Cali, nº 2, 2013.